Autobiografía de Madame Guyon (2ª Parte)

Jeanne-Marie Bouvier de La Motte
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AUTOBIOGRAFÍA DE MADAME GUYÓN

(PARTE II)
CIRCULO SANTO

Título del original francés, Vie de Madame Guyon

Traducción, por dos amigos de Epafrodito

La versión bíblica usada corresponde a Reina Valera Actualizada 1994.

En ocasiones se ha utilizado la versión de Reina Valera Actualizada 1960.


Primera impresión en castellano, enero 2000
Círculo Santo
Madrid


Traducida de la versión:
Scanned from the edition of Moody Press, Chicago
by Harry Plantinga, 1995

NOTA

Bienvenido a la historia. Está usted a punto de leer a uno de los escritores más loados de su época. Jeanne Guyon está considerada, después de William Shakespeare, uno de los autores más considerados del siglo XVII. Cuando se trata de biografías, como es el caso que nos ocupa, la narración en primera persona se considera por lo general la más auténtica y leal a los hechos. Actualmente existen biografías de Madame Guyón narradas en tercera persona, pero, ora tienden a exagerar los hechos, cediendo ante una excesiva subjetividad personal, ora pervierten aquellos sucesos que verdaderamente marcaron la vida del sujeto.

Hay otro punto que debemos mencionar, y es que existen muchos que encuadran vidas, como la que va a leer, bajo el anatema de “misticismo”. Debemos tener mucho cuidado con ese término. Han sido precisamente los que nunca entraron en una resignación y en una profunda relación con Jesucristo, aquellos que aplicaron a ese vocablo el significado que todos, inconscientemente, tenemos; aquellos que vivieron, o intentaron vivir, con un Dios cercano y real, nunca hubieran pensado que estaban viviendo algo denominado “misticismo”, aunque incluso hiciesen referencia a este vocablo en sus escritos. Jeanne Guyón, por ejemplo, ha sido enmarcada - quizás conscientemente, quién sabe - en un movimiento denominado “quietismo”, incluido en el misticismo; pero, como va usted a poder comprobar, ella siempre estuvo precisamente muy en contra de todo lo que tuviera que ver con levitaciones, éxtasis, y visiones. No obstante, sus escritos fueron revisados por autoridades eclesiásticas de su época, y condenados. Sopese usted también, pero hágalo con ojos espirituales, no vaya a ser que se convierta en una segunda inquisición, sin saberlo. No es el texto en sí, sino el corazón que encierra esta narración. Tenemos que mirar un poco más allá, y extraer la verdad espiritual que otros hermanos nos han legado, y que, en el caso que nos ocupa, deja tras sí una vida llena de vituperios, persecución, peligro,... y desnudez.

Pero puede que no esté preparado para muchas de las cosas que se mencionan en este manuscrito. No se preocupe. Él es fiel para guiarle al conocimiento de Aquel que le sacó de las tinieblas a Su luz, sin necesidad de libro alguno. Así es. Este libro es un apoyo y una ayuda sólo para ciertas almas que han entrado en cierto buscar y anhelo espiritual.

Otra cosa. Si es usted un alma apasionada y de natural encendida, es posible que a medida que vaya leyendo, se levante en su interior cierta envidia, e incluso se sienta tentado a culparse de ciertas cosas. No es esa la intención de este texto. Su autora, sobre todas las cosas, deseaba mostrar la bajeza y debilidad en que continuamente se encontraba. Siempre estaba remitiendo a Dios las obras de caridad y demás actos bondadosos que Dios le permitía realizar, y esto ha de escucharlo con el corazón, no con la cabeza, como un leve susurro que dice: soy Yo el que es Bueno y Bondadoso, no tú; soy Yo el que obra en ti tanto el hacer como el querer, no tú; soy Yo el Redentor y el Salvador de tu alma, no tú.

¿Quién se acordó de ti en el día de tu tribulación? Yo, el que Soy.

Y hay muchos que tardan toda una vida aprender esta verdad.

 

Jeanne-Marie Bouvier de la Motte

 

Aclamada mística del siglo diecisiete; nacida en Montargis, en la región del Orleans, el 13 de abril de 1648; muerta en Blois, el 9 de junio de 1717. Su padre era Claude Bouvier, uno de los procuradores del tribunal de Montargis. De una delicada y sensible

constitución, estuvo muy enferma durante su niñez y su educación fue muy descuidada. Con apenas dieciséis años de edad la hicieron casarse con un hombre veintidós años mayor que ella. Sufrió persecución a manos de los religiosos de su época, al punto de sufrir más de ocho años de calabozo, siete de ellos en la Bastilla. 

Despreciada, apreciada, insultada y loada. Alguien ha escrito de Guyón que era una niña que venía de otro mundo, traída por ángeles con un propósito.

Han tachado su doctrina de locura, y de ser una enseñanza ajena a los principios de las Escrituras, y actualmente sus escritos están en el Índice católico de “obras heréticas”.

Por primera vez en español se presenta la biografía de una de las vidas más controvertidas de los últimos cuatro siglos de cristianismo.

“LA LUZ EN LAS TINIEBLAS RESPLANDECE, Y LAS TINIEBLAS NO PREVALECIERON CONTRA ELLA”

(Juan 1:5)

 

SEGUNDA PARTE CAPITULO 1

 

Partí en una extraña renunciación, y en una gran simpleza, sin apenas saber por qué dar razón tenía qué dejar de esa forma a mi familia, a la que amaba tiernamente, sin tener ninguna garantía que

me confirmara, sino creyendo incluso en contra de la propia esperanza. Me allegué a los Nuevos Católicos de París, donde la Providencia obró para salvaguardarme. Mandaron buscar al notario que había preparado el contrato de asociación. Cuando éste me lo leyó, sentí tal repugnancia, que no pude soportar escucharlo hasta el final, mucho menos firmarlo. El notario se sorprendió mucho, y su sorpresa fue mayor cuando la Hermana Garnier entró y le dijo que no había necesidad de ningún contrato de asociación. Asistida de lo alto, fui capacitada para poner mis asuntos en muy buen orden, y escribir diversas cartas por la inspiración del Espíritu de Dios, y no por la mía. Esto era algo que nunca antes había experimentado. Me fue otorgado en aquel entonces sólo como un génesis, y en el transcurso del tiempo me ha sido concedido en una perfección mucho mayor.

Tenía dos empleados domésticos de los cuales era muy difícil desprenderme, pues no tenía intención de llevármelos conmigo. Si los hubiera dejado habrían hecho mención de mi partida, y hubiera sido perseguida. Lo fui cuando se supo. Pero Dios lo dispuso de tal forma que quisieron acompañarme, aunque no me fueron de ninguna utilidad, y poco después regresaron a Francia. Sólo llevé conmigo a mi hija y a dos doncellas para servirnos. Aunque había reservado asientos en un carruaje de línea, partimos en una embarcación por el río para evitar, si me buscaban en el carruaje, que pudieran encontrarme. Fui a Melun para aguardar allí su llegada.

Fue sorprendente que en esta embarcación la niña no pudiera evitar hacer cruces, empleando a una persona para que le cortara juncos con ese propósito. Entonces puso alrededor y por encima de mí unas trescientas de ellas. La dejé hacer, e interiormente percibí que no carecía de significado. Sentí una certeza interior de que me iba a topar con abundante aflicción, y que esta niña estaba sembrando la cruz que habría de cosechar. La Hermana Garnier, viendo que no podían evitar que me cubriera de cruces, me dijo: “Lo que esa niña hace parece que tiene un significado.” Volviéndose a la pequeña, dijo: “Dame también a mí algunas cruces, pequeñuela.” “No replicó, todas ellas son para mi querida madre.” En breve le dio una para detener su importunismo, y después siguió poniendo más sobre mí; a continuación pidió que le alcanzaran algunas flores del río que flotaban sobre el agua, y me dijo: “Tras la cruz, serás coronada.” Admiré todo ello en silencio, y me ofrecí al puro amor de Dios, como una víctima, libre y dispuesta a ser sacrificada para Él.

Poco tiempo antes de mi partida una amiga personal, una verdadera sierva de Dios, me dio a conocer una visión que había tenido en relación conmigo. Vio que mi corazón estaba asediado por todas partes de espinos, que a nuestro Señor aquello le agradaba y que, aunque los espinos parecían desgarrarlo, en vez de ello sólo conseguían embellecerlo más y fortalecer la aprobación del Señor.

En Corbeil, (una pequeña ciudad a orillas del Sena, situada a dieciséis millas al sur de París) tuve un encuentro con el sacerdote que al principio Dios había usado tan poderosamente para atraerme a su Amor. Le pareció bien mi plan de dejarlo todo por el Señor; sin embargo, pensaba que no congeniaría mucho con los Nuevos Católicos. Me contó algo acerca de ellos para hacerme ver que nuestra forma de movernos era incompatible. Me advirtió que no les dejara ver que caminaba por la senda interior. Si lo hacía, no debía esperar de ellos más que persecución. Pero es inútil tratar de esconderse cuando a Dios le parece mejor que suframos, y cuando nuestra voluntad está profundamente resignada a Él, y ha pasado por completo a ser de Su propiedad.

Mientras estuve en París les entregué a los Nuevos Católicos todo el dinero que tenía. No guardé ni un solo penique para mí misma, regocijándome de ser pobre al ejemplo de Jesucristo. Partí de casa con nueve mil luises. A través de mi donativo no había apartado nada para mí, y por contrato les había prestado seis mil, por lo que estos seis mil fueron devueltos a mis hijos y a mí no me correspondió nada. No me molesta; la pobreza, procurada de esta manera, constituye mi riqueza. El resto se lo entregué intacto a las hermanas que iban con nosotras, para sufragar sus gastos de viaje y la compra de mobiliario. No me quedé más que con mis ropas, que puse a disposición de todas las demás. No tenía cofre con llave, ni bolsa o monedero. Me había llevado conmigo poca ropa por miedo a que desconfiaran de mi partida. Si me hubiera empeñado en traerme todos mis ropajes me habrían descubierto. Mis perseguidores no pasaron por alto que había salido de casa con grandes sumas de dinero, que había malgastado imprudentemente, entregándoselas a los amigos del Padre La Combe. Falso, pues no contaba ni con un solo penique. Al llegar a Annecy nos encontramos con un pobre que pedía limosnas. Como no tenía nada más, le di los botones de las mangas. En otra ocasión le di a un mendigo un pequeño anillo sin adornos, en el nombre de Jesucristo. Lo había llevado como símbolo de mi matrimonio con Él.

Hicimos una fugaz visita a Melun, donde dejé a la Hermana Garnier. Proseguí el viaje con las otras hermanas, a las que no conocía de nada. El viaje en los carruajes era muy cansado; no concilié el sueño siquiera en un viaje tan largo como aquel. Mi hija, una niña muy delicada, de sólo cinco años de edad, apenas pudo. Soportamos grandes fatigas sin llegar a enfermar por el camino. Mi niña no se inquietó ni en una sola ocasión, aunque sólo podía acostarse tres horas al día. En cualquier otra situación sólo la mitad de esta fatiga, o incluso la mera falta de descanso, me hubiera supuesto entrar en un grave estado de salud. Sólo Dios sabe los sacrificios que me indujo a realizar, así como el gozo que mi corazón experimentaba al ofrecérselo todo a Él. Si tuviera reinos e imperios, creo que los entregaría con un gozo aún mayor para darle las mayores muestras de mi amor. Tan pronto como llegamos a la posada, me dirigí a la iglesia del lugar y permanecí allí hasta la hora de cenar. En el carruaje, mi divino Señor se comunicaba conmigo, y en mí, de una forma que los demás no podían comprender, y en verdad no percibían. La alegría que reflejaba en medio de los mayores peligros les animaba. Incluso cantaba himnos de gozo al verme a mí misma desprendida de las riquezas, los honores y los enredos del mundo. Así era como Dios nos protegía. Él era para nosotros como “columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche una columna de fuego para alumbrarles.” Pasamos por encima de un bache muy peligroso entre Lyons y Chamberry. Nuestro carruaje se rompió en el momento en que lo dejamos atrás. Si hubiera ocurrido un poco antes, habríamos perecido.

Llegamos a Annecy en la víspera del Día de la Magdalena del año 1681. Al día siguiente el Obispo de Génova se encargó del servicio divino, que se llevó a cabo junto a la tumba de San Francisco de Sales. Allí renové mi matrimonio espiritual con mi Redentor, como acostumbraba a hacer cada año en ese día en concreto. También sentí en aquel lugar un dulce recuerdo de ese santo, al cual me ha unido el Señor de una forma singular. Digo unido, porque según mi parecer el alma que permanece en Dios es unida a los santos, y tanto más en la misma medida en que estos se han conformado a Su imagen. Una unión que en ocasiones le agrada a Dios volver a revivir tras la muerte del santo, con un despertar en el interior del alma para gloria Suya. En tales momentos los santos que han partido se hacen más íntimamente presentes en Dios; y este revivir es como si fuera una santa relación de amigo a amigo, en Aquel que a todos une con lazo inmortal.

Ese día dejamos Annecy atrás, y al día siguiente atendimos los rezos en Génova. Experimenté un gran gozo durante la comunión. Me parecía como si Dios me uniera con mayor fuerza consigo mismo. Allí le rogué en pro de la conversión de toda aquella muchedumbre. Ya anochecía cuando, esa misma tarde, llegamos a Gex, donde lo único que encontramos fueron paredes desnudas. El Obispo de Génova me había asegurado que la casa estaba amueblada; sin duda que así lo creía. Nos alojamos en casa de las hermanas de la caridad, que tuvieron la amabilidad de cedernos sus lechos. 

Sufría mucho pensando en mi hija, quien visiblemente había perdido peso. Anhelaba en gran medida ponerla en manos de las Ursulinas de Tonon. Mi corazón estaba tan dolido que no podía evitar llorar en secreto por ella. Al día siguiente mencioné, “Me gustaría llevar a mi hija a Tonon, y dejarla allí hasta que podamos acomodarnos.” Se opusieron a ello violentamente, y de un talante que parecía ser muy áspero, y también desagradecido a la vista del esquelético cuerpecito. Reparé en la niña como en una víctima a la que había sacrificado imprudentemente. Escribí al Padre La Combe suplicándole que viniera a verme, para juntos poder llegar a una conclusión al respecto. En mi conciencia no podía seguir reteniéndola en este lugar. Pasaron algunos días sin recibir ninguna respuesta. Mientras tanto me resigné a la voluntad de Dios, tanto si llegaba mi socorro, o no.

 

CAPITULO 2

Nuestro Señor se apiadó del lamentable estado de mi hija, y lo dispuso todo de tal forma que el Obispo de Génova escribió al Padre La Combe con el fin de que se apresurara tanto como le fuera posible para venir a vernos, y para consolarnos. En el momento en que vi a aquel padre me sorprendí al sentir una gracia interior, que podría denominar “comunicación”, como nunca antes había experimentado con ninguna otra persona. Sentía una influencia de la gracia que prevenía de él y llegaba a mí, a través de los recesos más internos del alma; volvía de mí de nuevo a él, de tal manera que él sentía el mismo efecto. Como un lazo de gracia, originaba un flujo y un reflujo, esparciéndose en el divino e invisible océano. Esta unión es pura y santa, que sólo Dios produce, y que todavía ha subsistido, e incluso se ha visto incrementada. Es una unión exenta de toda debilidad y de todo interés propio. Hace que aquellos que por ella son bendecidos se regocijen al verse a sí mismos, y también a los que son amados, cargados de angustias y aflicciones – una unión que no requiere la presencia del cuerpo. En ciertas ocasiones la ausencia no se hace más ausente, ni la presencia más presente; una unión desconocida para los hombres, excepto para los que han de experimentarlo. Sólo puede experimentarse entre aquellas almas que están unidas a Dios. Como yo nunca había sentido previamente este tipo de unión con nadie, en aquel entonces me pareció algo bastante novedoso. No tenía dudas de que prevenía de Dios; lejos de apartar los pensamientos de Él, tendía a acercarlos más hacia Él. Disipó todos mis dolores y me estableció en una paz absoluta.

En un principio Dios le dio una gran apertura de corazón hacia mí. Me relató las misericordias de las que Dios se había valido con él, y algunas experiencias sobrenaturales que al principio me causaron cierto temor. Sospechaba que había cierto grado de ilusión mental, especialmente en lo que concernía a su forma de hablar del futuro; pero poco me imaginaba yo que Dios me usaría para sacarle de ese estado y llevarle al de la fe desnuda. Mas la gracia, que fluía desde su interior a mi alma, disipó aquellos temores. Me daba cuenta de que hacía gala de una humildad fuera de lo común. Lejos de regodearse en los dones que generosamente Dios le había otorgado, o en su profundo conocimiento y saber, no había otra persona que tuviera una opinión más baja de sí misma que él. En cuanto a mi hija, me dijo que lo mejor que podía hacer era llevarla a Tonon, lugar que él pensaba era muy adecuado para ella. En cuanto a mí, después de haberle mencionado mi desacuerdo con la forma de vida de los Nuevos Católicos, me dijo que, a la larga, no le parecía que mi lugar habría de estar entre ellos. Lo mejor que podía hacer era quedarme allí, libre de cualquier tipo de atadura, hasta que Dios, por la guía de su Providencia, me hiciera saber cómo habría de disponer de mí, y atrajera mi mente al lugar al cual me hubiese de mudar. Ya había empezado a levantarme a medianoche con regularidad con el propósito de orar. Me levantaba con estas palabras que repentinamente venía a mi mente, “Está escrito acerca de mí, haré tu voluntad, oh mi Dios.” A esto le acompañaba la más pura, penetrante e intensa medida de gracia que nunca haya experimentado. Aunque el estado de mi alma ya permanecía en novedad de vida, esta nueva vida no habitaba aún en esa inmutabilidad en la que se ha mantenido desde aquel entonces. Era una vida que comenzaba y un día que florecía, un día que se va abriendo hasta que alcanza su cenit en el cielo; un día al que nunca le precede la noche; una vida que ya no teme a la muerte, ni siquiera cuando ha de rozar su frío manto; puesto que ha sufrido la primera muerte, nunca más será herida por la segunda. A partir de la medianoche seguí postrada en mis rodillas hasta las cuatro de la mañana, en dulce comunión con Dios, y también hice lo mismo la noche ulterior.

Al día siguiente, tras los rezos, el Padre La Combe me dijo que tenía una grandísima certeza de que yo era una piedra que Dios había dispuesto para los cimientos de un gran edificio. No sabía más de ese edificio de lo que yo misma sabía. Por lo tanto, sea de la manera que haya de ser, tanto si Su divina Majestad habrá de hacer uso de mí en esta vida, por designios que sólo Él conoce, o hará de mí una de las piedras de la nueva Jerusalén celestial, me parece a mí que esa piedra no puede pulirse más que a golpe de martillo. Nuestro Señor le ha otorgado a esta alma mía las cualidades de la piedra, firmeza, resignación, insensibilidad, y la capacidad de soportar la tribulación bajo la acción de Su mano.

Me llevé a mi pequeña hija a las Ursulinas de Tonon. La niña le tomó mucho cariño al Padre La Combe, y decía, “Es un buen padre, es de Dios.” Aquí encontré a un ermitaño, al que llamaban Anselmo. Era una persona de la más excelsa santidad, santidad rara vez vista ya hacía tiempo. Era natural de Génova; milagrosamente, Dios le había sacado de allí a los doce años. Con diecinueve había tomado el hábito de eremita de la orden de San Agustín. Él y otro ermitaño vivían solos en una pequeña ermita, donde no veían a nadie salvo a los que iban a visitar la capilla. Había vivido doce años en esta cabaña, sin comer otra cosa que legumbres con sal, y algunas veces aceite. Tres veces a la semana se alimentaba de pan y agua. Nunca bebía vino, y por lo general sólo almorzaba una vez cada veinticuatro horas. Su camisa consistía en una áspera piel, y dormía en el suelo. Vivía en un continuo estado de oración, y en la mayor humildad. Dios había obrado a través de él muchas señales.

Este buen ermitaño tenía fuertes convicciones en cuanto al designio de Dios para el Padre La Combe y para mí. Sin embargo, al mismo tiempo Dios le mostró que nos esperaban angustias insólitas por delante; que ambos estábamos destinados al socorro de almas. No encontré lugar apropiado, al contrario de lo que esperaba, para mi hija en Tonon. Me vi a mí misma como Abraham, cuando iba a sacrificar a su hijo. El Padre La Combe dijo, “¡Bienvenida, hija de Abraham!.” Las muchachitas del convento, a las que enseñaban en la doctrina católica para hacer de ellas futuros practicantes, estaban todas mezcladas y habían contraído hábitos perniciosos. No pensé que sería bueno dejarla allí. El idioma del país, en el que casi nadie entendía el francés, y la comida, que ella no digería adecuadamente por ser muy diferente a la nuestra, eran grandes pruebas. Se despertó toda mi ternura, y me vi a mí misma como su destructor. Experimenté lo que Agar padeció cuando apartó de sí a su hijo Ismael en el desierto para que no tuviera que ver cómo moría. Pensé que si me había aventurado a exponerme, al menos debería haber guardado a mi hija. La pérdida de su educación, y aún de su vida, me parecía inevitable. Todo se mostraba opaco en lo concerniente a ella.

Por su disposición natural y buenas cualidades, podría suscitar admiración si se la educara en Francia, y hubiera sido muy probable que obtuviera proposiciones de matrimonio con las que nunca habría esperado encontrarse en este pobre país; en el cual, por otro lado, aún si llegara a recuperarse, nunca encajaría en nada. Aquí no podía comer de lo que se le ofrecía. Todo su sustento consistía en un poco de un desagradable y mal recibido caldo que le obligaba a tomarse contra su voluntad. Parecía un segundo Abraham, blandiendo el cuchillo para horadarla. Nuestro Señor quiso que la sacrificara, sin recibir consuelo alguno y llena de tristeza; un tiempo oscuro aquel en el que desahogué el golpe final. Él me hizo ver, por un lado la pena de su abuela si llegara a ella la noticia de su muerte, la cual imputaría al hecho de arrebatársela de su lado; por otro lado el duro reproche, que se extendería a toda la familia. Los dones naturales con los que había sido dotada eran ahora flechas intencionadas que me desgarraban. Creo que Dios lo dispuso así con el fin de purificarme de un excesivo apego humano que aún había en mí. Tras mi regreso de las Ursulinas de Tonon, cambiaron su dieta, y le dieron lo que era apropiado; en breve se recuperó.

 

CAPITULO 3

Tan pronto como se supo en Francia que me había marchado, se levantó un clamor generalizado. El Padre La Mothe me escribió y me dijo que todas las personas piadosas y de entendimiento se unían en censurarme. Para alarmarme todavía más, me informó de que mi suegra, en cuyas manos había depositado a mi hijo pequeño y el sustento económico de mis hijos, había caído en un estado mental infantil. Pero esto era falso. 

Respondí a todas estas terribles cartas según me iba guiando el Espíritu. Mis respuestas parecieron ser muy prudentes, y esas violentas exclamaciones pronto se tornaron en aplausos. Dio la impresión de que el Padre La Mothe cambió sus censuras en estimas; mas no duró mucho tiempo. El interés propio volvió a echarle atrás; se sentía defraudado en su esperanza de recibir una pensión, que esperaba yo le hubiese impuesto. La Hermana Garnier, sean cuales fueran sus razones, cambió de parecer y se declaró en contra mía.

Dormía y comía poco. La comida que se nos ofrecía estaba podrida y llena de gusanos debido a lo caluroso del ambiente y al largo tiempo que permanecía en la despensa. Lo que antes habría considerado con la mayor muestra de aborrecimiento, ahora se convertía en mi única forma de alimento. Sin embargo, todo se me hacía fácil. En Dios encontré, sin exagerar, todo lo que había perdido por Él. Ese Espíritu, que en una ocasión pensé había perdido a causa de mi extraña estupidez, me fue devuelto con ventajas inconcebibles. Me sorprendía de mí misma. Vi que no había nada para lo que no sirviera o en lo que no tuviera éxito. Los que me observaban decían que tenía una capacidad prodigiosa. Yo bien sabía que mi capacidad era escasa, pero en Dios mi Espíritu había recibido una cualidad que nunca antes había tenido. Creí experimentar parte del estado en que los apóstoles se encontraban después de que hubieran recibido el Espíritu Santo. Sabía, comprendía, entendía, fui capacitada para hacer todo lo necesario. Poseía toda clase de buena cosa y nada me faltaba. Cuando Jesucristo, la eterna sabiduría, es formado en el alma, tras la muerte del primer Adán, aquella se encuentra con que toda cosa buena le es comunicada en Él.

Algún tiempo después de mi llegada a Gex, el Obispo de Génova vino a vernos. Tan convencido y afectado estaba que no pudo evitar explayarse. Me abrió su corazón acerca de las cosas que Dios le había demandado en su vida. Me confesó sus propias desviaciones e infidelidades. Cada vez que le hablaba hacía eco de lo que yo le decía, y reconocía en ello la verdad. De cierto que era el Espíritu de la Verdad el que me inspiraba a hablarle, sin el cual no sería más que una bobalicona. Pero tan pronto como ciertas personas hablaban con él, personas que buscaban su propia preeminencia y el único bien que podían ofrecer provenía de ellas mismas, era lo suficientemente débil como para dejarse vencer por falsas imitaciones de la verdad. Esta debilidad ha evitado que hiciera todo el bien que de otra forma podría haber hecho.

Tras hablar con él dijo que tenía en mente la idea de asignarme al Padre La Combe como mi guía espiritual; dejó ver que era un hombre iluminado por Dios, que entendía bien el camino interno, y tenía un singular don para traer paz a las almas. Mucho me alegré cuando el Obispo le escogió, reconociendo por ello su autoridad y también la gracia que ya parecía haberme transmitido mediante una unión y efusión de vida y amor. Las fatigas que soportaba y los desvelos que sufría pensando en mi hija, me sumergieron en una violenta enfermedad secundada por tremendos dolores. A juicio de los doctores mi vida corría peligro, sin embargo, las hermanas de la casa me tuvieron bastante desatendida, en especial la encargada de la casa. Era tan mísera que no me proporcionaba lo necesario para sobrevivir. Yo no contaba ni con un solo penique al que aferrarme, pues no había apartado nada para mí. Aparte de esto, recibían todo el dinero que se me enviaba desde Francia, una suma considerable. Practiqué la pobreza, y estuve necesitada incluso entre aquellos a los que había dado todo. Como estaba tan enferma, escribieron al Padre La Combe solicitándole que me visitara. Al oír de mi lamentable condición, hasta tal punto le movió la compasión que caminó durante toda la noche. No viajaba de otra manera, tratando de imitar, como en todo lo demás, a nuestro Señor Jesucristo.

En el momento en que entró en la casa mis dolores remitieron; cuando hubo orado y me bendijo, imponiendo su mano sobre mi cabeza, sané por completo para gran asombro de los médicos, que no estuvieron dispuestos a reconocer el milagro.

Estas hermanas me aconsejaron volver al lado de mi hija. El Padre La Combe regresó conmigo. De camino se levantó en el Lago una fuerte tormenta que me mareó mucho, y parecía igualmente zarandear los sentidos del barco. Mas la mano de la Providencia se puso claramente de nuestro lado, hasta el punto que los marineros y pasajeros se percataron de ello. Veían al Padre La Combe como un santo. Llegamos a Tonon, donde me sentí tan buenamente recuperada que, en vez de hacer y usar los remedios que tenía intención de preparar, mantuve un retiro espiritual de 12 días. Aquí hice votos de perpetua castidad, pobreza y obediencia, prometiendo obedecer a lo que creyese ser la voluntad de Dios, a la iglesia, y honrar a Jesucristo de la forma que a Él le agradara.

En esta época descubrí que tenía la perfecta pureza del amor hacia el Señor, sin reserva, división, o forma alguna de interés propio. Pobreza perfecta, por la total privación de todo lo que era mío, interna y externamente. Perfecta obediencia a la voluntad del Señor, sumisión a la iglesia, y honor a Jesucristo al amarle sólo a Él, cuyo efecto se dejó ver en poco tiempo. Cuando por la pérdida de nosotros mismos entramos en el Señor, nuestra voluntad se hace una sola cosa con la Suya, según la oración de Cristo, “para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros... (Juan 17:21)”. Oh, pero entonces he aquí que la voluntad es hecha pura maravilla, primeramente por ser transformada en la voluntad del Señor, lo cual es el mayor de los milagros, y también por obrar maravillas en Él. Como el que desea en el alma es el Señor, ese deseo tiene su efecto. Apenas la voluntad desea y el deseo se convierte en realidad.

Mas algunos pueden decir, entonces, ¿por qué se han de soportar tantas opresiones? Si tienen tal poder, ¿por qué estas almas no se liberan de aquellas? Respondemos que si tuvieran voluntad para hacer algo parecido en contra de la divina providencia, esa sería la voluntad de la carne, o la voluntad del hombre, y no la voluntad de Dios. (Juan 1:13) (“Los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.”)

Por lo general me levantaba a medianoche, despertándome a la hora adecuada; pero si daba cuerda a mi despertador no solía despertarme a tiempo. Veía que el Señor ejercía el cuidado de un padre y un esposo sobre mí. Cuando sufría cualquier indisposición, y mi cuerpo requería descanso, Él no me despertaba; pero en ocasiones así sentía aún en mi sueño una singular posesión de Él. Han transcurrido algunos años durante los cuales únicamente he dormido como una especie de sueño a medias; mas mi alma velaba cada vez más en pos del Señor, en tanto que el sueño parecía querer captar toda mi atención. El Señor también hizo saber a muchas personas que me asignaría para ser madre de una gran muchedumbre, pero una muchedumbre simple y sencilla como un niño. Interpretaron estas palabras divinas de forma literal y pensaron que se referían a alguna congregación o institución. No obstante, a mí me daba la impresión de que las gentes a quienes al Señor le agradaría alcanzase para Él, y para las que yo sería como una madre, a través de su bondad, habrían de abrigar hacia mí el mismo lazo afectivo que los niños tienen hacia sus padres, aunque un lazo mucho más fuerte y profundo; Él me daría todo lo que necesitaran con el fin de conducirles al camino por el que Él les guiaría, como ya mostraré.

 

CAPITULO 4

En lo que a mí respecta, omitiría voluntariamente lo que voy a narrar a continuación si alguna porción de ello proviniera de mí, y también por la dificultad de expresarme y por el hecho de que pocas almas son capaces de entender caminos divinos de los que tan poco se sabe, y tan poco se comprende. Yo misma nunca he leído nada similar. Diré algo de la disposición interior en la que me encontraba entonces, y creo que el tiempo empleado se verá compensado si tiene utilidad para aquellos de vosotros que desean formar parte del número de mis niños; a aquellos que ya son mis niños les es útil para dejar que Dios se glorifique a Su manera, y no a la suya. Si hubiera algo que no comprendieran, que mueran a sí mismos. Les será mucho más fácil aprender por la experiencia que por cualquier cosa que yo pudiese decir; la expresión nunca puede igualarse a la experiencia.

Tras haber salido del estado de prueba del que he hecho mención, vi que había purificado mi alma en vez de ennegrecerla como había temido. Poseía a Dios de una forma tan pura, y tan inmensa, que nada podría igualarse. En cuanto a los pensamientos o deseos, todo estaba tan limpio, tan desnudo, tan perdido en la divinidad, que el alma no tenía movimiento egoísta alguno, por muy delicado o plausible que fuera; tanto las potencias de la mente como los propios sentidos estaban maravillosamente purificados. A veces me sorprendía de no encontrar ni un solo pensamiento egoísta. La imaginación, antaño tan inquieta, ya no me causaba problemas. Ya no sufría desconcierto o molestas reflexiones. La voluntad, estando totalmente muerta a todos sus apetitos, se había quedado desprovista de toda inclinación humana, tanto natural como espiritual, y sólo se inclinaba a lo que fuera que a Dios le agradara, y de la forma que Él gustase. Esta grandeza o amplitud, que no está restringida por nada, por muy simple o llano que pueda ser, aumenta cada día. Al compartir mi alma de las cualidades de su Esposo, también parece compartir de Su inmensidad. Mi oración se encontraba en una apertura y sencillez inconcebibles. Era nacida, por así decirlo, de lo alto, fuera de mí misma. Creo que a Dios le agradó bendecirme con esta experiencia. Al principio de la nueva vida Él me hizo comprender, para bien de otras almas, la simpleza y conveniencia de este pasar del alma a Dios.

Cuando iba a confesarme, sentía tal inmersión del alma en Él que a duras penas podía hablar. Esta ascensión del espíritu, desde el cual Dios atrae al alma tan poderosamente, no hacia sus más íntimos recesos, sino hacia Sí Mismo, no toma lugar hasta después de la muerte del yo. De hecho, el alma sale de sí misma para entrar en su objeto divino. Yo lo denomino muerte, o lo que es lo mismo, un pasar de una cosa a otra. De cierto que es una dichosa pascua para el alma, y su entrada en la tierra prometida. El espíritu, creado

para ser unido a su Origen divino, experimenta una tendencia tan poderosa hacia Él, que si no fuera detenido por un milagro continuo, esta movilidad característica suya haría que el cuerpo le siguiera, a causa de su impetuosidad y noble ascensión. Pero Dios le ha otorgado un cuerpo terrestre como contrapeso. Por lo tanto este espíritu, creado para ser unido a su Origen, sin medio o intersticio alguno, sintiéndose atraído por su objeto divino, tiende hacia éste con una violencia extrema; de un talante tal que sigue ardientemente en pos de Dios, el cual anula por un tiempo el poder del cuerpo para retener al espíritu. Cuando no está lo suficientemente purificado para pasar a Dios, vuelve de forma gradual a sí mismo; a medida que el cuerpo retoma sus propias cualidades, el espíritu también vuelve a la tierra. Los santos que han sido más perfeccionados han avanzado en esa dirección, hasta el punto de que el cuerpo quedase casi anulado. Algunos han obtenido esto al final de sus vidas, haciéndose sencillos y puros como los otros, porque entonces tuvieron en realidad y permanencia lo que al principio sólo tenían como arrebatos pasajeros, que concluían cuando el cuerpo prevalecía o dominaba. Por tanto, es verdad que el alma, muriendo a sí misma, entra en su Objeto divino. Esto es lo que experimenté entonces. Vi que, cuanto más lejos llegaba, tanto más se perdía mi espíritu en su Soberano, quien le atraía más y más a Sí Mismo. Al principio a Él le agradó que supiera esto por el bien de otros, y no por el mío propio. De cierto que atrajo mi alma más y más a Sí Mismo hasta que ésta se perdió de vista, y no podía ya percibirse a sí misma. Esto es al principio semejante a perderse en Él. Al igual que uno puede ver un río al desembocar en el océano, perderse en él, distinguiéndose durante cierto tiempo sus aguas de las aguas del mar, hasta que de forma gradual se transforma en el propio mar y posee todas sus cualidades, así se perdió mi alma en Dios, quien le comunicaba Sus cualidades, habiéndola apartado de todo lo suyo. Su vida es de una sencillez inconcebible, no conocida ni comprendida por aquellos que todavía están encerrados en sí mismos o que sólo viven para ellos mismos.

El gozo que un alma así posee en su Dios es tan grande, que experimenta la verdad de esas palabras del real profeta, “Todos los que están en ti, oh Señor, son como un pueblo cautivado por el gozo.” Parece que las palabras de nuestro Señor se dirigieran a un alma así, “Nadie os quitará vuestro gozo. (Juan 16:22)” Es como si se zambullera en un río de paz. Su oración es continua. Nada puede evitar que ore a Dios, o que le ame. Afirma holgadamente estas palabras del Cantar de los Cantares, “Yo dormía, pero mi corazón velaba”; pues puede ver que aún el propio sueño no le impide orar. ¡Oh, inefable felicidad! ¿Quién podría haber pensado alguna vez que un alma que parecía encontrarse en la más absoluta miseria, hubiera de hallar una felicidad similar a esta? Oh, feliz pobreza, feliz pérdida, feliz falta de todo, que otorga nada menos que al mismo Dios en Su propia inmensidad, ya no más circunspecto al limitado alcance de la criatura, sino siempre atrayéndola hacia fuera, para sumergirla por completo en Su propia esencia divina.

Es entonces cuando el alma sabe que todos los estados consistentes en agradables visiones, trances, éxtasis y raptos, son más bien obstáculos; no son de utilidad para este estado, muy por encima de aquellos otros; porque el estado que tiene apoyos, conlleva dolor en perderlos; no puede llegar aquí sin tal pérdida. En esto se confirman las palabras de un experimentado santo, “Cuando no poseía nada mediante el amor propio – decía él –, todo me era dado sin buscarlo.” ¡Oh, feliz muerte del grano de trigo, que le hace rendir al ciento por uno! Por tanto, el alma está tan pasiva, tan igualmente dispuesta a recibir de la mano de Dios bien o mal, que llega a ser sorprendente. Recibe uno u otro sin emociones egoístas, permitiendo que fluyan y desaparezcan como han venido. Se marchan como si nunca nos tocaran.

Al término de mi retiro con las Ursulinas de Tonon regresé a Gex pasando por Génova y, no habiendo encontrado ningún otro medio de transporte, un huésped francés me prestó un caballo. Como no sabía montar, puse algunas trabas; pero al asegurarme que era un caballo muy dócil, me aventuré a montarlo. Se encontraba allí una especie de herrero que, observándome con

una mirada salvajemente demacrada, le dio un palmetazo al caballo por detrás justo cuando acababa de montarme en él, lo cual le hizo dar un salto. Me tiró al suelo con tal fuerza que pensaron me había matado. Caí sobre mi sien. Me rompí la mandíbula y dos dientes. Fui socorrida por una mano invisible y en poco tiempo monté lo mejor que pude en otro caballo, y un hombre que me acompañaba a mi lado, me mantenía erguida.

Una vez que llegamos a Gex mis familiares me dejaron tranquila. En París habían oído hablar de mi milagrosa curación; allí levantó un gran revuelo. Después de eso me escribieron muchas personas con fama de santidad. Recibí correspondencia de Mademoiselle De Lamoignon y de otra joven, a la que tanto tocó mi respuesta que me envió cien monedas de oro para la comunidad, y aparte me hizo saber que cuando necesitáramos dinero, sólo con escribirle ella me enviaría todo cuanto quisiera. En París hablaron acerca de publicar un relato del sacrificio que había hecho, incluyendo el milagro de mi repentina recuperación. No sé qué lo impidió; pero tal es la inconstancia de la criatura que este viaje, en aquel entonces fuente de tanto aplauso, ha servido de pretexto para la extraña condena que desde entonces ha recaído sobre mí.

 

CAPITULO 5

Mis amistades cercanas no mostraron ningún anhelo por mi retorno. La primera cosa que me propusieron, un mes después de mi llegada a Gex, no sólo era dejar mi protección, sino poner sobre toda mi propiedad a mis niños y reservar una anualidad para mí. Esta proposición, viniendo de personas que no miraban nada más que su propio interés, a alguno puedo haberle parecido muy antipática; pero yo no era ninguno de los reyes magos. No tenía ningún amigo para aconsejarme. No sabía de nadie a quien pudiera consultar sobre la manera de formalizar la situación, cuando era libre y realmente deseosa de hacerlo. Me pareció que ahora tenía los medios de lograr el sumo deseo que tenía de ser conformada a Jesús Cristo, pobre, desnudo, y despojado de todo. Me enviaron un contrato para ejecutar, que había sido redactado bajo su inspección, y yo inocentemente lo firmé, no percibiendo algunas cláusulas que se insertaron en el mismo. Expresando, que cuando mis niños muriesen, no debo heredar nada de mi propia propiedad, sino que debe revolver a mis parientes. Había muchas otras cosas que parecían estar igualmente en mi desventaja. Sin embargo, lo que me habían reservado a mí era suficiente para sostenerme en este lugar; todavía apenas era suficiente para hacerlo en otros lugares. Entonces dejé mi propiedad con más alegría, por ser a consecuencia de esto conformada a Jesús Cristo, que podrían tener ellos me preguntaba. Es algo de lo que nunca me he arrepentido, ni tenía ninguna inquietud sobre ello. ¡Qué placer perder todo por el Señor! El amor a la pobreza, así contraído, es el reino de la tranquilidad.

Me olvidé mencionar que acabar en mi miserable estado de privación, cuando precisamente estaba preparada para entrar en la novedad de vida, nuestro Señor me iluminó tan claramente para ver que las cruces exteriores vinieron de Él, que no podía albergar resentimiento contra las personas que me las procuraron. Al contrario, sentía ternura y compasión por ellas, y tenía más dolor por las aflicciones que inocentemente les causé, que por cualquiera de las que ellos habían apilado sobre mí. Vi que estas personas eran temerosas del Señor, cuando me oprimían tanto, era porque no lo conocían. Vi Su mano en esto, y sentía el dolor que ellos sufrieron, por los disgustos de sus humores. Es difícil concebir la ternura que el Señor me dio para ellos, y el deseo que he tenido, con suma sinceridad, de procurarles toda clase de ventajas.

Después del accidente que me ocurrió (caída del caballo) del que maravillosamente me recuperé pronto, el Diablo empezó a declararse mí enemigo más abiertamente, escapándose esto fue monstruoso. Una noche, cuando yo menos pensaba en él, algo muy monstruoso y espantoso se presentó. Parecía una especie de cara formada por una tenue luz azulada. No sé si la llama misma compuso esa cara horrible o apariencia; porque era confusa y pasó rápidamente, que yo no pude discernirla. Mi alma descansó en su situación de calma y convicción, y después no apareció nunca más de esa manera. Cuando me levanté a medianoche para orar, oí ruidos espantosos en mi cámara y después de que me hube acostado todavía fue peor. Mi cama a menudo se agitaba durante un cuarto de hora, y se rompieron todas las cortinas. Todas las mañanas mientras esto continuó, aparecían desgarradas y hechas añicos, a pesar de todo no sentí miedo. Me levanté y encendí mi vela en una lámpara que guardaba en mi cuarto, porque la había tomado de la oficina del sacristán y cuidaba de despertar a las hermanas a la hora de levantarlas, sin haber fallado ni una vez por mis indisposiciones, siempre siendo la primera en todas las observancias. Hice uso de mi pequeña luz para examinar el cuarto y las cortinas, al mismo tiempo el ruido era más fuerte. Cuando él vio que no estaba asustada, él se marchó súbitamente, y no me atacó nunca más personalmente. Pero revolvió a hombres despiertos contra mí, y en eso tuvo mucho más éxito que con él; porque los halló dispuestos para hacerme lo que les incitó, celosamente, ya que ellos contaban con una cosa buena para hacerme el peor de los daños.

Una de las hermanas que yo había traído conmigo, una muchacha muy bonita, contrajo una intimidad con un eclesiástico, quien tenía autoridad en este lugar. Al principio él le inspiró una aversión por mí, estando bien seguro que si ella confiaba en mí, yo debía aconsejarle que no sufriera sus visitas tan frecuentemente. Emprendía un retiro religioso. Ese eclesiástico estaba deseoso y la inducía que lo hiciera, para ganarse su entera confianza, lo que también habría servido como una capa a sus frecuentes visitas. El Obispo de Génova había asignado al Padre La Combe como director de nuestra casa. Cuando él viniera para hacer retiros, yo deseé que ella le esperara. Cuando me hube ganado parte de su estima, ella sometió incluso su inclinación contra lo que habría hecho bajo este eclesiástico. Empecé a hablar con ella sobre el tema de la oración interior, y la dirigí en la práctica de este deber. Nuestro Señor le dio tal derrame de bendición que esta muchacha se dio a Dios bien en serio, y con todo su corazón, y el retiro la convenció completamente. Entonces se volvió más reservada, guardándose de este eclesiástico, lo que le molestó sumamente. Se enfureció contra el Padre La Combe y conmigo. Esto demostró la fuente de las persecuciones que después me ocurrieron. El ruido en mi cámara puede que tuviera que ver con él, acabó cuando esto comenzó.

Este eclesiástico empezó a hablar privadamente de mí con mucho desprecio. Lo supe, pero no le di ninguna importancia. Allí vino cierto fraile a verlo, quién odiaba mortalmente al Padre La Combe, a causa de su formalidad. Éstos se combinaron para obligarme a que dejara la casa, para poder hacerse los amos de ella. Todas las maldades que pudieron inventar las usaron con ese propósito.

Mi forma de vida era tal, que en la casa no me entrometí en ningún asunto, dejando a las hermanas disponer de las temporalidades como quisieron. Poco después mi ingreso recibí mil ochocientas libras, que una señora amiga mía, me prestó para completar nuestro mobiliario, se las devolví cuando renuncié a mi finca. Esta suma la recibieron, además de lo que anteriormente les había dado. A veces hablaba un poco a aquellos que se retiraron allí para volverse católicos. Nuestro Señor favoreció con tanta bendición lo que les dije, que algunas, quienes no sabían antes qué hacer, llegaron a ser mujeres sensatas, sólidas, y ejemplares en piedad.

Vi abundantes cruces de las que probablemente muchas caerían sobre mí. Al mismo tiempo me vinieron estas palabras, “El cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz.” Heb. 12:2. Yo me postré durante mucho tiempo con mi cara en tierra, deseando seriamente recibir todos sus golpes. ¡Oh, El que no escatimó nada a su propio hijo! No pudiendo encontrar a ninguno excepto a Él digno de Ti, y aun encontraste en Él los corazones que son Tuyos.

Unos días después de mi llegada a Gex, vi en un sagrado y misterioso sueño (porque como tal yo lo distinguí muy bien) al Padre La Combe atado a una cruz enorme, desnudado de la misma manera como ellos pintan a nuestro Salvador. Vi alrededor de él una muchedumbre espantosa, que me llenó de confusión, y arrojaban sobre mí la ignominia de su castigo. Él parecía tener la mayor parte del dolor, pero yo más reproches que él. Después he visto esto totalmente cumplido.

El eclesiástico puso de su parte a una de nuestras hermanas que era camarera de la casa y poco después la priora. Yo estaba muy delicada, la buena disposición que tenía no le daban fuerzas a mi cuerpo. Tenía a dos criadas para servirme; sin embargo, cuando la comunidad tenía necesidad de una de ellas para la cocina, y la otra para asistir a la puerta y para otras ocasiones, yo las dejaba, no pensando que les permitirían algunas veces servirme. Además de esto, aun les permití recibir todos mis ingresos, habiendo recibido ya mi primera mitad de la anualidad de este año. A pesar de todo no permitieron a ninguna de mis sirvientas, hacer algo para mí. Me

obligaron a que barriera la iglesia que era muy grande por mi oficio de sacristán, y no permitían que nadie me ayudara. Tuve varias veces desmayos encima de la escoba y me veía forzada a descansar en las esquinas. Esto me obligó a rogarles, que el barrido lo hicieran algunas de las fuertes muchachas de la campiña que pudieran soportarlo, los Nuevos Católicos, por fin tuvieron la caridad de consentir. Lo que más me avergonzó fue el que yo nunca había lavado. Me obligaron ahora a que lavara toda la ropa blanca de la sacristía. Tomé a una de mis sirvientas para ayudarme, porque intentándolo lo había hecho torpemente. Estas hermanas la halaron por los brazos fuera de mi cámara, diciéndola que debía hacer su propio trabajo. Les permití calladamente pasar, sin poner ninguna objeción. La otra buena hermana, la muchacha que escuetamente mencioné, creció más ferviente. Por la práctica de la oración en su dedicación al Señor, llegó a ser más cariñosa y simpática conmigo. Esto irritó a este eclesiástico. Después de todos sus impotentes esfuerzos aquí, se marchó a Annecy para sembrar discordia, y hacer más daño al Padre La Combe.

 

CAPITULO 6 

Fue directamente al Obispo de Génova, quien hasta entonces había manifestado mucha estima y bondad por mí. Lo persuadió, que sería apropiado afianzarme en esa casa, para obligarme a que dejara el ingreso anual que había reservado para mí; comprometerme a ello, haciéndome priora. Él había ganado semejante influencia sobre el Obispo, que la gente del país lo llamaron el Pequeño Obispo. Él lo atrajo para que aceptara sinceramente y con celo esta proposición, para llevarla adelante a cualquier precio.

El eclesiástico, hasta ahora había llevado adelante su plan, y estaba inflado con su éxito, ya no se guardó en ninguna medida con respecto a mí. Empezó con causar que todas las cartas que envié, y las que iban dirigidas a mí, fueran retenidas. Eso era para al tenerlas en su poder, cambiar a su placer las mentes de los demás, y que yo sin poder conocerlo, ni para defenderme, ni dar o enviar a mis amigos cualquier cuenta de la forma en la que fui tratada. Una de las sirvientas que había traído quería volver. Ella no podía tener ningún descanso en este lugar, la otra que se quedó estaba débil, demasiado ocupada para ayudarme en algo. Como el Padre La Combe iba a venir pronto, pensé que él ablandaría el espíritu violento de este hombre, y que me daría el consejo apropiado.

Entretanto me propusieron la asociación, y el puesto de priora. Contesté, acerca del asociación que era imposible para mí, puesto que mi vocación estaba en otra parte. Y no podía ser con regularidad la priora, hasta después de pasar el noviciado, en el que todas teníamos que servir dos años antes de comprometerse. Cuando debería haber hecho tanto, debería ver cómo Dios me inspiraría. La priora contestó muy ásperamente, que si yo los dejara alguna vez que era mejor para mí hacerlo inmediatamente. Todavía no ofrecí retirarme, pero continuaba a pesar de eso actuando como de costumbre. Yo vi el cielo que gradualmente se nublaba recogiendo tormentas en cada lado. La priora entonces afectando un aire más apacible. Me aseguró, que tenía deseo, así

como yo, de ir a Génova; que no debía comprometerme, pero sólo le prometí llevarla conmigo, si yo fuera allá. Fingió poner una gran confianza en mí, y profesó una gran estima por mí. Cuando soy muy libre, y no tengo nada más que honradez, yo le permití que supiera que no sentía ninguna atracción por la forma de vida de los Nuevos católicos, por causa de sus intrigas. Varias cosas no me agradaron, porque quería que fueran rectos en todo. Significó que ella no consintió a tales cosas, sino porque ese eclesiástico le dijo que ello era necesario para dar crédito a la casa en partes distantes y obtener caridades de París. Contesté que si caminamos rectamente delante de Dios nunca nos faltaría. Él haría pronto milagros por nosotros. Le comenté que cuando, en lugar de sinceridad, se recurre al artificio, la caridad se vuelve fría, y la misma queda callada. Es Dios solo quién inspira la caridad; ¿cómo, entonces, va a ser atraída con fingimientos? 

Poco después, el Padre La Combe vino a causa de los retiros. Ésta era la tercera y última vez que vino a Gex. La priora, después de que había estado maniobrando un buen trato conmigo, le había escrito una larga carta antes de su venida, y recibió su respuesta, que me mostró, ahora fue a preguntarle si algún día se uniría a mí en Génova. Él contestó con su honradez habitual, “Nuestro Señor me ha hecho saber que usted nunca se establecerá en Génova.” Poco después ella murió. Cuando profirió esta declaración, parecía enfurecida contra él y conmigo. Ella fue directamente a ese eclesiástico que estaba en un cuarto en la casa de las sirvientas; y juntos tomaron sus medidas, obligarme a comprometerme o retirarme. Ellos pensaron que yo me comprometería antes que retirarme, y miraron mis cartas.

Con un plan para tenderle una trampa, le rogó al Padre La Combe Padre que predicara. Él lo hizo sobre este texto, “hermosa es la hija del rey en su morada.” Ese eclesiástico que estaba presente con su confidente, dijo que se predicó contra él, y que estaba lleno de errores. Él preparó ocho proposiciones, e insertó en ellas cosas que no había predicado, ajustándolo tan

malévolamente como pudo, entonces los envió a uno de sus amigos en Roma, para hacerlo examinar por la Sagrada Congregación, y por la Inquisición. Sin embargo, lo había resumido muy malamente, y en Roma se pronunciaron a favor. Después de haber sido tratado por él de esta manera, ultrajándole con los oprobios y términos más ofensivos, el Padre, con mucha suavidad y humildad, le dijo que se iba a Annecy acerca de unos asuntos del convento. Si él tenía algo que escribir al Obispo de Génova, cuidaría su carta. Él deseó entonces que esperara un rato, mientras iba a escribir. El buen Padre tuvo la paciencia de esperarle por más de tres horas, sin tener noticias de él; aunque él lo había tratado sumamente mal, hasta ahora ya que le robo una carta que le había dado para ese ermitaño tan digno que he mencionado. Oyendo que no se había ido, sino que todavía estaba en la iglesia, fui a él, y le rogué que enviara a ver si los paquetes de los otros estaban listos. Se pasó el día, ahora se vería obligado a alojarse por el camino. Cuando el mensajero llegó, encontró al sirviente del eclesiástico en el lomo del caballo, le ordenó ir a toda velocidad, para estar en Annecy antes que el Padre. Entonces le dio por respuesta, que no tenía ninguna carta para enviar por medio de él. Esto fue ideado así, para que pudiera ganar tiempo para predisponer al Obispo para sus propósitos. El Padre La Combe partió entonces para Annecy, y a su llegada halló la predisposición del Obispo, de muy mal humor. Ésta fue la esencia del discurso

 OBISPO--Usted debe comprometer absolutamente a esta dama para dar lo que tiene a la casa de Gex, y hacerla priora de ella. 

F. LA COMBE--Mi señor, usted sabe lo que se ha dicho de su vocación, tanto en París como en este país. Por consiguiente, no creo que se comprometa; ni existe allí ninguna probabilidad que, después de dejarla todos, en la esperanza de entrar en Génova, deba comprometerse en otra parte, y a causa de esto no poder lograr los planes de Dios respecto a ella. Ella ha ofrecido quedarse con esas hermanas como una pensionista. Si la guardan como a tal, permanecerá con ellos; si no, ella resuelve retirarse en algún convento, hasta que Dios disponga de otra manera.

OBISPO—conozco todo eso; pero igualmente sé que ella es también muy obediente, que, si usted se lo ordena, ciertamente lo hará. 

F. LA COMBE--es por esa razón, mi señor que uno ha de ser muy cauto en las órdenes que se le den. ¿Puedo inducir a una dama extranjera, quien para toda su subsistencia, tiene una mísera pensión que ha reservado para ella, que la de en favor de una casa que no se ha establecido todavía, y quizás nunca lo será? ¿Si la casa tiene que fracasar, es que se mantendrá, porque esa señora viva allí? ¿y si va al hospital? Y de hecho esta casa no estará mucho tiempo en uso, desde que no hay ningún protestante en ninguna parte de Francia cerca de ella. 

OBISPO--Estas razones no son buenas para nada. Si usted no la hace cumplir lo que he dicho, le degradaré y lo suspenderé.

Esta manera de hablar sorprendió un poco al Padre. Pues él entiende bastante bien las reglas de suspensión que no se ejecutan en tales cosas. Él contestó:

“Mi señor, estoy listo, no sólo para sufrir la suspensión, sino incluso la muerte, en lugar de hacer algo contra mi conciencia.” Habiendo dicho esto, se retiró.

Directamente me envió este informe por un expreso, con el fin que yo pudiera tomar las medidas apropiadas. No tenía ningún otro rumbo que coger salvo el retirarme en un convento. Recibí una carta informándome que la monja a quien yo había confiado a mi hija se había puesto enferma, y deseaba que yo fuera con ella por algún tiempo. Les mostré esta carta a las hermanas de nuestra casa, diciéndoles que yo tenía en mente ir; por si ellos dejaran de perseguirme, y dejaran al Padre La Combe en paz, yo volvería en cuanto la señora de mi hija estuviera recuperada. En cambio, me persiguieron más violentamente, escribieron a París contra mí, retuvieron todas mis cartas, y enviaron libelos contra mí alrededor del país.

Al día siguiente de mi llegada a Tonon, el Padre La Combe partió hacia el valle de Aoust, para predicar allí en Cuaresma. Él había venido a despedirse de mí, y me dijo que debía ir de allí a Roma, y quizás no volvería, ya que sus superiores podrían retenerlo allí; que sentía dejarme en un país extraño, sin socorro, y perseguida por todos. Contesté, “Mi padre, no me da dolor; yo uso las criaturas para Dios, y por Su orden. A través de Su misericordia, yo estoy muy bien sin ellos, cuando Él los retira. Estoy muy contenta de no verlo nunca, y de morar bajo la persecución, si tal es Su voluntad.” Dijo que se iba muy satisfecho por verme en tal disposición, y entonces partió.

En cuanto volví con las Ursulinas, un sacerdote muy viejo y pío, que por veinte años no había salido de su soledad, vino a buscarme. Me dijo que tuvo una visión relativa a mí; que había visto a una mujer en un barco en el lago; y que el Obispo de Génova, con algunos de sus sacerdotes, ejercían todos sus esfuerzos para hundir el barco en que ella estaba, y ahogarla; aquella visión continuó sobre dos horas, con dolor de espíritu; que a veces parecía como que si esta mujer realmente se ahogó, durante algún tiempo ella ciertamente desapareció; pero después aparecía de nuevo, y lista para escapar del peligro, mientras el Obispo nunca cesó de perseguirla. Esta mujer asimismo estaba siempre en calma; pero nunca se vio completamente libre de él. De donde yo concluyo, agregó él, que el Obispo la perseguirá sin intermisión. 

Tenía una amiga íntima, esposa de ese gobernador de quien he hecho alguna mención. Cuando vio que yo había renunciado a todo por Dios, tenía un ardiente deseo de seguirme. Con diligencia hizo disponer de todos sus efectos y resolvió sus asuntos para venir a mí; pero cuando oyó hablar de la persecución, ella se descorazonó para venir a un lugar, donde pensaba que me obligarían a retirarme. Poco después murió.

 

CAPITULO 7

Después de que el Padre La Combe se fue, la persecución levantada contra mí se puso más violenta. Pero el Obispo de Génova todavía me mostró un poco de cortesía, también para intentar si pudiera prevalecer en mí para hacer lo que él deseaba, mientras sondeaba fuera cómo pasaron los asuntos en Francia, y perjudicar las mentes de las personas de allí contra mí, impidiéndome recibir las cartas que me enviaban. El eclesiástico y su familia tenían veintidós cartas interceptadas, abiertas, en su mesa. Había una en la que se me envió un poder del abogado para firmarlo, de consecuencia inmediata. Se vieron obligados a ponerlo bajo otro sobre, y me lo enviaron. El obispo escribió al Padre La Mothe, y no tuvo dificultad para ponerlo de su parte. Él estaba disgustado conmigo por dos motivos. Primero, que no había establecido para él una pensión, cuando lo esperaba, y ya me lo dijo muy bruscamente varias veces. Segundo, no seguí su consejo en todo. Él declaró enseguida contra mí. El obispo le hizo su confidente. Era él quién profirió y extendió las noticias en el extranjero sobre mí. Imaginaron, como se supuso, que anularía la donación que había hecho, si volviera; que, teniendo el apoyo de amigos en Francia, yo encontraría los medios de romperlo; pero en eso estaban muy equivocados. No tenía pensado en amar ninguna cosa sino la pobreza de Jesús Cristo. Durante algún tiempo todavía, el Padre actuó con cautela hacia mí. Él me escribió algunas cartas, que él dirigió al Obispo de Génova, y ellos estaban de acuerdo de este modo, que fue la única persona de quien recibí alguna carta a las que yo contesté con respuestas muy conmovedoras. Él, en lugar de estar emocionado con ellas, sólo se volvió más irritado contra mí.

El obispo continuó tratándome con muestras de respeto; sin embargo, al mismo tiempo escribió a muchas personas en París, como lo hizo también a las hermanas de la casa, y a todas esas personas piadosas que me habían escrito cartas, para predisponerlos tanto como fuese posible en contra mía. Para evitar el reproche que naturalmente caería sobre ellos por haber tratado tan indignamente a una persona que ha dejado todo para consagrarse al servicio de esa diócesis. Después de que yo hube hecho esto, y no estando en situación de volver a Francia, me trataron sumamente mal respecto a todo. Pocas historias falsas o fabulosas quedaban, probablemente para ganar algún crédito, que ellos no inventaran para hacerme llorar. A mi lado no tenía ninguna forma de hacer que la verdad fuera conocida en Francia, nuestro Señor me inspiró para sufrir todo de buena gana, sin justificarse; para que en mi caso nada se oyera sino condenación, sin ninguna vindicación. 

Yo estaba en este convento, y había visto al Padre La Combe nada más de lo que he mencionado; a pesar de todo ellos no dejaron de propagar, de los dos de él y de mí, las historias más escandalosas; tan absolutamente falsas como algo pudiera ser, porque él estaba entonces a ciento cincuenta leguas de mí.

Por algún tiempo fui ignorante de esto. Cuando supe que todas las cartas se me mantuvieron escondidas, dejé de preguntarme porque no recibía ninguna. Viví en esta casa con mi hija pequeña en un reposo dulce, que fue un gran favor de la Providencia. Mi hija se había olvidado de su francés, y entre las muchachas pequeñas de las montañas había adquirido una mirada salvaje y modales desagradables. Su ingenio, sentido y juicio, eran de hecho sorprendentes, y su disposición sumamente buena. Tenía sólo algunos pequeños ataques de terquedad, que habían sido causados, por ciertas contrariedades a destiempo, carantoñas mal aplicadas, y por falta de colaboración en la manera apropiada de su educación. Pero el Señor proveyó respecto a ella. Durante este tiempo mi mente fue mantenida en calma y resignada a Dios. Después esa hermana tan buena casi continuamente me interrumpía; yo contesté a todo lo que deseó de mí, ambas fuera de condescendencia, desde un principio la había obedecido como un niño.

Cuando estaba en mi apartamento, sin ningún otro director que nuestro Señor por Su Espíritu, en cuanto uno de mis niños pequeños viniera a golpear a mi puerta, él me requirió que admitiera la interrupción. Él me mostró que no son las acciones de ellos mismos lo que le agrada, sino la obediencia lista constantemente a cada descubrimiento de Su voluntad, incluso en las cosas diminutas, con tal flexibilidad, como para no apegarse a nada, sino en quietud para volver con Él a su llamada. Mi alma era entonces, pensé, como una hoja, o una pluma que el viento mueve siempre de la manera que le agrada y el Señor nunca soportará que un alma tan dependiente, y dedicada a Él, sea engañada.

La mayoría de los hombres me parecen muy injustos, cuando prontamente se entregan a otro hombre, y les parece que eso es prudente. Ellos confían en hombres que no son nada, y audazmente dicen, “tal persona no puede engañar.” Pero si uno habla totalmente de un alma entregada a Dios que lo sigue fielmente, gritaran en alto, “Esa persona se engaña con su entrega.” ¡Oh, el Amor divino! ¿No das Tú como quieres toda fuerza, fidelidad, amor, o sabiduría, para dirigir a los que confían en Ti que son Tus hijos más queridos? He visto hombres descaradamente decir, “Sígame, y usted no se desviará.” ¡Qué triste es que esos hombres se desviaran por su presunción! Cuánto antes debería irme de quién tendría miedo que me llevara a conclusiones erróneas; no confiando en sus conocimientos ni experiencia, ¡sólo dependería de Dios!

 Nuestro Señor me mostró, en un sueño, dos maneras por las que las almas dirigen su curso, bajo la figura de dos gotas de agua. La una aparecía ante mí de una belleza incomparable, brillo y pureza; la otra también brillaba, sin embargo, llena de pequeñas rayas; ambas buenas para apagar la sed; la anterior completamente agradable, pero la última no era tan perfectamente agradable. Por la anterior se representa el camino de la fe pura y desnuda que agrada al Esposo mucho, es tan pura, así limpia de todo amor al ego. El camino de las emociones o dones no es así; sin embargo, es por el que muchas almas ilustradas caminan, y al que ellos habían atraído al Padre La Combe. Pero Dios me mostró, que Él me había dado, atraerme a uno más puro y perfecto. Hablé ante las hermanas, estando él presente, del camino de fe, cuánto más glorioso era a Dios, y ventajoso para el alma, que todos esos regalos, emociones y convicciones, que en la vida nos causan vivir para el ego. Esto las descorazonó al principio y a él también. Yo vi que estaban dolidos, desde que me lo confesaron. No dije nada más en ese tiempo. Pero, como él es una persona de gran humildad, me pidió que desarrollara lo que había querido decirle. Le dije una parte de mi sueño de las dos gotas de agua; todavía, él no entraba entonces en lo que dije, el tiempo para él todavía no había llegado. Cuando vino a Gex, fue para hacer los retiros. Le dije ciertas circunstancias de un tiempo pasado; él recordó que fue el tiempo más extraordinario un toque con el que el Señor lo favoreció, que realmente se agobió con contrición. Esto le dio tal renovación interior que, se retiró a orar, en un estado de ánimo muy ardiente, estaba repleto de alegría, y poseído de una poderosa emoción que lo hizo entrar dentro de lo que yo le había dicho del camino de fe. Revelo estas cosas, cuando vienen a mi memoria, sin llevarlas en orden.

 Después de Pascua, en 1682, el obispo vino a Tonon. Tuve ocasión para hablarle, lo que yo había hecho, nuestro Señor de tal

modo agudizó mis palabras que parecieron convencerle completamente. Pero aquellas personas lo habían influido antes de venir. Entonces me presionó muchísimo para que volviera a Gex y tomara el puesto de Priora. Le di las razones contra esto. Entonces apelé a él, como obispo, deseando que tuviera cuidado de no considerar nada más que a Dios en lo que debía decirme. Él se quedó confuso; y entonces me dijo, “Desde que me habla de semejante manera, yo no puedo aconsejarle. No está por nosotros ir contra nuestras vocaciones; sino servir, ore usted, por esta casa.” Yo le prometí hacerlo. Había recibido mi pensión, y les envié cien monedas de oro, planeando hacer lo mismo mientras yo estuviera en la diócesis. El obispo me dijo, “yo amo al Padre La Combe. Él es un verdadero siervo de Dios y me ha dicho muchas cosas que me forzaron a que asintiera porque las sentía dentro de mí. Pero,” agregó, “cuando digo así, me dicen que estoy equivocado, y que antes de que pasen seis meses andaré disparatado.” Él me dijo, “que aprobó a las monjas que habían estado bajo el cuidado y la instrucción del Padre La Combe, encontrándolas completamente ascendidas por lo que había oído hablar de ellas.” Entonces aproveché la ocasión para decirle “que todo debería consultarlo él mismo en su interior, siguiendo inmediatamente las instrucciones allí recibidas, y no a otros.” Estuvo de acuerdo con lo que dije, y reconoció que era correcto; a pesar de todo nada más regresar, tan grande era su debilidad que retomó sus posturas anteriores. Envió al mismo eclesiástico a que me dijera que yo debía comprometerme en Gex; que era su sentimiento. Contesté, que estaba decidida a seguir el consejo que él me había dado, cuando me había hablado como de Dios, desde ahora ellos sólo hablaban como hombres.

 

CAPITULO 8 

Mi alma estaba en un estado de completa resignación y muy satisfecha, en medio tempestades tan violentas. Esas personas vinieron a contarme un centenar de cuentos extravagantes contra el Padre La Combe. Lo que más me dijeron fue en su contra, entonces más estima yo sentía por él. Les contesté, “Quizás nunca lo veré de nuevo, pero me alegraré de que alguna vez se le haga justicia. No es él quién me impide comprometerme en Gex. Sólo es porque sé que no es mi vocación.” Me preguntaron, “¿Quién podría saberlo mejor que el obispo?” Más allá me dijeron, “que estaba bajo un engaño, y que mis afirmaciones no eran buenas para nada.” Esto no me produjo ninguna inquietud, habiendo remitido la aflicción que requerían a Dios, y de demandar lo que Él requiera, sea de la manera que Él lo demande. 

Un alma en este estado no busca nada para sí misma, sino todo para Dios. Algunos dirían, “¿Qué, hace, entonces esta alma?” Se deja ser dirigida por las providencias y vivencias de Dios. Exteriormente, su vida parece bastante común; interiormente, se resigna totalmente a la voluntad divina. La mayoría de las cosas parecen adversas, y aún desesperadas, está en la mayor calma, a pesar de la molestia y dolor de los sentidos y de las criaturas que, durante algún tiempo después de la nueva vida, levantan algunas nubes y obstrucciones, como he significado ya. Pero cuando el alma ha pasado enteramente dentro del interior de su Ser original, todas estas cosas nunca más causan ninguna separación o división. Ella no halla más de esas impurezas que vinieron de

buscar por si mismo, de actuar de una manera humana, de una palabra no medida, de cualquier emoción acalorada o avidez, lo que causó tal niebla, como entonces podrían prevenir o remediar nada, habiendo experimentado tan a menudo sus propios esfuerzos, sería inútil, e incluso perjudicial, cuanto más haga a pesar de eso, más y más la mancha. En tal caso no hay ningún otro camino o medio de remediarlo, sino esperando hasta que el Sol de Rectitud disipe esas nieblas. El trabajo entero de purificación sólo viene de Dios. Después esta conducta llega a ser natural; entonces el alma puede decir con el profeta real, “Aunque un ejército acampe contra mí, no temerá mi corazón; aunque contra mí se levante guerra, yo estaré confiado [en él]” Para entonces, aunque asalten por cada lado, continúa firme como una roca. No teniendo ningún deseo sino tener la vista puesta en lo que Dios ordene, él es quién lo puede, alto o bajo, grande o pequeño, dulce o amargo, honor, riqueza, vida, o cualquier otro objeto, ¿puede agitar su paz? Es verdad, nuestra naturaleza es tan astuta que se introduce a través de todo; una visión egoísta es como el basilisco, destruye.

Estos procesos son adaptados al estado del alma, vayan conducidos por luces, regalos, o éxtasis, o por la destrucción completa del ego en el camino de la fe desnuda. Ambos estados se hayan en el apóstol Pablo. Nos dice, “Y para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca sobremanera.” Él oró tres veces, y se le dijo, “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad.” Experimentó también otro estado cuando se expresó así, “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” A lo que replica, “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro.” Es Él quién vence a la muerte en nosotros a través de Su propia vida. Entonces no hay nunca mas un aguijón de muerte o espina en la carne capaz de dañar o producir dolor.

Al principio de hecho, y después durante un tiempo bastante largo, el alma que ve esta naturaleza desea tomar alguna parte en sus procesos; entonces su fidelidad consiste en detenerla, sin permitirle la menor indulgencia, hasta que deja todo para seguir con Dios en pureza cuando viene de Él.

Hasta que el alma esté en este estado, siempre lo manchará, por su propia mezcla, la operación de Dios; es semejante a esos riachuelos que acortan la corrupción de los lugares a través de los que pasan, pero, fluyendo en un lugar puro, entonces permanecen en la pureza de su fuente. A menos que Dios a través de la experiencia, haga conocer Su guía al alma, esta nunca podrá comprenderlo.

¡Oh, si las almas tuvieran el valor suficiente para resignarse a la obra de purificación, sin tener ninguna débil e imprudente piedad en si mismos, que noble, rápido y feliz progreso podrían hacer! Pero a poco de dejar tierra. Si ellos avanzan unos pasos, en cuanto el mar se embravece son abatidos; lanzaran el ancla, y a menudo desisten de la prosecución del viaje. Cosas así trastornan como resultado del interés egoísta y causan amor al yo. Ello es consecuencia no de no mirar demasiado el propio estado de uno, no perder valor, no permitirse el lujo de alimentar el amor propio que está tan profundamente arraigado, es por ello que su imperio no se demuele fácilmente. A menudo la idea que un hombre falsamente concibe de la grandeza de su avance en la experiencia divina, le hace querer ser visto y conocido por los hombres, y querer ver la muy misma perfección en los demás. Concibe ideas demasiado bajas de otros, y demasiado altas de su propio estado. Entonces se convierte en un dolor para él conversar con personas demasiado humanas; considerando que, un alma en verdad humillada y resignada conversaría más bien con el peor, por mandato de la Providencia, que con el mejor, según su propia opción; sólo queriendo ver o hablar a cualquiera según dirija la Providencia, Conociendo bien que todo junto, lejos de ayudarle, sólo le dañará, o por lo menos resulta muy estéril para él.

¿Qué, entonces, proporciona a esta alma este estado de gozo absoluto? No lo sabe, ni lo quiere saber, nada sino que Dios lo llama. Aquí dentro disfruta del gozo divino, después de una manera abrumadora, inmensa, e independiente de eventos exteriores; más satisfecho en su humillación, y con la oposición de todas las criaturas, por mandato de la Providencia, que está sobre el trono de su propia opción.

Es aquí cuando la vida apostólica empieza. ¿Pero quien alcanzará plenamente ese estado? Muy pocos, de hecho, hasta donde yo puedo comprender. Hay una manera de luces, regalos y gracias, una vida santa en que a la criatura todo le parece admirable. Cuando esta vida es más clara, tanto más es estimada, por lo menos, aunque no tiene la más pura luz. Las almas que caminan en el otro sendero a menudo la conocen muy poco, por un largo periodo de tiempo, cuando estaba con él mismo Jesús Cristo, hasta los últimos años de Su vida. ¡Oh, si pudiera expresar lo que yo concibo de este estado! Pero sólo puedo tartamudear sobre eso.

CAPITULO 9

Siendo cuanto he dicho con las Ursulinas en Tonon, después de haber hablado al Obispo de Génova, y viendo cómo él cambió, en el momento en cuanto otros lo convencieron, le escribí a él y al Padre La Mothe pero todos mis esfuerzos eran inútiles. Es más me esforcé para servirles en algunos asuntos, es más el eclesiástico trató de confundirlos, por lo tanto dejé de entrometerme.

Un día me dijeron que el eclesiástico se había ganado a la buena muchacha a quien amorosamente quise. Tenía tan fuerte deseo por su perfección, lo que me había costado mucho. No debo de haber sentido la muerte de un niño tanto como su pérdida; al mismo tiempo me dijeron cómo impedirlo, pero esa forma humana de obrar era repugnante a mi sentir interior; estas palabras se levantaron en mi corazón, “Si el Señor no edifica la casa.”

Y de hecho Él proveyó en esto, impidiéndola rendirse a este hombre engañoso, después de una manera admirable, frustró los planes de él y sus socios. Como hacía mucho tiempo que no estaba con ella, todavía parecía vacilante y temerosa; ¡pero oh, la bondad infinita de Dios, para conservar sin nuestra ayuda eso que sin Él nosotros perderíamos inevitablemente! No me separé de ella hasta que se volvió inamovible.

En cuanto a mí, allí raramente pasó un día sin que me trataran con nuevos insultos; sus ataques sobre mí vinieron de improviso. Los Nuevos católicos, por instigación del Obispo de Génova, el eclesiástico, y las hermanas en Gex, avivaron a todas las personas de piedad en contra mía. No me preocupaba por mí. Si lo estaba absolutamente, a causa del Padre La Combe quien ellos difamaron vilmente, aunque él estaba ausente. Aprovecharon su ausencia, para desprestigiar todo lo bueno que había hecho en el país, sus misiones y obras pías que eran inconcebiblemente grandes. Al principio estaba muy dispuesta a vindicarlo, pensando en hacerle justicia. No lo hice en absoluto por mí; y nuestro Señor me mostró que yo debía cesar de hacerlo por él, dejando que sea aniquilado completamente; porque desde entonces se le llevaría a una gloria mayor, que la que tenía por su propia reputación.

Todos los días inventaban alguna calumnia nueva. Ningún tipo de estratagema, o recurso malévolo en su poder, que ellos omitieran. Vinieron a sorprenderme y a pillarme en mis palabras; pero Dios me guardó tan bien, que con eso sólo descubrieron su propia malevolencia. Yo no tenía consuelo de las criaturas. La que estaba al cuidado de mi hija se comportaba bruscamente conmigo. Tal son las personas que sólo se guían a sí mismas por sus talentos y emociones. Cuando no ven que tienen éxito, y como sólo miran por su éxito, y no están dispuestos a tener la afrenta de que se opine que sus pretensiones son inciertas, y sujetas a error, ellos buscan apoyos. En cuanto a mí que no pretendía nada, deseaba que todos tuvieran éxito en lo bueno, ya que todos tendían a la auto-aniquilación. Por otro lado, la sirvienta que había traído, y quién se quedó conmigo, cansada fuera se creció. Queriendo volverse de nuevo, me aturdía con sus quejas, frustrándome y reprendiéndome de la mañana a la noche, echándome en cara que yo estaba sobrando, y viniendo a un lugar donde yo no era buena para nada. Me obligaron a que soportara todo su malhumor y el clamor de su lengua.

Mi propio hermano, el Padre La Mothe, me escribió para decirme que era rebelde a mi obispo, quedándome en su diócesis solo para causarle dolor. De hecho, vi que no tenía nada que hacer aquí, mucho más cuando el obispo estaba en mi contra. Hice lo que pude para ganar su buena voluntad, pero esto era imposible sobre cualquier término de la asociación que me demandaba, yo sabía que mi deber era no hacerlo. Esto, unido a la pobre educación de mi hija, afectaba a mi corazón. Cuando cualquier vislumbre de esperanza aparecía, pronto desaparecía; y saqué fuerzas para combatir la desesperación.

Durante este tiempo el Padre La Combe estaba en Roma, donde fue recibido con mucho honor, y su doctrina fue estimada muy favorablemente, tanto que la Sagrada Congregación tomó con agrado sus opiniones sobre algunos puntos doctrinales que los hallaron tan justos, y tan claros, que los siguieron. Entretanto la hermana no tenía ningún cuidado de mi hija; cuando yo cuidaba de ella se disgustaba. Yo no era capaz, por ningún medio, para persuadirla que me prometiera que intentaría impedir que adquiriera malos hábitos. Todavía, esperaba que el Padre La Combe, a su vuelta, pondría todo en orden, y renovara mi consuelo. Sin embargo, lo puse todo en manos de Dios. 

Sobre julio de 1682, mi hermana que era una Ursulina, consiguió permiso para venir. Ella trajo a una sirvienta consigo que era muy eficaz. Mi hermana ayudaba en la educación de mi hija, pero tenía frecuentes roces con sus tutores--trabajé en vano por poner paz. Por algunos casos que me encontré en este lugar, vi claramente que no son los grandes dones los que santifican, a menos que se acompañen con una profunda humildad; que la muerte a todo es infinitamente más beneficiosa; Por esta razón uno que pensaba estar en la cúspide de la perfección, pero ha descubierto después, por las pruebas que le han sucedido, que estaba todavía muy lejos de ella. ¡O, mi Dios, cuan verdad es que nosotros podemos tener regalos de Ti, y todavía ser muy imperfectos, y llenos de nosotros mismos!

 ¡Cuán estrecha es la puerta que lleva a una vida en Dios!

¡Que pequeño debes ser para atravesarla, ello no será nada más sino por la muerte del ego! ¡Pero cuando la hemos atravesado, qué amplitud encontramos! David dijo, (Salmo 18:19) “Me sacó a lugar espacioso.” Y ello fue a través de la humillación y negación que él fue conducido allá.

El Padre La Combe, a su llegada, vino a verme: La primera cosa que dijo fue sobre sus propias debilidades, y que yo debía volver. Agregó, “que todo parecía oscuro, y no había ninguna probabilidad de que Dios hiciera uso de mí en este país.” El Obispo de Génova escribió al Padre La Mothe para hacerme volver; él escribió de acuerdo conmigo. La primera Cuaresma que pasé con las Ursulinas, tenía un dolor muy grande en los ojos; tan inaguantable como el que tuve anteriormente entre el ojo y la nariz, volvió a mí en tres ocasiones. El aire malo, y la nociva habitación en la que estaba, contribuyó a esto. Mi cabeza estaba terriblemente inflamada, pero mi alegría interior era grande. Era extraño ver a

tantas criaturas buenas, que no me conocían, amarme y compadecerse de mí; todo el resto se enfureció contra mí, y la mayoría de ellos por informes completamente falsos, Nadie me conocía, por eso me odiaban así. Para aumentar todavía más la oleada de aflicción, mi hija cayó enferma y era probable que muriese; había pocas esperanzas de su recuperación, cuando su señora también cayó enferma. Mi alma, abandonando todo a Dios, continuó descansando en una habitación silenciosa y tranquila. ¡Oh, Principal y objeto único de mi amor! ¿Nunca habrá ninguna otra recompensa por los pequeños servicios que nosotros hagamos, o por las muestras de fidelidad que nosotros Te demos, que este seguro estado sobre las vicisitudes en el mundo, ¿no es bastante? Los sentidos en realidad están a veces listos para ponerse en marcha al lado, y huir corriendo como los haraganes; pero cada problema vuela de delante del alma que está segura completamente en Dios. Hablando de un estado seguro, yo no quiero decir que uno nunca puede decaer o caer, eso sólo estando en Cielo. Lo llamo seguridad permanente, comparado con los estados que lo han precedido, qué estaban llenos de vicisitudes y variaciones. No excluyo un estado de sufrimiento de los sentidos, o el resurgir de impurezas superficiales, que permanecían alejadas, y que uno puede comparar al refinado, pero el oro se empaña. No tiene necesidad de ser purificado en el fuego, habiendo sufrido esa operación; pero necesita únicamente ser bruñido. Así parecía ser conmigo en ese tiempo.

 

CAPITULO 10

Mi hija tenia la viruela. Mandaron por un médico de Génova, quien la examinó por encima. El Padre La Combe entró entonces para visitarla, y orar con ella. Le dio su bendición; poco después ella maravillosamente se recuperó. La persecución de los Nuevos católicos contra mí continuó y aumentó; todavía, por todo aquello, no deje de hacerles todo el bien que pude. La señora de mi hija vino a menudo a conversar conmigo, pero mucha imperfección aparecía en sus discursos, aunque estaba en asuntos religiosos. El Padre La Combe reguló muchas cosas con respecto a mi hija lo que molestó a su señora mucho, por lo que su amistad anterior se convirtió en frialdad. Ella tenía gracia, pero sufría con frecuencia su naturaleza predominante. Le dije mi pensamiento sobre sus faltas, cuando fui dirigida interiormente para hacerlo; pero, sin embargo, en ese momento, Dios la iluminó para ver la verdad de lo que dije, y ella ha sido más comprensiva desde entonces, todavía en cambio su frialdad hacia mí permanecía en ella. Los debates entre ella y mi hermana aumentaron siendo más agrios y violentos. Mi hija que sólo tenía seis años y medio, por sus pequeñas habilidades encontró una manera de agradar a ambas, haciendo sus ejercicios dos veces, primero con la una, y luego con la otra que no continuó mucho; como su señora, generalmente la descuidaba, haciendo cosas a un tiempo, y dejándolas a otro, ella quedó reducida para aprender lo que mi hermana y yo la enseñábamos. De hecho la invariabilidad de mi hermana era excesiva, que, sin gran gracia, era duro simpatizar uno mismo con ella; a pesar de todo me parecía que se superaba en muchas cosas. Anteriormente, apenas podía soportar sus modales; pero desde que yo he amado todo en Dios, quien me ha dado una gran facilidad para llevar las faltas de mi vecino, con buena voluntad para agradar y complacer a todos y tal compasión por sus calamidades o dolores como yo nunca tuve antes.

No tengo dificultad para ser condescendiente con personas imperfectas; debería golpearme con violencia en secreto si fracasé en eso; pero con almas de gracia yo no puedo soportar esta manera de humana actuación, ni sufrir conversaciones largas y frecuentes. Es una cosa de la que pocos son capaces. Algunas personas religiosas dicen que estas conversaciones son de gran provecho. Yo creo que puede ser verdad para algunos, pero no para todos; porque hay allí un punto que ello hace daño, sobre todo cuando es de nuestra propia elección; la inclinación humana lo corrompe todo. Las mismas cosas que serían provechosas, cuando Dios, por Su Espíritu, conduce a ellas, se vuelven completamente de otra manera, cuando nosotros mismos entramos en ellas. Esto me parece a mí tan claro, que prefiero estar un día entero con la peor de las personas, en obediencia a Dios, antes de estar una hora con el mejor, sólo de mi propia elección y preferencia.

El orden de la divina providencia causa el total gobierno y conducta del alma completamente consagrada a Dios. Mientras se da fielmente despierta a ello, hará todas las cosas correctas y bien, y tendrá todo lo que quiere, sin su propio cuidado; porque Dios en quien confía, le hace en cada momento hacer lo que Él requiere, y facilita las ocasiones apropiadas para ello. Dios ama lo que es de Su propio orden, y de Su propia voluntad, no según la idea del hombre meramente racional o incluso ilustrado; porque Él esconde a estas personas de los ojos de otros para mantenerlos en esa pureza oculta para Sí mismo.

Pero cuando sucede que las tales almas cometen alguna falta; porque no son fieles, rindiéndose a ellas mismas en el momento presente. A menudo demasiado empeñadas en algo, o deseando ser más fieles, ellas resbalan en muchas faltas que no puede ninguno prever ni evitar. ¿Entonces abandona Dios las almas que confían en Él? Ciertamente no. Antes preferiría Él realizar un milagro para impedir que cayeran, si se resignaran bastante a Él. Pueden estar resignados en lo que respecta a la voluntad general, y a pesar de todo fallar acerca del momento presente. Estando fuera del orden de Dios, se caen. Renuevan tales caídas mientras continúen fuera de ese orden divino. Cuando vuelven a él, todo va correcto y bien.

Ciertamente si las tales almas fueran lo bastante fieles, no permitiría en ningún momento que resbalaran del orden de Dios, de este modo no caerían. Esto me parece tan claro como el día. Como un hueso dislocado fuera del sitio en el que la economía de la sabiduría divina lo había fijado, produce incesante dolor hasta que es restaurado a su estado apropiado, así muchos problemas en la vida vienen del alma que no mora en su lugar, y no estando satisfecha con el orden de Dios, y lo que se le proporciona en cada instante. Si los hombres supieran este secreto debidamente, estarían todos totalmente contentos y satisfechos. ¡Pero ay! en lugar de estar satisfechos con lo que tienen, están deseando lo que no tienen; mientras que el alma que entra en la luz divina empieza a estar en paraíso. ¿Es qué eso hace el paraíso? ¡Es el orden de Dios quien da a todos los santos infinito contentamiento, aunque muy desigual en gloria! ¿De dónde viene él que tantas personas pobres indigentes estén tan contentas, y que príncipes y potentados que abundan en exceso, son tan miserables e infelices? Es porque el hombre que no está satisfecho con lo que él tiene, nunca estará sin pedir deseos; y quién es presa de un deseo insatisfecho, nunca puede estar satisfecho.

Todas las almas tienen más o menos deseos fuertes y ardientes, excepto aquellos cuya voluntad está perdida en la voluntad de Dios. Algunos tienen deseos buenos, así como sufrir martirio por Dios; otros tienen sed por la salvación de su vecino, y algunos suspiran por ver a Dios en gloria. Todo esto es excelente. Pero él que descansa en la voluntad divina, aunque puede estar exento de todos estos deseos, está infinitamente más contento, y glorifica a Dios más. Se escribe acerca de Jesús Cristo, cuando echó fuera del templo a aquellos que lo profanaron. “El celo de tu casa me consume.” Juan 2:17. Estaba en aquel momento en el orden de Dios, que estas palabras tuvieran su efecto. ¿Cuántas veces había estado Jesús Cristo en el templo sin semejante conducta? ¿No dice Él de vez en cuando, que no ha llegado Su hora todavía?

 

CAPITULO 11

Después de que el Padre La Combe volvió de Roma, fue bien aceptado, deparando testimonios de vida y doctrina, realizó sus funciones de predicar y confesar como de costumbre. Le di cuenta de lo que había hecho y sufrido en su ausencia, y del cuidado que Dios había tenido de todas mis preocupaciones. Vi su providencia incesantemente extendida hasta en las más pequeñas cosas. Después de haber estado varios meses sin tener ninguna noticia de mis papeles, cuando algunos me presionaron para que escribiera, y censurando mi abandono, una mano invisible me detuvo; mi paz y confianza eran grandes. Recibí en casa una carta del eclesiástico, en la que me informó que tenía órdenes para venir a verme, y traer mis papeles. Yo había enviado a París por un bulto bastante considerable de cosas para mi hija. Oí que se habían perdido en el lago, y no tenía ninguna noticia más acerca de ello.

No me preocupé; siempre pensé que se encontrarían. El hombre que se había encargado de ellos hizo una búsqueda después de un mes, por todo el contorno, sin oír ninguna noticia. Al cabo de tres meses me los trajeron, habían sido encontrados en la casa de un hombre pobre que no los había abierto, ni supieron

quién los llevó allí. Una vez había enviado por todo el dinero que era para servirme durante todo el año; la persona que había estado para recibir el dinero en efectivo por la factura de intercambio, había puesto el dinero en dos bolsas en el lomo del caballo, se olvidó que estaban allí, y dio el caballo a un muchacho pequeño para que lo llevara. El dinero se cayó del caballo en medio del mercado de Génova. En ese momento yo llegué, viniendo por el otro lado, y estando bajando de mi litera, la primera cosa que encontré fue mi dinero. Lo que era sorprendente, una gran multitud estaba en este lugar y ninguno lo había percibido. Muchas cosas semejantes me han ayudado. Estas historias bastarían para mostrar la continua protección de Dios. 

El Obispo de Génova continuó persiguiéndome. Cuando él escribía, lo hacia con cortesía y agradecimiento por mis caridades en Gex; mientras al mismo tiempo les dijo a otros que “no di nada a esa comunidad.” Escribió contra mí a las Ursulinas con quien yo viví, encargándoles que me impidieran tener cualquier reunión con el Padre La Combe. El superior de la casa, un hombre de mérito, y la priora, así como la comunidad, estaban tan irritados con esto, que no pudieron abstenerse de declarárselo a él. Él se excusó entonces con un pretendido respeto, diciendo, que él no lo quiso decir de esa manera. Le escribieron a él que “yo no veía al Padre sino en el confesionario, y no en reuniones; que eran muy edificados moralmente por mí, que se sentían felices teniéndome, y lo estimaban como un gran favor de Dios.” Lo que dijeron afuera de pura caridad no estaba agradando al Obispo, viendo que todos me amaban en esta casa, dijo, que yo me gané a todos y que él deseaba que yo estuviera fuera de la diócesis. Aunque conocí todo esto, y estas buenas hermanas estaban teniendo problemas por esto, yo no tenía ningún problema a causa de la tranquila casa en la que estaba. La voluntad de Dios me concedió que todo me diera igual. Las criaturas, sin embargo, aparecen irrazonables o apasionadas, no estando en cuanto a ellos mismos sino en Dios; una fe habitual causa que todo sea visto en Dios sin distinción. Así, cuando veo pobres almas de este modo alteradas por discursos al viento, tan intranquilas por explicaciones, tengo compasión de ellas. Ellas tienen razones, yo sé, qué el amor a sí mismo causa que parezca muy justo.

Para aliviarme un poco deseé que el Padre La Combe me permitiera un retiro de la fatiga de la continua conversación. Entonces me permití ser consumida por amor a lo largo de todo el día. También yo percibí la cualidad de una madre espiritual; a pesar de que el Señor me lo dio yo no lo puedo expresar para la perfección de almas. Esto no podría esconderlo del Padre La Combe. Me parecía como si entrara en los huecos más interiores de su corazón. Nuestro Señor me mostró que él era Su sirviente, escogido entre mil, singularmente para honrarlo; pero que Él lo llevaría a través de la muerte total, y la completa destrucción del viejo hombre. Él me haría contribuir a eso y sería el instrumento que le causaría el caminar en el camino por donde Él me había llevado primero; para que yo pudiera estar en condición de dirigir a otros, decirles el camino a través del que he pasado. El Señor nos tendría que conformarnos, y llegar a ser ambos uno en Él; aunque mi alma estaba ahora más avanzada, todavía debe dar un día un paso más allá de ella misma, con un audaz y rápido vuelo. Dios sabe con qué alegría vería a mis niños espirituales superar a su madre.

En este retiro sentía una fuerte propensión para escribir, pero me resistí hasta que caí enferma. No tenía nada acerca de que escribir, ni una idea para comenzar. Era un impulso divino, con tal plenitud de gracia que era difícil de contener. Abrí esta disposición mía al Padre La Combe. Él contestó que tenía un fuerte impulso para ordenarme que escribiera, pero no se había atrevido hacerlo todavía, a causa de mi debilidad. Le dije, que “la debilidad era el efecto de mi resistencia,” y yo creí que lo haría, mientras escribiera, me retiraría de nuevo. Preguntó, “¿Pero sobre qué escribirá?”

Contesté, “no lo sé, ni lo deseo saber, dejándole la dirección completamente a Dios.” 

Él me pidió que lo hiciera así. Al tomar la pluma no sabía ni la primera palabra que escribiría; cuando empecé, el contenido indicado fluyó copiosamente, no, impetuosamente. Conforme iba escribiendo me sentía aliviada y crecí mejor. Escribí un tratado entero sobre el camino interior de fe, bajo la comparación de torrentes, o de arroyos y ríos.

En la forma, en que Dios dirigía al Padre La Combe ahora, era muy diferente de lo que él había caminado anteriormente (toda la luz, conocimiento, ardor, convicción, sentimiento) ahora el pobre, bajo el despreciado camino de fe, y de desnudez; encontró muy difícil someterse a ello. ¿Quién podría expresar lo que le ha costado a mi corazón antes de que él se formara según la voluntad de Dios?

Entretanto, la posesión que el Señor tenía de mi alma llegó a ser cada día más fuerte, hasta tal punto que pasé días enteros sin poder pronunciar una palabra. Se agradó hacerme pasar el Señor totalmente en Él por una transformación interior completa. Él se hizo el amo absoluto de mi corazón cada vez más, a tal grado como para no dejarme un movimiento propio. Este estado no me impedía de dignarse a mi hermana, y a los otros en la casa. No obstante, las cosas inútiles con las que se distraían no podían interesarme. Eso fue lo que me indujo a pedir la licencia para hacer un retiro, para permitirme a mi misma ser poseída por Él, quién me sostiene tan estrechamente a Él mismo después de una manera inefable.

 

CAPITULO 12

Tenia en aquel tiempo un ardiente deseo por la perfección del Padre La Combe, y para verle completamente muerto a sí mismo, que pudiera desearle todas las cruces y aflicciones imaginables, que pudieran conducirle a este gran y bendito fin. Siempre que él fuera infiel, o mirara cosas a cualquier otra luz que la verdadera--para atender a esta muerte del ego--yo misma me sentía atormentada, cuanto tenía hasta entonces me era tan indiferente, lo que me sorprendió muchísimo. Hice mi ruego al Señor; Él graciosamente me alentó, a ambos en este sometimiento y en completa dependencia a Él mismo qué Él me dio, que era semejante a un niño recién nacido.

Mi hermana me había traído una sirvienta quien Dios le complació darme para formarla según Su voluntad, no sin alguna crucifixión para mí. Creo que esto es indiscutible, que nuestro Señor me dará cualquier persona no sin darles recursos para hacerme sufrir, si ello es con el propósito de atraerme a una vida espiritual, o para no dejarme nunca sin la cruz. Ella era una persona a quien el Señor había conferido gracias muy singulares. Tenía una alta reputación en el país, donde pasaba por una santa. Nuestro Señor me la trajo, para permitirle ver la diferencia entre la santidad concebida y comprendida en esos dones de los que ella fue dotada, y que son obtenidos por nuestra total destrucción, incluso por la pérdida de esos mismos dones, y de todo lo que nos suscitara la estima de los hombres. Nuestro Señor le había dado la misma dependencia en mí, como la que yo tenía con respecto al Padre La Combe.

Esta muchacha cayó gravemente enferma. Estaba dispuesta para darle toda la ayuda que pudiera, pero me encontré que no tenía nada que hacer para ordenar su enfermedad corporal, o la disposición de su mente; se hizo todo lo que dije. Entonces aprendí lo que era ordenar por la Palabra, y obedecer por la Palabra. Estaba igualmente Jesús Cristo ordenando en mí y obedeciendo.

Ella, sin embargo, continuó enferma por algunos días. Un día, después de la cena, fui movida para decirle, “Levántate y no estés más tiempo enferma.” Ella se levantó y se curó. Las monjas estaban muy sorprendidas. Ellas no supieron nada de lo que había pasado, pero la vieron caminar, quién por la mañana parecía estar en las últimas. Ellos atribuyeron su desorden a una viva imaginación.

Yo lo he experimentado varias veces, y sentido en mí misma, cuánto respeta Dios la libertad del hombre, incluso demandando su libre asentimiento; por cuando dije, “se sana,” o, “Sea libre de sus problemas,” si tales personas asintieron, la Palabra fue eficaz, y fueron sanados. Si dudaron, o resistieron, aunque bajo pretextos justos, diciendo, “me sanaré cuando quiera Dios, no me sanaré hasta que Él lo desee”; o, a modo de desesperación, “no puedo sanarme; yo no dejaré mi condición,” entonces la Palabra no tenía efecto. Sentí en mi misma que la virtud divina se retiró en mí. Yo experimenté lo que nuestro Señor dijo, cuando la mujer afligida con el flujo de sangre lo tocó. ¿Preguntó Él al instante, “Quién es el que me ha tocado?” ¿Los apóstoles dijeron, “Maestro, la multitud te aprieta y oprime, y dices: ¿Quién me ha tocado?” Él contestó, “porque yo he conocido que ha salido poder de mí” (Lucas 8:45,46). Jesús Cristo había causado esa virtud de curación para fluir, a través de mí, por medio de Su Palabra. Cuando esa virtud no encontraba una correspondencia en el sujeto, yo sentía que esto cerraba su fuente. Eso me dio algunos sufrimientos. Yo debía estarlo, cuando era, disgustado por esas personas; pero cuando no había resistencia, sino un pleno asentimiento, esta virtud divina tenía su efecto pleno. La virtud curativa tiene tanto poder sobre las cosas inanimadas, sin embargo, la menor cosa en el hombre lo refrena, o lo detiene completamente.

Había una monja buena muy afligida y bajo una violenta tentación. Ella fue a declarar su caso a una hermana de quien pensaba que era muy espiritual, y en una condición capaz de ayudarla. Pero lejos de encontrar socorro, ella se descorazonó mucho y se hundió. La otra la despreció y la rechazó, tratándola con desprecio y rigor, dijo, “no se acerque a mí, después que usted es de esa manera.” Esta pobre muchacha, en un dolor espantoso, vino a mí creyéndose deshecha a causa de lo que la hermana le había dicho. Yo la consolé y nuestro Señor la alivió inmediatamente. Pero no pude abstenerme de decirle que ciertamente la otra sería castigada, y entraría en un estado peor que el suyo. La hermana que la había tratado de tal manera también vino a mí, muy satisfecha de ella misma por lo que había hecho, diciendo, que aborrecía que semejantes cosas tentasen a criaturas. En cuanto a ella, ella era la prueba contra semejante clase de tentaciones, y que nunca tenía un pensamiento malo.” Yo le dije, “Mi hermana, por la amistad que tengo por usted yo le deseo el dolor de ella a quién le habló, e incluso uno todavía más violento.”

Contestó orgullosamente, “Si usted fuera a preguntarle a Dios sobre mí, y yo le pregunto a Él lo contrario, creo que yo oiré menos que en cuanto usted.”

Contesté con gran firmeza, “Si es que yo pregunto sólo por mis propios intereses, no se oirá; pero si sólo es por los de Dios, y suyos también, oiré más pronto que usted, y usted lo sabe.” Esa misma noche ella cayó en una tentación tan violenta que una igual raramente ha sido conocida. Fue entonces que tuvo una amplia ocasión para reconocer su propia debilidad, y como estaría sin gracia. Concibió al principio un violento odio por mí, diciendo que era la causa de su dolor. Pero la sirvió, como hizo el barro para iluminar a quién hubo nacido ciego. Ella vio pronto muy bien lo que la había llevado a su terrible estado.

Caí enferma en extremo. Esta enfermedad resultó un medio para cubrir los grandes misterios que agradaron a Dios operar en mí. Nunca en mi vida tuve una enfermedad más rara, o de persistencia más larga en su exceso. Varias veces vi en sueños al Padre La Mothe que levantaba persecuciones contra mí. Nuestro Señor me permitió saber que esto sería, y que el Padre La Combe me desampararían en el tiempo de persecución. Le escribí, y esto lo inquietó grandemente. Él pensaba que su corazón estaba unido a la voluntad de Dios y muy deseoso de servirme, para admitir tal deserción; a pesar de todo después ello ha resultado ser muy verdadero. Estaba ahora para predicar durante la Cuaresma, y era tan seguido, que vinieron cinco sociedades, para pasar varios días por el beneficio de su ministerio. Oí que él estaba tan enfermo que se pensaba que moría. Oré al Señor para que restaurara su salud, y le permitiera predicarles a las personas, que estaban anhelando oírlo. Mi oración fue oída, y se recuperó pronto, y reasumió sus labores pías.

Durante esta extraña enfermedad que duró más de seis meses, el Señor gradualmente me enseñó que había otra manera de conversar entre las almas totalmente Suyas, que por palabras. Tú hiciste que fuera concebida, O divina Palabra, quien como Tú destreza siempre hablando y operando en un alma, aunque en eso Tú aparezcas en profundo silencio; de este modo hay también una manera de comunicación en sus criaturas, en un inefable silencio. Oí un idioma entonces que antes había sido desconocido para mí. Percibí gradualmente, cuando el Padre La Combe entró, que no podría hablar más. Allí se formó en mi alma el mismo tipo de silencio hacia él, como se formó en él con respecto a Dios. Yo comprendí que a Dios le complació mostrarme que los hombres pueden en esta vida aprender el idioma de los ángeles. Fui reducida gradualmente para sólo hablarle en silencio. Fue entonces que nosotros nos entendimos en Dios, después de esto de una manera indecible y divina. Nuestros corazones hablaban uno al otro, comunicando una gracia que ninguna palabra puede expresar. Estábamos como en un nuevo país, para ambos para él y para mí; pero tan divino, que no puedo describirlo. Al principio esto se hizo de una manera tan perceptible, es decir, Dios nos introdujo con Él de una manera tan pura y tan dulcemente que

pasamos horas en este silencio profundo, siempre comunicativo, sin poder proferir una palabra. Fue por esto que aprendimos, por nuestra propia experiencia, los funcionamientos de la Palabra celestial para conducir almas en unidad con sí mismo, y a qué pureza puede llegar uno en esta vida. Se me dio para comunicar este camino a otras almas buenas, pero con esta diferencia: No hacía nada más que comunicarle la gracia con la que ellos estaban llenos, mientras acerca de mí, en este sagrado silencio que infundía en ellos una extraordinaria fuerza y gracia; pero yo no recibí nada de ellos; considerando que con el Padre La Combe había un fluir y retorno de comunicación de gracia que él recibía de mí, y yo de él, en la más gran pureza.

Durante esta larga enfermedad el amor de Dios, y de Él solo, constituyó mi entera ocupación, parecía tan totalmente perdida en Él, ya que en absoluto tenía ninguna mira de mí misma. Pareció como si mi corazón nunca saliera de ese océano divino, habiendo sido arrastrada hacia el interior de él a través de profundas humillaciones. ¡Oh, feliz pérdida, que es la consumación de la felicidad, aunque opere a través de cruces y a través de muertes!

Jesús vivía entonces en mí y ya no vivía yo más.1 Estas palabras se imprimieron en mí, como un estado real en el que yo debía entrar, (Mateo. 8:20) “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza.” Esto lo he experimentado en todas su extensión, no teniendo ninguna morada segura, sin ningún refugio entre los amigos que estaban avergonzados de mí, y abiertamente renunciaban de mí, cuando estaba universalmente desacreditada; ni entre mis relaciones, la mayoría de ellos se declararon mis adversarios, y eran mis más grandes perseguidores; mientras otros me miraban con desprecio e indignación. Podría decir como David, “Por ti he soportado ofensas; mi cara se ha cubierto de vergüenza; ¡soy como un extraño y desconocido para mis propios hermanos!... Oprobio de los hombres, y despreciado del pueblo.” 

Él me mostró a todo el mundo furioso contra mí, sin nadie atreviéndose a presentarse a favor mío y me aseguró en el silencio inefable de Su Palabra eterna, que Él me daría inmenso número de

niños, que yo debería traer adelante por medio de la cruz. Yo dejé ello a Él para hacer conmigo lo que sea que Él quiera, estimando todo mi interés en ser puesta completamente en Su voluntad divina. Él me concedió ver cómo el Diablo iba a avivar una ultrajante persecución contra la oración, sin embargo, esto comprobaría la fuente de la misma oración, o más bien los medios que Dios haría usar para verificar esta. Él me dio ver más lejos cómo Él me guiaría en el desierto, donde Él haría que fuera alimentada durante un tiempo. Las alas, que me llevarían allá, era la rendición total de mi ego a Su voluntad santa. Pienso que estoy en la actualidad en ese desierto, separada del mundo entero en mi encarcelamiento. Veo ya cumplido en parte lo que se me mostró entonces. ¿Podré expresar alguna vez las misericordias que mi Dios me ha otorgado? No; ellas deben permanecer siempre en Él mismo, siendo de una naturaleza que no puede describirse, a causa de su pureza e inmensidad.

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Nota 1 “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí. (Gálatas 2:20.)

A menudo estaba con toda la apariencia de estar a punto de morir. Caí con violentas convulsiones y dolores que duraron mucho tiempo. El Padre La Combe me administró el sacramento, la Priora de las Ursulinas estaba deseando que lo hiciera. Yo estaba satisfecha de morir, como lo estaba él también en la esperanza de mi partida. Para, estar unidos en Dios después de una manera tan pura, y tan espiritual, que la muerte no podría separarnos. Al contrario nos habría unido más estrechamente. El Padre La Combe que estaba sobre sus rodillas al lado de mi cama, comentando el cambio de mi semblante, y cómo se marchitaron mis ojos, parecía listo para dejarme, cuando Dios lo inspiró para levantar sus manos, y con voz fuerte que fue oída por todos que estaban en mi cuarto, en ese momento casi lleno, ordenando a la muerte para que abandonara a su presa. Al instante pareció ser detenida. Así se agradó Dios el levantarme de nuevo maravillosamente; todavía durante mucho tiempo continué sumamente débil, durante todo esto, nuestro Señor me dio nuevos testimonios de Su amor.

¡Cuántas veces se agradó Él para hacer uso de Su sirviente para restaurarme a la vida, cuando casi estaba a punto de expirar! Cuando vieron que mi enfermedad y dolor no acabó completamente, juzgaron que el aire del lago en el que el convento estaba situado, era muy perjudicial a mi constitución. Llegaron a la conclusión que sería necesario para mí mudarme.

Durante mi indisposición, nuestro Señor puso en el corazón del Padre La Combe establecer un hospital en este lugar para las personas pobres que sufrían enfermedades, también instituyó un comité o congregación de señoras para suministrarles, tal que no podrían dejarlos sus familias e ir al hospital con los medios de subsistencia durante su enfermedad, después de la manera de Francia, no ha habido ninguna institución de este tipo todavía en ese país. Con mucho gusto entré en ella; y sin ningún otro fondo que la Providencia y algunas habitaciones inútiles que un señor del pueblo nos dio, lo empezamos. Lo dedicamos al santo Niño y Él se agradó de proporcionar las primeras camas con mi pensión. Él dio tal bendición, que otras personas se nos unieron en esta caridad. En poco tiempo había casi doce camas y tres personas de gran piedad entregadas a este hospital para servirlo, quiénes, sin ningún sueldo, se consagraron al servicio de los pacientes pobres. Les proporcioné los ungüentos y medicinas, que se dieron gratuitamente a las personas pobres de la ciudad a medida que las necesitaban. Estas señoras buenas eran tan cordiales en la causa, que a través de su caridad, y los cuidados de las mujeres jóvenes, este hospital estaba muy bien mantenido y servido. Estas señoras se asociaron también para asistir a los enfermos que no podían ir al hospital. Les di algunas pequeñas normas como las que había observado cuando estuve en Francia que ellas siguieron con ternura y amor.

Todos estas pequeñas cosas que costaron menos que poco, y qué debió todo su éxito a la bendición que Dios les dio, nos trajo nuevas persecuciones. El Obispo de Génova se ofendió más que nunca conmigo, sobre todo en vista que estos pequeños asuntos me hicieron ser querida. Dijo que me gané a todos. Abiertamente declaró, “que no podía soportarme en su diócesis,” aunque no había hecho nada más que bien, o mejor dicho Dios por mí. Él extendió la persecución a esas buenas mujeres religiosas que habían sido mis ayudantes. La priora en particular soportó buena parte, aunque no duró mucho. Cuando me obligaron a mudarme, a causa del aire, después de haber estado allí alrededor de dos años y medio, entonces estuvieron más en paz y tranquilidad. Por otro lado, mi hermana estaba muy cansada de esta casa; y como la estación de las lluvias se acercaba, entonces aprovecharon la ocasión para enviarla lejos con la sirvienta que traje conmigo, quién me había importunado sumamente durante mi enfermedad. Yo sólo la guardé, quien la Providencia me la había enviado por medio de mi hermana. Alguna vez he pensado que Dios sólo había ordenado el viaje de mi hermana para traérmela, como una escogida de Él y apropiada para causarme el estado que era Su voluntad que soportara. 

Mientras estaba todavía indispuesta, las Ursulinas, con el Obispo de Verceil, rogó seriamente al Padre-general de los Barnabitas, que buscara entre los religiosos, un hombre de mérito, piedad y conocimiento en quien pudiera confiar, y servirlo para una prebenda y como consejero. Al principio puso sus ojos en el Padre La Combe; todavía antes de comprometerse absolutamente con él, el obispo le dijo, que le escribía, para saber si tenía alguna objeción. El Padre La Combe contestó que no tenía ningún otro deseo que obedecerlo, y que podía ordenárselo cuando lo creyera mejor. Él me dio cuenta de esto, y que íbamos a ser separados completamente. Me alegraba de hallar que nuestro Señor lo emplearía, bajo un obispo que lo conocía, y probablemente le haría justicia. Todavía estuvo algún tiempo antes de marcharse, arreglando algunos asuntos.

 

CAPITULO 13 

Entonces me marché de las Ursulinas y ellas buscaron una casa para mí alejada del lago. Había una que se encontraba vacía qué tenía la apariencia de ser muy pobre. No tenía chimenea sino en la cocina, a través de la cuál era obligado pasar. Tomé a mi hija conmigo y dejé el cuarto más grande para ella y la sirvienta que estaba a su cuidado. Me alojé en un pequeño agujero sobre la paja que subí por la escalera de mano. Cuando no teníamos otro mobiliario que nuestras camas, muy poco atractivo y feo, traje unas sillas de paja y algunas mercancías holandesas de barro y de madera. Nunca disfrute de más satisfacción que en este pequeño agujero, que parecía muy conformado al estado de Jesús Cristo.

Se me antojó todo mejor en madera que puesto sobre un plato. Puse todas mis provisiones, esperando quedarme allí un largo tiempo; pero el Diablo no me dejó mucho tiempo en tan dulce paz. Sería difícil para mí decir las persecuciones que se revolvieron contra mí. Arrojaron piedras a mis ventanas que cayeron a mis pies. Había arreglado mi pequeño jardín. Entraron por la noche, lo arrancaron todo, derribaron el árbol, y lo destrozaron todo, como si hubiera sido asolado por soldados. Vinieron a injuriarme a la puerta a lo largo de toda la noche, haciendo tal estrépito como si fueran a abrirla rompiéndola. Estas personas han dicho después que persona fue quien les encargó semejante trabajo.

Sin embargo de vez en cuando continué con mis caridades en Gex, no era al menos perseguida por ello. Ellos le ofrecieron un mandamiento a una persona para compeler al Padre La Combe para que se quedara en Tonon, pensando que él sería por otra parte un apoyo para mí en la persecución, pero lo previnimos. No supe entonces los planes de Dios, y que Él me sacaría pronto de ese solitario y pobre lugar, en el que disfruté de una dulce y sólida satisfacción, a pesar de los improperios. Me creía más feliz aquí que cualquier soberano sobe la tierra. Era para mí como un nido y un lugar de reposo, que a Cristo le plació que estuviera como Él. El Diablo, como dije, irritó a mis perseguidores. Enviaron para decirme que deseaban que saliera de la diócesis. Todo lo bueno qué el Señor me había causado hacer en ella fue condenado, más que los más grandes crímenes. Crímenes que ellos toleraban, excepto a mí que no podían soportarme. Todos esto aunque nunca tuve ninguna culpa, no se arrepintieron, me habían abandonado todos; no que yo no estuviere segura de haber hecho la voluntad de Dios en eso. Semejante convicción habría sido demasiada para mí. Pero yo ni podría ver ni podría considerar nada, recibiendo todo por igual de la mano de Dios que dirigió y o dispuso de estas cruces para mí en justicia o en misericordia.

La Marquesa de Prunai, hermana del jefe de la Secretaria de Estado de su Alteza Real (el Duque de Saboya) y su primer ministro, había enviado un correo urgente desde Turín, en el tiempo de mi enfermedad, invitándome a que fuera a residir con ella; y para hacerme saber que, “siendo tan perseguida en esta

diócesis, debía encontrar asilo con ella; que durante ese tiempo las cosas podrían desarrollarse mejor; que cuando ellos tuvieran buena disposición ella volvería conmigo y me pondría en contacto con un amigo mío de París que también estaba deseando venir a trabajar allí, según la voluntad de Dios,” no estaba en ese momento en condiciones de realizar lo que ella deseaba y esperé continuar con las Ursulinas hasta que las cosas cambiaran. Entonces ella no me escribió sobre eso nunca más. Esta dama era de una extraordinaria piedad, que se había apartado del esplendor y ruido de la Corte, por la satisfacción más silenciosa de una vida retirada, para entregarse a Dios. Con una porción eminente de dones naturales, ha continuado viuda veintidós años; se ha negado a todas las ofertas de matrimonio para consagrarse completamente a nuestro Señor sin ninguna reserva. Cuando ella supo que me habían obligado a salir de las Ursulinas, todavía sin saber nada de la manera en que fui tratada, que ella procuró en una carta obligar al Padre La Combe a que fuera a pasar algunas semanas a Turín, por su propio beneficio, y para llevarme con él allá, donde hallaría refugio. Todos esto lo hizo desconociéndolo nosotros. Cuando nos dijo después que, una fuerza superior la movió hacerlo, sin saber la causa. Si ella hubiera reflexionado a propósito en ello, siendo una dama prudente, probablemente no lo habría hecho; porque las persecuciones que el Obispo de Génova nos procuró en ese lugar, le costaron más que unas pocas humillaciones. Nuestro Señor le permitió perseguirme, después de una manera sorprendente, en todos los lugares en que he estado, sin darme ningún descanso. Yo nunca le hice ningún daño, sino al contrario, habría dejado mi vida por el bien de su diócesis.

Como esto quedaba fuera de cualquier plan por nuestra parte, nosotros, sin vacilar, creímos que era la voluntad de Dios; y pensamos que podrían ser los medios fijados por Él para sacarnos del reproche y persecución bajo los que estabamos trabajando, viéndome perseguida en un lado, deseé irme a otro. Se concluyó que el Padre La Combe debía llevarme a Turín, y que él debería ir desde allí a Verceil.

Junto a él, tomé conmigo a un hombre religioso de mérito que había enseñado teología por catorce años, para quitarle a nuestros enemigos todo motivo de calumnia. También tomé conmigo a un muchacho que me había traído de Francia. Ellos tomaron caballos, y contraté un carruaje para mi hija, mi camarera y yo. Pero todas las precauciones son inútiles, cuando Dios permite que sean frustradas. Nuestros adversarios escribieron inmediatamente a París. Circularon cien historias ridículas sobre esta jornada; se actuaron comedias sobre ella, inventaron cosas a placer, y tan falsas como nada en el mundo pudiera ser. Fue mi hermano, el Padre de La Mothe, quien tan activamente estaba profiriendo todas estas cosas. Si hubiera creído que fue verdad, por caridad debería haberlo ocultado; mucho más, siendo tan falso. Dijeron que me fui completamente sola con el Padre La Combe, paseándose por el país, de provincia a provincia, con tales fábulas, tan débiles y malas que resultaban incoherentes y mal montadas. Sufrimos todo con paciencia, sin vindicarnos, ni profiriendo ninguna queja. 

Apenas habíamos llegado a Turín, el Obispo de Génova escribió contra nosotros. Cuando no podía perseguirnos de otra manera, lo hacía por cartas. El Padre La Combe se quedó en Verceil, y yo quedé en Turín, con la Marquesa de Prunai. ¡Pero con qué cruces era atacada yo en mi propia familia, del Obispo de Génova, de los Barnabitas, y de un inmenso número de personas, además! Mi hijo mayor vino a buscarme a la muerte de mi suegra, lo que fue un aumento de mis problemas. Después de que habíamos oído todas sus cuentas de las cosas y cómo habían hecho las ventas de todos los muebles, escogieron tutores, y liquidaron cada artículo, sin consultarme. Parecía ser allí completamente inútil. No se juzgó apropiado para mí volver, considerado el rigor de la estación.

 La Marquesa de Prunai, quien había estado tan calurosamente deseosa de mi compañía, viendo mis grandes cruces y reproches, parecía fríamente conmigo. Mi simplicidad infantil, que era el estado en qué Dios en ese momento me guardó, pasó para ella por estupidez. Pero cuando la cuestión era ayudar a alguien, o sobre algo que Dios requería de mí, Él me dio, con la debilidad de un niño, señales evidentes de fuerza divina. Su corazón estuvo completamente cerrado a mí todo el tiempo que estuve allí. Nuestro Señor, sin embargo, me hizo predecir eventos que debían suceder, qué desde ese momento se han cumplido realmente, también de ella acerca de su hija, y del virtuoso eclesiástico que vivió en su casa. Ella no falló, por fin, concibió más amistad por mí, viendo entonces que Cristo estaba en mí. Fue la fuerza del amor a sí misma, y el miedo al reproche, lo que había cerrado su corazón. Es más, ella pensó que su estado era más avanzado de lo que en realidad era, a causa de estar sin pruebas; pero pronto vio por experiencia que yo le había dicho la verdad. Se vio obligada por razones de familia dejar Turín, e irse a vivir a su propiedad. Me solicitó que fuera con ella, pero la educación de mi hija no lo permitió. Quedarme en Turín sin ella me pareció impropio, porque, había vivido muy apartada en este lugar, y no hice ningún conocimiento en él. No supe la manera de volver. El Obispo de Verceil, donde el Padre La Combe estaba, complacientemente me escribió, rogándome formalmente que fuera, prometiéndome su protección, y asegurándome su estima, agregando, “que él me miraría a mí como a su propia hermana; que deseaba sumamente tenerme allí.” Fue su propia hermana, una de mis amigas particulares la que le había escrito sobre mí, como también hizo con un señor francés, conocido suyo. Pero un punto de honor me mantuvo alejado de ello. Yo no habría podido decir que no había ido detrás del Padre La Combe, y que sólo había venido a Turín con el propósito de ir a Verceil. Él también tenía que guardar su reputación que era la causa que él no pudiera aceptar mi ida allá, sin embargo, se molestó el Obispo por ello. Si nosotros hubiéramos creído que era la voluntad de Dios, ambos habríamos pasado por encima de estas consideraciones. Dios nos guardó a ambos en tan gran dependencia sobre Sus mandatos, que Él no nos permitió el saber fuera de ellos; pero el momento divino de Su providencia determinó todo. Esto probó y fue de gran servicio al Padre La Combe que había caminado mucho tiempo en convicciones, muriendo a ellas y a Él mismo. Dios por un efecto de Su bondad, que él podría de este modo morirse sin ninguna reserva, tomando entonces todo de él.

Durante todo el tiempo de mi estancia en Turín, nuestro Señor me otorgó grandes favores. Me encontraba a mi misma cada día más transformada en Él, y tenía constantemente más conocimiento del estado de las almas, sin haberme equivocado o engañado nunca en eso, aunque algunos estaban deseando persuadirme para que pensara lo contrario. Me había costado mucho esfuerzo a mi misma el tener solo en cuenta las opiniones, que me causaban un dolor no pequeño. Cuando decía, o escribía al Padre La Combe sobre el estado de algunas almas, que le parecían a él más perfectas y avanzadas que el conocimiento dado a mí de ellas, lo atribuyó a orgullo. Él estaba enfadado conmigo, y predispuesto en contra de mis afirmaciones. No tenía ninguna inquietud a causa de que me estimara menos, porque yo no estaba en condición de pensar si me estimaba o no. Él no podría reconciliar mi complaciente obediencia en la mayoría de las cosas, con tan extraordinaria firmeza, que en ciertos casos le parecería como delictivos. Él admitió la desconfianza de mi gracia; él no estaba todavía suficientemente confirmado en su camino, ni lo comprendió debidamente, es que no dependía de ningún sabio el que yo sea de una manera u otra. Si yo tuviera semejante poder me debería haber adaptado yo misma a lo que él dijo, ahorrándome las cruces que mi firmeza me causó. O, por lo menos, habría disimulado mis verdaderos sentimientos diestramente. Pero no podía hacer nada. Era todo para morir por él, estaba de tal manera en semejante necesidad, que no podía abstenerme de decirle las cosas, así como nuestro Señor me dirigió decírselas. En esto él me había dado una fidelidad inviolable hasta el final. Ninguna cruz o dolores me han hecho alguna vez faltar ni un momento en eso. Entonces estas cosas que le parecían a él ser la fuerte predisposición de una opinión presumida, lo hicieron variar en contra mía. Sin embargo, no lo mostró abiertamente, al contrario intentó ocultarlo de mí; todavía por muy distante o lejano que él estuviese de mí, yo no podría ignorarlo. Por qué lo sentía en el espíritu, y más o menos, cuando la oposición era más fuerte o más débil; en cuanto se aplacó o acabó, mi dolor, ocasionado por eso, cesó. Él también, por su parte, experimentó lo mismo. Él me ha dicho y ha escrito muchas veces sobre esto, “Cuando yo estoy de pie bien con Dios, encuentro que yo estoy bien con usted. Cuando yo estoy por otra parte con Él, me encuentro entonces que estoy así también con usted.” Así él vio claramente que cuando Dios lo recibió, siempre estaba uniéndolo a mí, como si Él no aceptara nada de él sino en esta unión.

Mientras estaba en Turín, una viuda que era una buena sierva de Dios, todo en el brillo de la sensibilidad, vino a él a confesarse. Ella profirió cosas maravillosas de su estado. Yo estaba entonces en el otro lado del confesionario. Él me dijo, “Él se había encontrado con un alma rendida a Dios; que era ella quién estaba presente; que fue edificado moralmente muchísimo por ella; que él estaba lejos de encontrar alguna semejanza en mí; que yo no operé nada más que muerte en su alma.” Al principio me regocijé de que se hubiera encontrado con semejante alma santa. Siempre me da gran alegría al ver a mi Dios glorificado. Cuando volvía, el Señor me mostró claramente el estado de esa alma, como sólo un principio de devoción mezclado con afecto y un poco de silencio, llenado con una nueva sensación. Esto y más, cuando esto estaba fijo ante mí, me vi obligada a escribirle. En su primera lectura de mi carta él descubrió el sello de la verdad en ella; pero poco después, dejando entrar de nuevo sus viejas reflexiones, vio todo lo que le escribí en la luz del orgullo. Él todavía tenía en su mente las reglas ordinarias de la humildad, concebidas y comprendidas después de nuestra manera. Acerca de mí, me abandone a mi misma siendo llevada como un niño que se le dice y lo hace, sin distinción alguna en lo que hace y lo que le dicen que haga. Yo me dejé llevar donde quiera que agrade a mi celestial Padre, alto o bajo; todo era igualmente bueno para mí.

Me escribió, diciendo que, en su primera lectura de mi carta aparecía algo de verdad; pero que al leerla de nuevo, encontró que estaba llena de orgullo, y de la preferencia de mis propios discernimientos al de otros. Algún tiempo después él estaba más iluminado con respecto al estado en el que me encontraba. Entonces dijo, “continúe creyendo como usted ha hecho; yo la animo y la exhorto para que lo haga.” Algún tiempo después descubrió sobradamente, por la forma de actuar de esa persona que estaba muy lejos de lo que él había pensado. Yo doy esto como sólo un ejemplo. Podría dar otros muchos, pero este puede bastar.

 

CAPITULO 14 

Una noche en un sueño nuestro Señor me mostró, que purificaría también a la sirvienta que Él me había dado, haciendo que verdaderamente entrara en la muerte de su ego. Libremente me dispuse para sufrir por ella, como hice por el Padre La Combe. Como resistió a Dios mucho más que él, y estaba mucho más bajo el poder del amor al yo, tenía que ser más purificada. Lo que no podía tolerar en ella fue su consideración por sí misma. Vi claramente que el diablo sólo puede herirnos si nosotros retenemos algún cariño por este ego corrupto. Esta visión era de Dios. Él me dio el discernimiento de espíritus, quienes aceptarían siempre lo que es de Él, o desecharían lo que no es; no por ningún método común de juzgar, no por ninguna información exterior, sino por un principio interior que es exclusivamente un don Suyo. 

Es necesario mencionar aquí que las almas que están todavía en sí mismas, el grado de cualquier luz y ardor que han logrado, son inhábiles para ello. A menudo piensan que tienen este discernimiento, cuando no es ninguna otra cosa que simpatía o antipatía por naturaleza. Nuestro Señor destruyó en mí toda clase de antipatía natural. El alma debe ser muy pura, y dependiente solo de Dios, que todas estas cosas pueden experimentarse en Él. A medida que esta sirvienta se purificaba interiormente, se reducía mi dolor, hasta que el Señor me permitió saber que su estado iba a ser cambiado, lo qué afortunadamente pronto sucedió. En comparación del dolor interior por las almas, las persecuciones exteriores, aunque siempre tan violentas, escaso dolor me dio alguna.

El Obispo de Génova escribió a diferentes personas. Escribió en mi favor ya que pensaba me mostrarían sus cartas, y completamente lo contrario en las cartas que pensaba que yo nunca vería. Fue ordenado de este modo que estas personas, se mostrasen sus cartas entre sí, se golpeó con indignación al verse en tan vergonzosa duplicidad. Me enviaron esas cartas para que pudiera tomar las precauciones apropiadas. Las guardé dos años, y entonces los quemé, para no herir al prelado. La batería más fuerte que levantó contra mí fue la que él hizo con el Secretario de Estado, que mantenía ese puesto junto con el hermano de la Marquesa de Prunai. Usó todos los esfuerzos imaginables para volverme odiosa. Él empleó a ciertos abades para ese propósito, puesto que, aunque yo parecía muy poco en el extranjero, yo era bien conocida por la descripción que este obispo había dado de mí. Esto no causó tanta impresión como habría hecho, si él hubiera aparecido con una luz mejor en la Corte. Algunas cartas suyas, qué su alteza real encontró después de la muerte de la princesa, escritas por él en su contra, y el efecto sobre la princesa, que en lugar de hacer algún caso de lo que ahora escribía contra mí, ella me mostró gran respeto. Me envió su petición para que fuera a verla. De acuerdo atendí a su petición. Me aseguró su protección, y que se alegraba de que estuviera en sus dominios.

Agradó a Dios hacer uso de mí aquí para la conversión de dos o tres eclesiásticos. Pero tuve muchos padecimientos por sus repugnancias y muchas infidelidades --uno quien me había difamado grandemente-- y aun después de su conversión se volvió a sus antiguas andanzas. Dios en su gracia finalmente lo restauró. 

Cuando estaba indecisa si debía exponer a mi hija a la Visita de Turín, o tomar otra decisión; fui sumamente sorprendida, en el momento que menos me lo esperaba, ver al Padre La Combe llegar de Verceil. Él me dijo que debía volver a París sin ningún retraso. Era por la tarde, y dijo, “salga la próxima mañana.” Yo confieso que estas noticias súbitas me sobresaltaron. Era para mí un sacrificio doble el volver a un lugar donde ellos me habían hecho llorar tanto; también respecto a una familia que me despreciaba, y a quiénes representaba mi viaje, causado por pura necesidad, como una decisión voluntaria, conseguido a través de las ataduras humanas. Mirándome entonces dispuso para marcharse, sin ofrecerme una sola palabra en respuesta, con mi hija y mi sirvienta, sin nadie para guiarnos y asistirnos. El Padre La Combe había resuelto no acompañarme, no tanto como para no

pasar las montañas. El Obispo de Génova había escrito por todos los lados que yo me hube marchado a Turín para correr detrás de él. Pero el Padre Provincial, que era un hombre de calidad, y bien informado de la virtud del Padre La Combe, le dijo, que era impropio e inseguro arriesgarnos en estas montañas, sin una persona de conocimiento; y más cuando yo tenía a mi hija pequeña conmigo. Por eso le mandó que me acompañara. El Padre La Combe me confesó que él era algo renuente para hacerlo, y sólo por obediencia, y por el peligro al que yo habría estado expuesta, le hizo superar esto. Él sólo iba a acompañarme hasta Grenoble, y luego volvería a Turín. Yo me marché entonces, mirando para París, para allí sufrir cualquier cosa cruces y juicios si infringir ello agradara a Dios.

Lo que me hizo venir por Grenoble fue el deseo que tenía de pasarme dos o tres días con una señora, sierva eminente de Dios, y una de mis amigas. Estando allí el Padre La Combe y esa señora me hablaron para que no fuera más lejos. Dios se glorificaría en mí y por mí en ese lugar. Él retornó a Verceil, y me abandoné como un niño para ser dirigida por la Providencia. Esta dama me llevó a la casa de una viuda buena, no habiendo alojamientos en la posada. Cuando me pidieron que me quedara en Grenoble, residí en su casa. Puse a mi hija en un convento, y resolví el emplear todo este tiempo renunciando a mí misma para ser poseída en soledad por Él quién es el Soberano absoluto de mi alma. Yo no hice ninguna visita en este lugar; ninguna tuve en cualquiera de los otros lugares donde había estado. Quedé muy sorprendida cuando, unos días después de mi llegada, vinieron a verme allí varias personas que hicieron profesión de una devoción singular a Dios. Percibí inmediatamente un don que Él me había dado, de administrar a cada uno según convenía a sus estados. Me sentí investida, de repente, con el estado apostólico. Eras Tu, O mi Dios, quien realizó todas estas cosas; algunos de ellos me enviaron a otros. Venían en tal exceso que, generalmente de seis de la mañana hasta las ocho de la tarde, estaba dedicada a hablarles del Señor. Las gentes acudían de todos los lados, lejanos y cercanos, frailes, sacerdotes, hombres del mundo, sirvientas, esposas, viudas, todos vinieron uno tras otro. El Señor me proveyó con lo que era pertinente y satisfactorio para todos ellos, después de una manera maravillosa, sin ninguna parte de mi estudio o meditación sobre esto. Nada estaba escondido de mí sobre su estado interior, y de lo que pasaba dentro de ellos. Aquí, O mi Dios, Tú concebiste un número infinito de conquistas sólo conocido por Ti. Ellos fueron instantáneamente dotados con una facilidad maravillosa para la oración. Dios confirió abundantemente sobre ellos Su gracia, y forjó cambios maravillosos en ellos. Las almas más avanzadas encontraron, cuando conmigo, en silencio, una gracia comunicada a ellos que ninguno podía comprender, ni dejar de admirar. Los otros encontraron una unción en mis palabras, y que operaron en ellos lo que les dije. Frailes de órdenes diferentes, y sacerdotes de mérito, vinieron a verme a quien nuestro Señor concedió muy grandes favores, como de hecho Él hizo a todos, sin excepción a quienes vinieron con sinceridad.

Una cosa era sorprendente; no tenía una sílaba para decirles a los que sólo venían a vigilar mis palabras, para criticarlas. Incluso cuando intentaba hablarles, sentía que no podía, y que Dios no me haría hacerlo. Algunos de ellos de regreso decían, “La gente es necia al venir a ver a esa señora. Ella no puede hablar.” Otros de ellos me trataron como si fuera sólo una simple tonta. Después de que ellos me dejaran allí, vino uno y dijo, “yo no pude conseguir venir acá lo bastante pronto para advertirla que no hablara con esas personas; ellos vienen de cierto, para probar en que pueden cogerla para atacarla.” Yo le contesté, “Nuestro Señor lo ha impedido en su caridad; porque no pude decirles una palabra.”

Sentí que lo que hablaba fluía de la fuente, y que era sólo el instrumento de Él, quién me hacia hablar. En medio de este aplauso general, nuestro Señor me hizo comprender lo que era el estado apostólico, con el que Él me había honrado, ese darse uno mismo en ayuda de las almas, en la pureza de Su Espíritu, era exponerse uno mismo a las persecuciones más crueles. Estas mismas palabras se imprimieron en mi corazón: “El renunciar a nosotros mismos para servir a nuestro prójimo es sacrificarnos nosotros mismos a un ahorcamiento.” Tal como ahora proclaman, ‘Bendito es él que viene en el nombre del Señor,’ clamarán pronto, ‘¡Fuera, fuera, crucifícale!.’” Cuando uno de mis amigos hablaba de la estima general que las personas tenían por mí, le dije, “Observe

lo que le digo ahora, que oirá salir maldiciones de las mismas bocas que en el presente pronuncian bendiciones.” Nuestro Señor me hizo comprender que yo debo ser conformada a Él en todos Sus estados; y que, si Él hubiera continuado en una vida privada con Sus padres, Él nunca habría sido crucificado; que, cuando Él renunció a cualquiera de Sus siervos por la crucifixión, Él se empleaba tanto así en el ministerio y servicio de sus vecinos. Es seguro que todas las almas empleadas aquí para destinación apostólica por Dios, y quién está de verdad en el estado apostólico, está para sufrir sumamente. Yo no hablo de aquéllos que se pusieron ellos mismos en esto, quiénes, no siendo llamados por Dios de una forma singular, y no poseyendo nada de la gracia del apostolado, no tengan ninguna de sus cruces; sino sólo aquéllos quiénes se han rendido ellos mismos a Dios sin ninguna reserva, y quiénes están dispuestos con todo su corazón a ser expuestos, para Su causa, a sufrimientos sin ninguna mitigación.

 

CAPITULO 15

 

Entre tan gran numero de almas buenas, de las cuales nuestro Señor atrajo a muchas por mí, algunas se me dieron sólo como plantas para cultivar. Supe su estado, pero no tenía esa unión próxima, o autoridad sobre ellos, qué yo tenía sobre otros. Fue entonces que comprendí la verdadera maternidad más allá de lo que había hecho antes; para aquéllos del último tipo me fueron dados como hijos, de los que algunos eran fieles. Yo supe que serían así; se unieron estrechamente a mí en pura caridad. Otros eran infieles; yo supe de éstos que algunos nunca volverían de su infidelidad, y ellos se asían de mí. Algunos, después de resbalarse a un lado, fueron recuperados. Ambos me costaron mucho dolor y dolor interior, cuando, por falta de valor para morir a ellos mismos, abandonaron el propósito; y abandonaron los buenos principios con que ellos habían sido favorecidos.

Nuestro Señor, entre las multitudes que lo siguieron en la tierra, tuvo pocos hijos verdaderos. Entonces Él dijo a Su Padre, “Aquellos los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición,” mostrando que Él no perdió a ninguno de Sus apóstoles, o discípulos que estuvieron a su lado, aunque ellos a veces dieran pasos falsos.

Entre los frailes que vinieron a verme, había una Orden quienes descubrieron los efectos buenos de la gracia más que ninguna otra. Algunos de esa misma orden estaban antes de esto, en un pequeño pueblo donde el Padre La Combe estaba ejercitando su misión, habían actuado con un celo falso, y violento persiguiendo a todas las almas buenas que sinceramente se habían dedicado a Dios, acosándolos después de tal manera que no puede concebirse. Quemaron todos sus libros que trataban del silencio y la oración interior, negándoles la absolución a los que estaban en la práctica de esto, conduciéndolos a la consternación, y casi a la desesperación, los tales habían llevado vidas malas anteriormente, pero se reformaron ahora, y se mantenían en gracia por medio de la oración, volviéndose limpios y sin culpa en su conducta. Estos frailes habían procedido a tales excesos de celo salvaje a causa del aumento una sedición en ese pueblo, en que un padre del oratorio, una persona de distinción y mérito, fue golpeado con un palo al aire libre en plena calle, porque oraba improvisadamente por las tardes, y los domingos hacía una ferviente y corta oración, a la que inconscientemente se habituaron a usar y practicar estas almas buenas con gusto. 

Nunca tuve tanto consuelo a medida que veía en este pequeño pueblo tantas almas pías, que con una emulación celestial rindieron sus corazones completamente a Dios. Había muchachas de doce o trece años de edad, que aplicadamente proseguían con su trabajo casi a lo largo de todo el día, en silencio, y en sus empleos disfrutaban de una comunión con Dios, habiendo adquirido un hábito fijo. Como estas muchachas eran pobres, ellas

se ponían juntas dos y dos, tal que pudieran leer a las otras que no podían. Uno vio allí la inocencia de los Cristianos primitivos reavivada. Había en ese pueblo una lavandera pobre que tenía cinco niños, y un marido paralítico, lisiado del brazo derecho, y todavía estaba peor de su mente disparatada que del cuerpo. Tenía pocas fuerzas en la izquierda excepto para pegarla. Esta pobre mujer soportó esto con toda la mansedumbre y paciencia de un ángel, mientras ella con su trabajo mantenía a él y a sus cinco niños. Tenía un maravilloso don de oración, en medio de su gran sufrimiento y pobreza extrema, conservaba la presencia de Dios, y tranquilidad de mente. Había también un tendero, y uno que hacía cerraduras, muy conmovidos de Dios. Éstos eran amigos íntimos. A veces uno y a veces el otro le leían a esta lavandera; y se sorprendieron al hallar que fue instruida por el Señor Mismo en todo lo que la leyeron, y hablaban admirablemente de esto.

Esos frailes enviaron por esta mujer, y la amenazaron mucho si ella no abandonaba la oración, diciéndola que orar era sólo para los clérigos, y que ella era muy descarada al practicarla. Ella contestó, que “Cristo había ordenado a todos que orasen,” que Él había dicho, “Mirad, velad y orad; ...Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo” (Marcos 13:33, 37), sin especificar sacerdotes o frailes; que sin la oración ella no podría soportar sus cruces y pobreza; que anteriormente había vivido sin esta, y entonces era muy mala; que desde que había estado en el ejercicio de la oración, ella había amado a Dios con toda su alma; así que abandonar la oración era renunciar a su salvación, cosa que ella no podría hacer. Agregó que ellos podrían tomar a veinte personas que nunca hubiesen practicado la oración, y veinte de los que la practicaban. Entonces, les dijo, “Infórmense ustedes mismos de las vidas de ambas clases, y verán si todavía tienen alguna razón para clamar contra la oración.” Palabras como estas, de semejante mujer, uno pensaría que los podría haber convencido totalmente; pero en lugar de eso, esto sólo los irritó más. Aseguraron que no tendría absolución hasta que les prometiera desistir de la oración. Dijo que eso no dependía de ella, y que Cristo es dueño de lo que

Él comunica a Sus criaturas, y de hacer con ello como a Él le agrade. Ellos se negaron a su absolución; y después de poner entre rejas a un sastre bueno que sirvió a Dios con todo su corazón, ellos pidieron todos los libros sin excepción, que trataran sobre la oración que fueran llevados a ellos. Los quemaron con sus propias manos en la plaza pública. Estaban muy exaltados con su actuación; pero todo el pueblo al poco se levantó en un alboroto. Los hombres principales fueron al Obispo de Génova, y se quejaron de los escándalos de estos nuevos misioneros, tan diferentes de los otros. Hablando del Padre La Combe que había estado allí antes que ellos en su misión, dijeron que éstos parecían como si les enviaran para que destruyeran todo lo bueno que él había hecho. El obispo fue obligado a venir él mismo a ese pueblo, y allí al subir al púlpito, protestaba que él no tenía ninguna parte en esto, y que estos padres habían llevado su celo demasiado lejos. Los frailes, por otro lado declararon, que ellos habían hecho todo lo que hicieron, siguiendo las órdenes que les habían dado.

Había también en Tonon mujeres jóvenes que se habían retirado juntas, siendo lugareños pobres, para ganarse mejor su sustento y servir Dios. Una de ellas de vez en cuando leía, mientras las otras estaban trabajando, y ninguna salía sin pedir permiso a la mayor. Tejían cintas, o hilaban, el fuerte apoyaba al débil. Ellos separaron a estas muchachas pobres, y otros al lado de ellos, en varios pueblos, y las empujaron fuera de la iglesia.

Fueron los frailes de esta misma orden de quienes nuestro Señor hizo uso para establecer la oración en (yo no sé cómo) muchos lugares. En los lugares donde fueron, llevaron cien veces más libros de oración que aquéllos que sus hermanos habían quemado. La mano de Dios aparecía a mí maravillosamente en estas cosas.

Un día cuando estaba enferma, un hermano que tenía habilidad curando enfermedades, vino para una colecta caritativa, pero oyendo que estaba enferma, entró para verme, y me dio las medicinas apropiadas para mi enfermedad. Entramos en una conversación que reavivó en él el amor que tenía por Dios, reconociendo que había estado demasiado ahogado por sus ocupaciones. Le hice comprender que no había ningún empleo que le estorbara del Dios amoroso, y de estar ocupado dentro de él mismo. Prontamente me creyó, cuando él ya tenía una buena porción de piedad, y de una disposición interior. Nuestro Señor confirió en él muchos favores, y le dio ser uno de mis niños verdaderos.

Vi en este tiempo, mejor dicho experimentado la razón sobre la que Dios rechaza a los pecadores de Su seno. Toda la causa del rechazo de Dios está en la voluntad del pecador.

Si esta se sometiere, por muy horrible que él sea, Dios lo purifica en su amor, y lo recibe en su gracia; pero mientras la voluntad se rebela, el rechazo continúa. Por falta de capacidad que cambie su inclinación, él no debe cometer el pecado al que él es inclinado, todavía nunca puede ser admitido en la gracia hasta que la causa cesa, que es esta voluntad mala, rebelde a la ley divina. Si aquella es una vez sometida, Dios entonces quita totalmente los efectos del pecado, que manchan el alma, lavando la deshonra que él había contraído. Si ese pecador muere en el tiempo que su voluntad es rebelde y vuelta hacia el pecado, como muere fija para siempre la disposición del alma, y la causa de su impureza está siempre subsistiendo, semejante alma nunca puede ser recibida en Dios. Su rechazo debe ser eterno, como hay absoluta oposición entre la pureza esencial y la impureza esencial. Y como esta alma, de su propia naturaleza necesariamente tiende a su propio centro, ella está rechazando continuamente al Señor, por causa de su impureza, subsiste no sólo en los efectos, sino en su causa. Es de la misma forma en esta vida. Esta causa, mientras subsiste, impide absolutamente a la gracia de Dios para operar en el alma. Pero si el pecador viene a morir verdaderamente arrepentido, entonces la causa, que es la voluntad mala, siendo quitada, allí queda solamente el efecto o la impureza causada por esta. Él está entonces en una condición de ser purificado. Dios en su infinita misericordia ha proporcionado un lavado de amor y de justicia, un lavado doloroso de hecho, para purificar a esta alma. Y en la medida que la suciedad es mayor o menor, así es el dolor; pero cuando la causa es totalmente quitada, el dolor cesa completamente. Las almas, son recibidas en gracia, en cuanto la causa del pecado cesa; pero ellos no pasan dentro del mismo

Señor, hasta que todos sus efectos son quitados lavándolos. Si ellos no tienen valor para permitir que Él, dentro de Su propia dirección y voluntad, los purifique y limpie completamente, ellos nunca entraran dentro de la pura divinidad en esta vida.

El Señor solicita constantemente que esta voluntad deje de ser rebelde, y no ahorra nada por Su parte para este buen fin. La voluntad es libre, todavía la gracia sigue a pesar de eso. En cuanto la voluntad cesa de rebelarse, encuentra la gracia a la puerta, preparada para introducir sus beneficios indecibles. ¡Oh, la bondad del Señor y la bajeza del pecador, cada uno de ellos asombra cuando es claramente visto!

Antes de que yo llegara a Grenoble, la señora, mi amiga, vio en un sueño que nuestro Señor me dio un número infinito de niños todos vestidos igualmente, llevando sobre sus hábitos las marcas del candor y la inocencia. Pensó que venía a cuidar de los niños del hospital. Pero en cuanto me lo dijo, discerní que ese no era el significado del sueño; sino que nuestro Señor me daría, por una plenitud de frutos espirituales, un gran número de niños; que ellos no serían mis verdaderos niños, sino en simplicidad, candor e inocencia. Tan grande es la aversión que tengo al artificio y al fingimiento.

 

CAPITULO 16 

El médico de quien he hablado, estaba dispuesto a abrirme su corazón. Nuestro Señor le dio a través de mí todo lo que era necesario para él; aunque dispuesto para la vida espiritual, todavía necesitaba de valor y fidelidad, él no había avanzado a su debido tiempo en ello.

Tenía oportunidad para traerme a algunos de sus compañeros que eran frailes; y el Señor tomó sostenimiento de todos ellos. Esto fue al mismo tiempo, que los otros de la misma orden estaban haciendo todos los estragos que he mencionado, oponiéndose con todas sus fuerzas al Espíritu Santo del Señor. No podía sino admirar al ver cómo el Señor estaba satisfecho de hacer enmendar los daños y perjuicios anteriores, derramando Su Espíritu en abundancia sobre estos hombres, mientras los otros estaban trabajando vehementemente contra esto, haciendo todo lo que podían para destruir su dominio y eficacia de sus compañeros- mortales. Pero esas almas buenas en lugar de estar temblando por las persecuciones, crecieron más fuertes por ellas. El Superior, y maestro de los novicios del convento en que este doctor estaba, declaró contra mí, sin conocerme. Ellos estaban dañados y desazonados por una mujer, cuando dijeron, que debería ser, por tanto, de una congregación religiosa, y por eso buscaban tanto después. Mirando las cosas como cuando estaban dentro de ellos mismos, y no cuando ellos estaban en el Señor, que hacían cualquier cosa para agradarle a Él, ellos despreciaban el don que se alojaba en tan mal instrumento, en lugar de estimar al Señor y Su gracia. Todavía este buen hermano finalmente consiguió que el superior viniera a verme, y me dio las gracias por bien qué él dijo

que había hecho. Nuestro Señor lo quiso así, que él encontrara algo en mi conversación que le alcanzó y tuviera cabida en él. Por fin fue atraído completamente. Él fue, quién algún tiempo después, siendo visitante, repartió tal cantidad de esos libros, comprados a su propio cargo, lo que los otros habían intentado destruir completamente. ¡Oh, cuan maravillosa destreza la Tuya, mi Dios!

¡En todos Tus caminos cuan sabio, en todo lo que Tú diriges cuan lleno de amor! ¡Qué bien Tú puedes frustrar toda la falsa sabiduría de los hombres, y triunfar encima de sus vanas pretensiones!

Había en este noviciado muchos novicios. El mayor de ellos estaba muy intranquilo sobre su vocación, tanto que él no sabía qué hacer. Tan grande era su problema que ni podía leer, estudiar, orar, ni apenas hacer cualquiera de sus deberes. Su compañero me lo trajo. Hablamos juntos por un rato, y el Señor me reveló la causa de su desorden y su remedio. Yo se lo dije; y él empezó a practicar oración, incluso de corazón. Tuvo maravillosamente un súbito cambio, y el Señor lo favoreció sumamente. Cuando le hablé la gracia obraba en su corazón, y su alma lo absorbía dentro, como hace la tierra reseca con la lluvia suave. Él se sentía aliviado de su dolor antes de salir del cuarto. Él entonces prontamente, alegremente, y perfectamente realizaba todos sus ejercicios, que antes hacía con repugnancia y aversión. Él ahora estudiaba y oraba fácilmente, y cumplía todos sus deberes, de semejante manera, que era desconocida para él mismo y para los otros. Lo que le asombró más fue un don extraordinario para la oración. Él vio que allí le fue dado prontamente lo que antes nunca pudo tener, cualquier cosa penosa la tomaba para él. Esto avivaba el don que era el principio que lo hacía actuar, le fue otorgada gracia para sus trabajos, y una fruición interior de la gracia de Dios, que lo conducía a todo lo bueno. Gradualmente me trajo a todos los novicios, todos con quienes compartió los efectos de la gracia, aunque diferentemente, según sus temperamentos diferentes. Nunca hubo allí un noviciado más floreciente.

El maestro y el superior no podían abstenerse de admirar tan gran cambio en sus novicios, aunque ellos no supieran la causa de él. Un día, cuando ellos estaban hablando de esto al recolector, porque lo estimaban mucho a causa de su virtud, él dijo, “Mis padres, si ustedes me permitieran, yo les diré la razón de esto. Es la dama contra quien usted ha exclamado tanto sin conocerla, quien Dios ha hecho usar para todo esto.” Estaban muy sorprendidos; y ambos, el maestro aunque de edad avanzada, y su superior, entonces humildemente se sometieron para practicar oración, después de la manera enseñada por un pequeño libro, que el Señor me inspiró escribir, y del que les diré más de ahora en adelante. Cosecharon tal beneficio de él, que el superior me dijo, “realmente yo he llegado a ser un hombre nuevo. No podía practicar la oración antes, porque mi facultad del razonamiento estaba crecida embotándome y extenuándome; pero ahora yo lo hago tan a menudo como yo quiero, con facilidad, con muchos frutos, y una sensación bastante diferente de la presencia de Dios.” Y el maestro dijo, “yo he sido fraile estos cuarenta años, y puedo decir en verdad que nunca supe orar; no he tenido nunca un conocimiento o saborear de Dios, como he hecho desde que leí ese pequeño libro.”

Se ganaron muchos otros para Dios, quienes parecían que eran mis niños. Él me dio tres frailes famosos, de una orden por la que yo he sido, y todavía soy, muy perseguida. Él también me hizo de utilidad a un gran número de monjas, de mujeres jóvenes virtuosas, e incluso hombres del mundo; entre los demás un hombre joven de calidad, que había abandonado la orden de los caballeros de Malta, para tomar la del sacerdocio. Estaba relacionado con un obispo próximo, que tenía otros planes de promoción para él. Había sido muy favorecido por el Señor, y es constante en la oración. No podría describir el gran número de almas que se me dieron entonces, también sirvientas, como esposas, sacerdotes y frailes. Pero había tres curas, un canónigo, y un gran-párroco que me fueron dados más particularmente. Había un sacerdote por quien sufrí mucho, por su no-disposición para morir a sí mismo, amándose demasiado. Con triste pesar le vi deteriorarse, cayéndose fuera. En cuanto a los otros hay algunos de ellos quiénes han continuado firmes e inamovibles, y algunos quienes la tempestad ha agitado un poco, pero no los ha desgarrado muy lejos. Aunque éstos comienzan a un lado, todavía ellos aun así vuelven. Pero aquellos que son arrebatados bastante lejos no vuelven más.

Me fue dada una verdadera hija, de quien nuestro Señor hizo uso para ganar muchos otros para Él. Estaba en un estado extraño de muerte cuando la vi por primera vez, y por mí Él le dio vida y paz. Ella después, cayó gravemente enferma. Los doctores dijeron que se moriría; pero yo tenía una convicción de lo contrario, y que Dios haría uso de ella para ganar almas, como él ha hecho. Había confinada en un monasterio una mujer joven en un estado de distracción. La vi, supe su caso, y que no era lo que ellos pensaban que era. En cuanto la hube hablado se recuperó. Pero a la priora no le gustó que yo le dijera lo que pensaba de esto, porque la persona que la había traído allá era su amigo. Ellas la acosaron más que antes, y la volvieron atrás de nuevo dentro de su distracción.

Una hermana de otro monasterio había estado por ocho años en una melancolía profunda, permanente para cualquiera. Su director la aumentó, practicando remedios contrarios para su desorden. Nunca había estado en ese monasterio; por mí no iba a tales lugares, a menos que se me pidiera, cuando no pensaba que fuera correcto el entrometerse, sino dejándome a mí misma para ser conducida por la Providencia. Quedé muy sorprendida que a las ocho de la noche vinieran a por mí de parte de la priora. Esto fue en los días largos de verano, y estando cerca, fui. Me encontré con una hermana que me contó su caso. Había llegado hasta tal extremo, que no viendo ningún remedio para ella, había tomado un cuchillo para matarse. El cuchillo cayó de su mano, y una persona que fue a verla le aconsejó que hablara conmigo. Nuestro Señor me hizo saber desde el principio de que se trataba; y que Él le requirió el renunciar a ella misma para Él, en lugar de resistirse a Él como lo había estado haciendo durante ocho años. Yo era el instrumento para dirigirla a tal renuncia, entrando enseguida en una paz paradisíaca; todos sus dolores y problemas fueron instantáneamente desterrados; y nunca volvieron de nuevo. Tiene más capacidad que cualquiera en el convento. Ella estaba en el presente tan cambiada, que era la admiración de la comunidad entera. Nuestro Señor le dio un don muy grande de oración y Su continua presencia, con una facultad y prontitud para todo. Una sirvienta también, quién la había preocupado por veintidós años, se entregó de sus problemas.

Eso produjo una estrecha amistad entre la priora y yo, como el cambio maravilloso y la paz de esta hermana la sorprendió, habiéndola visto tan a menudo en su terrible dolor. También estreché otros lazos semejantes en este monasterio, donde hay almas bajo la mirada especial del Señor, quienes Él dirige hacia Él mismo por los medios que Él se había agradado escoger para hacerlo.

Fui movida especialmente a leer las Santas Escrituras. Cuando empecé fui impelida para escribir el pasaje, e instantáneamente me era dada su explicación, qué yo también escribí, siguiendo con expedición inconcebible, luz que estaba siendo vertida sobre mí de semejante manera, encontrando que tenía en mí los tesoros latentes de la sabiduría y el conocimiento, que yo no había conocido todavía. Antes de escribir, no sabía lo que iba a escribir. Y después de que lo había escrito, no recordaba nada de lo que había escrito; ni podía hacer uso de ninguna parte de esto para la ayuda de las almas. El Señor me dio, en el momento que les hablaba (sin ningún estudio o reflexión mía) todo lo que eran necesario para ellos. Así el Señor me hizo seguir con una explicación del santo sentido interno de las Escrituras. No tenía ningún otro libro sino la Biblia, ni nunca hice uso de ninguno sino de ese, e incluso no buscaba ninguno. Cuando, para escritos del Antiguo Testamento, yo hice uso de pasajes del Nuevo, para apoyar lo que yo había dicho, estaban sin buscarlos, se me dieron junto con la explicación; y para los escritos en el Nuevo Testamento, en eso hacia uso de pasajes del Antiguo, ellos me fueron dados de igual manera sin que yo buscara algo. Tenía poco tiempo para escribir sino en la noche, permitiéndome solamente una o dos horas para dormir. El Señor me hizo escribir con tanta pureza, que era obligada a dejarlo o a empezar de nuevo, cuando era del agrado de Él ordenarlo. Cuando escribía de día, a menudo de repente interrumpida, dejaba una palabra inacabada, y Él me daba después lo que a Él agradó. Si yo diera forma a la reflexión yo era castigada por ello, y no podía continuar. Todavía a veces no estaba debidamente atenta al Espíritu divino, pensando que hacía bien en continuar cuando tenía tiempo, incluso sin sentir Su impulso inmediato o iluminadora influencia, de donde es fácil de ver algunos lugares claros y consistentes, y otros que no tienen ningún gusto ni unción; tal es la diferencia del Espíritu de Dios del espíritu humano y natural. Aunque se quedan lo mismo que los escribí, todavía estoy lista, si ordenase, ajustarlos según mi luz presente.

¿No hiciste Tú, O mi Dios, volverme de cientos de caminos, para probar si era sin ninguna reserva, a través de cada tipo de prueba, o si yo no tenía todavía un poco de interés por mí misma? Mi alma se puso de buena gana demasiado flexible por el presente a cada descubrimiento de la voluntad divina, y cualquier clase de humillaciones venidas a mí para contrapesar los favores de Señor, hasta todo, alto o bajo, me daba igual a mí.

Pienso que el Señor actúa con Sus más queridos amigos como el mar con sus olas. A veces los empuja contra las rocas donde se rompen en pedazos, a veces los hace rodar sobre la arena, o los golpea en el fango, entonces al instante los vuelve a tomar en las profundidades de su propio pecho, donde ellos están absortos con la misma rapidez que ellos fueron arrojados primero. Incluso en medio de lo bueno, de lejos la mayor parte sólo son almas de misericordia; ciertamente eso está bien; pero al tener que ver con la justicia divina, oh, ¡cuan poco común y todavía cuan grande! La misericordia es distribuida toda a favor de la criatura, pero la justicia destruye todo de la criatura, sin escatimar nada.

La dama, quien era mi amiga particular, empezó a concebir un poco de celos por el aplauso que me dieron, Dios así lo permitió para purificar más su alma, a través de esta debilidad, y el dolor que la causó. También algunos confesores empezaron a estar intranquilos, diciendo que “no era asunto mío el invadir su provincia, y entrometerme en la ayuda de las almas; que había algunos de los penitentes que tenían un gran afecto por mí.” Era fácil para mí observar la diferencia entre esos confesores que, en su dirección de las almas, no buscan otra cosa sino a Dios, y aquellos quienes buscan para ellos mismos. El primero vino a verme, y se regocijó grandemente por la gracia de Dios otorgada sobre sus penitentes, sin fijar su atención sobre el instrumento. Los otros, al contrario, intentaron clandestinamente avivar al pueblo en contra mía. Vi que ellos estarían en el derecho de oponérseme, si yo me hubiera entrometido por mí misma; pero yo no podía hacer nada más sino lo que el Señor me hizo hacer. A la vez vinieron allí algunos para disputar y oponérseme. Vinieron dos frailes, uno de ellos un hombre de profundos conocimientos y un gran predicador. Vinieron separadamente, después de haber estudiado varia cosas difíciles para proponerme a mí. Aunque eran materias fuera de mi alcance, el Señor me hizo contestar tan justamente como si las hubiera estudiado toda mi vida; después de que les hablé como Él me inspiró. Se fueron no sólo convencidos y satisfechos, sino afectados con el amor de Dios.

Yo todavía continué escribiendo con una rapidez prodigiosa; apenas la mano podía seguir tan rápidamente como dictaba el Espíritu. Durante el desarrollo completo de tan largo trabajo nunca alteré mi manera, ni hice uso de ningún otro libro que la propia Biblia. Los copistas, por mucha diligencia que pusieran, no podían copiar en cinco días lo que yo escribí en una noche. Lo que sea es bueno si ello viene sólo de Dios. Cualquier cosa es por otra parte de mí misma; yo quiero decir de la mezcla que he hecho, sin prestar atención debidamente a él, de mi propia impureza con su pura y casta doctrina. Por el día apenas tenía tiempo para comer, a causa del gran número de personas que venían en muchedumbre a mí. Yo escribí los cánticos en un día y medio, y recibí varias visitas, además.

Aquí puedo agregar a lo que he dicho sobre mis escritos, ocurrió que alguien mezquino hizo perder una parte considerable del libro de Jueces. Deseándose dar ese libro completo, escribí los lugares perdidos de nuevo. Después cuando las personas trataban de salir de la casa, fueron encontrados. Se hallaron mis explicaciones anteriores y las últimas, al compararlas, fue probado que coincidían perfectamente la una y la otra, lo qué sorprendió mucho a personas de conocimiento y mérito, quiénes atestiguaron la verdad de esto.

Allí vino a verme un consejero del parlamento, sirviente de Dios, que encontrando en mi mesa un folleto sobre la oración, que había escrito mucho tiempo antes, deseó que se lo prestara. Lo había leído y le gustó mucho, se lo prestó a algunos amigos a

quienes pensó que podría serle de ayuda. Todos quisieron copias de él. Él resolvió, por consiguiente, imprimirlo. Se empezó la impresión, y dadas las aprobaciones apropiadas para esto. Ellos me pidieron que escribiera un prólogo, que hice, y así fue ese pequeño libro impreso. Este consejero era uno de mis amigos íntimos, y un modelo de piedad. El libro ya ha pasado de las cinco o seis ediciones; y nuestro Señor le ha dado una bendición muy grande. Esos frailes buenos tomaron mil quinientos de ellos. El diablo se enfureció tanto contra mí a causa de la conquista que Dios hizo por mí, que yo estaba segura que él iba a levantar contra mí una violenta persecución. Todos los que no me dieron ningún problema. Permítales levantarse contra mí alguna vez en persecuciones desconocidas. Yo sé que todo sirve para la gloria de mi Dios.

 

CAPITULO 17

¡Una muchacha pobre de gran sencillez, que ganaba su sustento con su trabajo, y fue favorecida interiormente por el Señor, vino toda afligida a mí, y dijo, “Oh mi madre, qué cosas más extrañas he visto!” Pregunté lo que eran, “Ay” dijo ella, “la he visto como un cordero en medio de una inmensa bandada de lobos furiosos. He visto una multitud espantosa de personas de todas los rangos y togas, de todas las edades, sexos y condiciones, sacerdotes, frailes, hombres casados, sirvientas y esposas, con picas, alabardas y blandiendo espadas, todos ávidos para su destrucción inmediata. Usted lo permitió sola sin conmocionarse, sin sorprenderse y sin ofrecer ninguna forma para defenderse así misma. Miré por todos los lados para ver si alguien vendría a ayudarla y defenderla; pero no vi a ninguno.” 

Algunos días después, aquellos, quiénes por envidia estaban levantando privadamente baterías contra mí, estallando mas adelante. Los libelos empezaron a extenderse. Personas envidiosas escribieron contra mí, sin conocerme. Dijeron que yo era una hechicera, que era por un poder mágico que yo atraía a las almas, que todo en mí era diabólico; que si yo hice caridades, era porque yo acuñé, y aplacé dinero falso, con muchas otras imputaciones graves, igualmente falsas, infundadas y absurdas.

Como la tempestad aumentaba cada día, algunos de mis amigos me aconsejaron que me retirara, pero antes de que mencione mi salida de Grenoble, debo decir algo más de mi estado mientras estuve aquí.

Parecíome que todo lo que nuestro Señor me hizo hacer por las almas, estaría en unión con Jesús Cristo. En esta unión divina mis palabras, tenían un efecto maravilloso, incluso para la formación de Jesús Cristo en las almas de otros. No era ninguna sabia capaz por mí misma para decir las cosas que dije. Él me dirigió y me hizo decir lo que Él quiso, como a Él le agradó. A algunos no se me permitió hablarles ni una palabra; y a otros allí fluía adelante como si fuera un diluvio de gracia, y, sin embargo, este puro amor no admitía ninguna superfluidad, o una manera de vacío entretenimiento. Cuando se hicieron preguntas, a la que una respuesta sería inútil, esto no me era dado. Era lo mismo con respecto a como nuestro Señor tuvo agrado para conducirlos a través de la muerte de ellos mismos, y quién venia a buscar por consuelo humano. No tenía nada para ellos sino lo que era puramente necesario, y no podía proceder más allá. Podía hablar al menos sólo de cosas indiferentes, en tal libertad como Dios permite satisfacer a todos, y para no ser insociable o desagradable a nadie; pero de Su propia palabra, Él, Él mismo es el dispensador de ella. ¡Oh, si los predicadores fueran debidamente cuidadosos para hablar sólo en ese espíritu qué frutos traerían delante de las vidas de sus oidores! Con mis verdaderos niños podía comunicarme mejor en silencio, en el idioma espiritual de la Palabra divina. Tenía el consuelo algún tiempo antes de oír a uno leer en San Agustín una conversación que él tenía con su madre. Él se queja de la necesidad de volver de ese idioma celestial de las palabras. Yo a veces dije, “Oh, mi Amor, dame corazones bastante grandes para recibir y contener la plenitud dada en mí.”

Como de esta manera, cuando la Virgen Santa se acercó a Elizabeth, un intercambio maravilloso se mantuvo entre Jesús Cristo y San Juan Bautista, quien después de esto no manifestó ninguna avidez para venir a ver a Cristo, sino fue llamado para retirarse en el desierto, para recibir semejantes comunicaciones con la más gran plenitud. Cuando él vino a predicar arrepentimiento allá, él dijo, no que él era la Palabra, sino sólo una Voz que fue enviada para hacer camino, o abrir un pasaje en los corazones de las personas para Cristo la Palabra. Él sólo bautizó con agua, porque era su función; porque, como el agua escapándose fuera no deja nada, así hace la Voz cuando ella ha pasado. Pero no la Palabra bautizada con el Espíritu Santo, porque Él mismo la imprime sobre las almas, y se comunica con ellas. No se observa que Jesús Cristo dijera alguna cosa durante la parte desconocida de Su vida, aunque es verdad que ninguna de Sus palabras se perderá. Oh Amor, si todo lo que Tú has dicho y operado en silencio fuese escrito, pienso que en el mundo entero no cabrían los libros que se habrían de escribir. Juan 21:25.

Todo lo que experimenté se me mostró en la Santa Escritura. Vi con admiración que no pasó nada dentro de mi alma que no estuviera en Jesús Cristo y en las Santas Escrituras. Debo pasar por encima de muchas cosas en silencio, porque no pueden expresarse. Si fueran expresadas no se podrían entender o comprender.

A menudo sentía mucho que el Padre La Combe, no estuviese afianzado todavía en su estado de muerte interior, sino que a menudo ascendía y caía alternativamente. Sentía que el Padre La Combe era un vaso elegido, quien Dios había escogido para llevar Su nombre entre los Gentiles, y que Él le mostraría cuánto debe sufrir por ese nombre. Un mundo carnal juzga carnalmente, e imputa al apego humano lo que es de la más pur gracia. Si se rompe esta unión por cualquier desviación, mientras más pura y perfeccionada es ella, sentirá más dolor; la separación del alma de Dios por el pecado, es peor que la del cuerpo por la muerte. De mí misma puedo decir que tenía una dependencia incesante en Dios, en cada estado; mi alma estaba siempre dispuesta para obedecer cada sugerencia de Su Espíritu. Pensé que no puede haber nada en el mundo que Él pudiera requerir de mí, que yo no me diera prontamente y con placer. No tenía ningún interés para mí misma. Cuando Dios requiere algo de esta miserable nada, no encuentro ninguna resistencia salida de mí para hacer Su voluntad, por muy rigurosa que esta puede parecer. Si hay un corazón en el mundo de quien su habilidad eres Tú solo, y absoluto amo, el mío parece ser uno de esa clase. Tu voluntad, por más rigurosa que sea, es su vida y su placer.

Para reasumir el hilo de mi historia, el Obispo del Almoner de Grenoble me persuadió para ir por algún tiempo a Marsella, hasta que la tormenta pasase. Me dijo que me recibirían bien allí, que es su tierra nativa, y que muchas personas de mérito estaban allí. Le escribí al Padre La Combe para su consentimiento. Prontamente lo dio. Podría haber ido a Verceil; porque el Obispo de Verceil me había escrito cartas muy complacientes, presionándome seriamente para ir. Pero un respeto humano, y miedo de permitir dar un pretexto a mis enemigos, eso me dio una aversión extrema. 

Juntamente, la Marquesa de Prunai, quien, desde mi marcha, había sido más iluminada por su propia experiencia, habiéndose encontrado con parte de las cosas, que pensé le ocurrirían, había concebido por mí una amistad muy fuerte y una unión íntima de espíritu, de tal manera que nunca dos hermanas podrían estar más unidas que nosotras. Ella estaba sumamente deseosa de que volviera con ella, como yo le había prometido anteriormente. Pero yo no podía resolver esto, para que no se pudiese pensar que yo estaba persiguiendo al Padre La Combe. No había dado ningún motivo a nadie para acusarme de cualquier atadura indirecta a él; por cuanto dependía de mí no continuar con él, yo no lo hice. El Obispo de Génova no había dejado de escribir contra mí a Grenoble, como lo había hecho a otros lugares. Su sobrino había ido de casa en casa para que me despreciaran. Todos esto me era indiferente; y no dejé de hacer en su diócesis todo el bien que pude. Yo igualmente le escribía de una manera respetuosa; pero su corazón estaba demasiado cerrado para ceder a algo.

Antes de salir de Grenoble, aquella muchacha buena de la que he hablado vino a mí llorando, y me dijo que me iba, y que se lo oculté, porque aunque yo no se lo hiciera saber a nadie; pero que el Diablo estaría ante mí en todos los lugares que yo fuera; que iba a un pueblo, donde al poco de llegar, antes él levantará a todo el pueblo contra mí, y me haría todo el daño que pudiera. Lo que me había obligado a ocultar mi partida, fue mi miedo de ser cargada con visitas, y testimonios de amistad de numerosas personas buenas, que tenían un gran afecto por mí.

Embarqué entonces en el Rhone, con mi sirvienta y una mujer joven de Grenoble quien el Señor ha favorecido mucho a través de mí. El Obispo del Almoner de Grenoble también me acompañó, con otro eclesiástico muy digno. Nosotros nos encontramos con muchos accidentes alarmantes y preservaciones maravillosas; pero esos peligrosos instantes, que espantaban a los otros, lejos de alarmarme, aumentaron mi paz. Se asombró mucho el Obispo del Almoner de Grenoble. Él estaba desesperado de miedo, cuando el barco chocó contra una roca, y se abrió del golpe. En su emoción mirándome atentamente, observó que yo no cambié mi semblante, o moví mis cejas, conservando toda mi tranquilidad. Yo no hice tanto como sentir las primeras emociones de sorpresa, que es natural a todos en esas ocasiones, cuando ellas no dependen de nosotros mismos. Lo qué causaba mi paz en tales peligros que aterraban a otros, era mi resignación a Dios, y porque la muerte es mucho más agradable para mí que la vida, si tal fuese Su voluntad, a la que deseo estar siempre pacientemente sumisa. 

Un hombre de calidad, sirviente de Dios, y uno de mis amigos íntimos me había dado una carta para un caballero de Malta que era muy devoto, y a quien he estimado desde que lo he conocido, como un hombre quien nuestro Señor designó para servir a la orden de Malta grandemente, y ser su ornamento y sostén por su vida santa. Le había dicho que pensaba que debería ir allá, y que Dios haría con toda seguridad uso de él para difundir un espíritu de piedad en muchos de los caballeros. De hecho se ha ido a Malta, donde pronto se le dieron los primeros lugares. Este hombre de calidad les envió mi pequeño libro de oración impreso en Grenoble. Tenía un capellán muy contrario al camino espiritual. Tomó este libro, y condenándolo enseguida, fue a avivar una parte del pueblo, y entre el resto una pandilla de hombres que se llamaban los setenta y dos discípulos de San Cyran. Llegué a Marsella a las diez de la mañana, y esa misma tarde todo era ruido contra mí. Algunos fueron a hablar al obispo, diciéndole que, a causa de ese libro, era necesario desterrarme de la ciudad. Ellos le dieron el libro que él examinó como una de sus prebendas. A él le gustó mucho. Mandó por Monsieur Malaval y un padre Recolector, quién supo que había venido a verme un poco después de mi llegada, para inquirir de ellos donde tenía su origen ese gran tumulto, que de hecho no tenía otro efecto en mí que hacerme sonreír, viendo cumplido tan pronto lo que aquella mujer joven me había predicho. Monsieur Malaval y aquel padre bueno le dijeron lo que ellos pensaban de mí al obispo; después de que él testificó su gran malestar por los insultos que me hicieron. Me obligaron a que fuera a verlo. Él me recibió con un respeto extraordinario, y pidió mi perdón para lo que había pasado; deseó que yo me quedara en Marsella, y me aseguró que él me protegería. Él incluso preguntó dónde me alojaba, para que pudiera venir a verme.

Al día siguiente el Obispo del Almoner de Grenoble fue a verlo, con ese otro sacerdote que había venido con nosotros. El Obispo de Marsella testificó de nuevo a ellos su dolor por los insultos que recibí sin ninguna causa; y les dijo, que era usual para esas personas insultar a todos los no eran de su sentir, que le habían insultado incluso a él. No estando satisfechos con eso. Me escribieron las cartas más ofensivas posible, aunque al mismo tiempo no me conocían. Aprendí que nuestro Señor estaba empezando en serio a quitar de mí cada lugar de morada; y vinieron esas palabras a mi mente, “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza.”

En el corto tiempo de mi estancia en Marsella, fui el instrumento para ayudar a algunas almas buenas, y entre otros a un eclesiástico, quien hasta entonces era desconocido para mí. Después de haber cumplido su acción de gracias en la iglesia, viéndome salir, me siguió hasta la casa en la que me alojaba. Entonces me dijo que el Señor lo había inspirado a dirigirse a mí, para abrirme su estado interior. Lo hizo con tanta sencillez como humildad, y el Señor le dio a través de mí todo lo que era necesario para él, de donde se llenó de alegría, agradecimiento y reconocimiento a Dios. Aunque había muchas personas espirituales allí, e incluso entre sus amigos íntimos, él nunca había sido movido para abrir su corazón a ninguno de ellos. Era sirviente de Dios, y favorecido por Él con un singular don de oración. Durante los ocho días que estuve en Marsella, vi muchas almas buenas allí. A través de todas mis persecuciones, nuestro Señor siempre daba algún buen golpe de Su justa mano, y ese eclesiástico bueno se entregó de una ansiedad de mente, que lo había afligido mucho por años.

Después de que hube dejado Grenoble, aquellos que me odiaron, sin conocerme, propagaron libelos contra mí. Una mujer para quien yo tenía gran amor, y a quien incluso la libré de un compromiso que había continuado durante varios años, y contribuyó a que ella desechara a la persona a quien había sido atada, sufrió su mente por reasumir su cariño por tan pernicioso compromiso. Se enfureció violentamente contra mí por haberlo roto. Aunque yo estaba libre de haber hecho algún gasto para procurar su libertad, a pesar de eso fue al Obispo de Grenoble, para decirle que yo la había aconsejado hacer un acto de injusticia. Entonces fue de confesor a confesor, repitiendo la misma historia, para animarlos contra mí. Cuando eran demasiado susceptibles de los prejuicios infundidos, el fuego se encendió pronto en todas partes. No había ninguno excepto aquellos que me conocieron, y quiénes amaban a Dios, que se pusieron de mi parte. Ellos se unieron más estrechamente a mí en simpatía a través de mi persecución. Habría sido muy fácil para mí destruir la calumnia, también con el Obispo de Grenoble. Sólo necesitaba decir quién era la persona, y mostrar los frutos de su desorden. No podía declarar a la persona culpable, sin hacer saber al mismo tiempo el otro quién había sido su cómplice, quien ahora, siendo tocado por Dios, estaba muy arrepentido, pensé que era mejor para mí sufrir y estar callada. Había un hombre muy pío que conocía toda su historia, de principio a fin, quién escribió a ella, que si no se retractaba de sus mentiras, publicaría la historia de su mala vida, para hacer conocer su gran iniquidad y mi inocencia. Continuó algún tiempo en su malicia, escribiendo que yo era una hechicera, con muchas otras falsedades. Algún tiempo después tenía un cruel remordimiento de conciencia a cuenta de esto, que escribió al obispo y los otros para retractarse de lo que había dicho. Ella indujo a uno para escribirme, para informarme que estaba en desesperación por lo que había hecho; que Dios la había castigado. Después de estas retractaciones el griterío bajó, el obispo se desengañó, y desde ese tiempo ha mostrado una gran consideración por mí. Esta criatura llegó a decir, entre otras cosas, que yo causaba que se me rindiera culto; también otras tonterías sin precedentes.

De Marsella no supe cómo o adonde debería ir después. No vi ninguna probabilidad de quedarme o de volver a Grenoble, donde había dejado a mi hija en un convento. El Padre La Combe me había escrito para decirme que pensaba que yo no debía ir a París. Igualmente sentí una fuerte repugnancia a la idea de irme, lo que me hizo pensar que todavía no era el tiempo para esto. Una mañana me sentí interiormente presionada para ir a alguna parte. Tomé un transporte para ir a ver a la Marquesa de Prunai, que pensé era, el refugio más honorable para mí en la condición presente. Pensé que podría pasar a través de Niza en mi camino a su morada, como algunos me habían asegurado que se podía. Pero cuando llegué a Niza, quedé muy sorprendida al saber que el transporte no podía pasar la montaña. No sabía qué hacer, ni de qué manera volver, sola, desamparada de todos, y no sabiendo lo que Dios requería de mí. Mi confusión y cruces parecían aumentar. Me vi a mí misma, sin refugio o retiro, vagando como un vagabundo. Todos los mercaderes, quienes vi en sus tiendas, me parecían felices, teniendo una morada propia donde retirarse. Nada en el mundo me pareció más duro que esta vida errante, para quien naturalmente ama la decencia y el decoro. Cuando estaba en esta incertidumbre, no sabiendo qué curso tomar, uno vino a decirme que el próximo día salía una balandra que iba en un día a Genoa; y que si la cogiera, desembarcaría en Savona, de donde podrían llevarme a la casa de la Marquesa de Prunai. A lo que consentí, cuando no me podía proporcionar ningún otro camino. 

Tenía algo de alegría a embarcar en el mar. Me dije, “Si yo soy la escoria de la tierra, el desprecio y desecho de la naturaleza, voy ahora a embarcar en el elemento que sobre todos los otros es el más traicionero; sí es el gusto del Señor hundirme en las olas, será mío el perecer en ellas.” Allí vino una tempestad en un lugar peligroso para un barco pequeño; y los marineros eran algo malos. La irritación de las olas le dio una satisfacción a mi mente. Me agradé pensando que esas olas rebeldes podrían suministrarme probablemente una tumba. Quizá yo llevé el punto demasiado lejos en el placer que tomé, a verme a mi misma vencida y a merced de las aguas. Aquellos que estaban conmigo, se dieron cuenta de mi intrepidez, pero no sabían la causa de ella. Yo pedí ser puesta en algún pequeño agujero de una piedra, para vivir allí separada de todas las criaturas. Me imaginaba a mí misma, que en alguna isla desierta habrían terminado todas mis desgracias, y me pondré en una condición de hacer Tú voluntad indefectiblemente. Tú me designaste una prisión lejos diferente a la de la roca, y realmente otro destierro que el de la isla desierta. Tú me reservaste para ser golpeada por olas más encrespadas que aquéllas del mar. Las calumnias demostraron ser las olas tenaces, a las que sería expuesta, para ser azotada y sería sacudida por ellos sin misericordia. Por la tempestad fuimos retenidos, y en lugar de un corto viaje de un día a Genoa, estuvimos once días para hacerlo.

¡Cuán pacífico estaba mi corazón en medio de tan violenta agitación! No pudimos tomar tierra en Savona. Nos obligaron a que siguiéramos a Genoa. Nosotros llegamos allí a comienzos de la semana antes de Pascua. 

Mientras estuve allí me vi obligada a soportar los insultos de los habitantes, causado por el resentimiento que tenían en contra de Francia debido a los estragos de un bombardeo reciente. El Dux se había marchado recientemente de la ciudad, y se había llevado con él todos los carruajes. Yo no podía conseguir uno, y me vi obligada a quedarme varios días con gastos excesivos. Las personas allí nos demandaban sumas exorbitantes, y tanto por cada persona, como habría costado comer a una compañía en el mejor sitio de París. Me quedaba poco dinero, pero mi provisión en la Providencia no podría agotarse. Yo rogué con la más gran seriedad por un carruaje a cualquier precio, para pasar la fiesta de Pascua en la casa de la Marquesa de Prunai. Estaba entonces dentro los de tres días de Pascua. Apenas podía conseguir que me entendieran. A fuerza de suplicar, me trajeron a la larga un coche lamentable con mulas cojas, diciéndome que me llevarían prontamente a Verceil que estaba a sólo dos días de viaje, pero exigieron una suma enorme. Ellos no se comprometían a llevarme a la casa de la Marquesa de Prunai, cuando ellos no sabían dónde estaba situada su propiedad. Esto era para mí una fuerte mortificación; porque estaba con mucho deseo de ir a Verceil; no obstante la proximidad de Pascua; y falta de dinero, en un país donde usaron todo tipo de extorsión y tiranía, no me dejó ninguna opción. Estaba bajo una absoluta necesidad de acceder a ser llevada así a Verceil.

Así la Providencia me llevó a donde yo no creía. Nuestro arriero era uno de los hombres más brutales; y para un aumento de mi aflicción, había mandado a Verceil al eclesiástico que nos acompañó, para prevenir su sorpresa al verme allí, después de que yo había protestado contra la ida. Ese eclesiástico fue tratado muy groseramente en el camino, por el odio que ellos mostraban a Francia. Le hicieron ir parte del camino a pie, por eso que, aunque él salió el día antes que yo, llegó allí pronto, tan sólo unas horas antes que yo. En cuanto al compañero que nos dirigió, viendo que tenía sólo mujeres bajo su cuidado, nos trató de la manera más insolente y rústica.

Pasamos por un bosque infestado de ladrones. El arriero tuvo miedo, y nos dijo, que, si nos encontráramos con cualquiera de ellos en el camino, seriamos asesinados. No perdonaban a nadie. Escasamente había proferido estas palabras, cuando allí aparecían cuatro hombres bien armados. ¡Ellos nos detuvieron inmediatamente! El hombre se asustó extremadamente. Hice una ligera inclinación de mi cabeza, con una sonrisa, porque yo no tenía miedo, y estaba resignada tan completamente a la Providencia, que me era igual morir de esta manera o de cualquier otra; en el mar, o por manos de ladrones. Cuando los peligros eran más manifiestos, entonces era mi fe más fuerte, así como mi intrepidez, siendo incapaz de desear nada más que lo que debiera suceder, si ser golpeada contra las rocas, ahogada, o matada de cualquier otra manera; todo en la voluntad de Dios era igual a mí. Las personas que me llevaban o asistían dijeron que nunca habían visto un valor semejante al mío; para los peligros más alarmantes, y en el momento cuando la muerte parecía más cierta, eran aquéllos que parecían agradarme el más. ¿No era tú placer, O mi Dios que me guardabas en cada peligro inminente, y me evitó caer al precipicio, en el momento de resbalar sobre estos vertiginosos picos? Era más fácil yo estaba en la vida, que aceptaba sólo porque Te agradó dármela, y Tú tomaste gran cuidado para preservármela. Allí parecía una emulación mutua entre nosotros, por mi parte resignarme, y por la suya mantenerla. Los ladrones adelantaron entonces al coche; pero tan pronto los saludé, Dios les hizo cambiar su plan. Dándose empujones uno al otro, como si fuera, para impedir que alguno de ellos nos hiciera algún daño; me saludaron respetuosamente, y, con un aire de compasión, inusual en tal clase de personas, se retiraron. Me golpeó inmediatamente el corazón con una convicción plena y clara que era un golpe de Su justa mano, que tenía otros planes sobre mí, que sufrir el morir por mano de ladrones. Es Su soberano poder quien quita todo de Sus amantes consagrados; y destruye sus vidas con todo lo que es del ego sin piedad ni escatimando nada.

El arriero, viéndome asistida sólo con dos mujeres jóvenes, pensando que él podría tratarme como quisiera, quizás esperando sacar dinero de mí. En lugar de llevarme a la posada, me llevó a un molino, en que había una mujer. Pero había una sola habitación con varias camas, en la que los molineros y arrieros estaban juntos. Me obligaron a que me quedara en esa habitación. Le dije al arriero que yo no era una persona para quedarme en semejante lugar y quise obligarlo a que me llevara a la posada. No quiso hacer nada de esto. Me vi obligada a salir a pie, a las diez de la noche, llevando una parte de mi ropa, y me di una buena caminata de más de un cuarto de legua en la oscuridad, en un lugar extraño, no conociendo el camino, cruzando un extremo del bosque infestado de ladrones, procurando llegar a la posada. Aquel tipo, viéndonos apartándonos del lugar, donde había querido que me alojara, gritaba detrás de nosotras de una forma muy insultante. Soporte mi humillación alegremente, pero no sin sentirlo. Pero la voluntad de Dios y mi abandono a ella me facilitó todo. Fuimos bien recibidos en la posada; y las personas buenas de allí hicieron lo mejor en su poder para nuestra recuperación de la fatiga que habíamos sufrido. Nos aseguraron que el lugar del que habíamos salido era muy peligroso. A la mañana siguiente nos vimos obligadas a volver a pie al carruaje, por que aquel no nos lo traería. Por el contrario, nos obsequió con una lluvia de nuevos insultos. Consumando su baja conducta, me vendió al correo, con lo que me obligaron a que fuera el resto del camino en un asiento del correo en lugar de un carruaje.

En este furgón llegué a Alejandría, un pueblo de la frontera, sujeto a España, en el lado del Milanese. Nuestro conductor nos llevó, según su costumbre, a la casa del correo. Me asombré mucho cuando vi a la propietaria que salía no para recibirle, sino para oponerse a su entrada. Ella había oído que había mujeres en el furgón, y tomándonos por una clase diferente de mujeres de las que éramos, protestó contra nuestra entrada. Por otro lado, el conductor estaba determinado a forzar su entrada a pesar de ella. Su disputa subió a tal altura que un gran número de los funcionarios de la guarnición, con una chusma, acudieron al ruido, quienes se sorprendían del humor impar de la mujer negándose a alojarnos. Con seriedad rogué al correo para que nos llevara a otra casa, pero no lo hizo; estaba obstinadamente empeñado en conseguir su propósito. Aseguró a la propietaria que éramos personas de honor y mucha piedad; que apreció por lo que había visto. Por fin, la obligó a que viniera a vernos a fuerza de insistentes súplicas. En cuanto ella nos hubo mirado, actuó como los ladrones habían hecho; cedió enseguida y nos admitió.

Nada más apearme del furgón, que ella dijo, “enciérrense bien en esa habitación, y no se muevan, que mi hijo no puede saber que usted está aquí; en cuanto lo sepa, querrá matarla.” Lo dijo con tanta fuerza, como también lo hizo con la sirvienta y la doncella, que, si la muerte no tuviera tantos encantos para mí, debería haber estado lista para morirme de miedo. Las dos pobres muchachas conmigo estaban bajo temores espantosos. Cuando

alguien se movía, o venía a abrir la puerta, ellas pensaban que venían a matarlas. Para abreviar continuaron en una ansiedad terrible, entre la vida y muerte, hasta el día siguiente, cuando supimos que el joven había jurado matar a cualquier mujer que se alojara en la casa. Unos días antes, hubo un desgraciado evento, que parece haberlo arruinado; una mujer de mala vida estando allí privadamente, asesinó a un hombre estimado por algunos, lo que había costado a la casa una pesada multa; y él estaba asustado de que vinieran personas semejantes, no sin razón.

 

CAPITULO 18 

Después de estas aventuras y otras que sería tedioso recitar, llegué a Verceil. Fui a la posada, donde fui mal recibida. Envié por el Padre La Combe, que pensé ya se había enterado de mi venida, por el eclesiástico que antes le había enviado, y quién sería de tanto servicio para mí. Este eclesiástico estuvo sólo un momento durante mi llegada. ¡Cuánto mejor en el camino si debo ser pasajera, si lo tuviera conmigo! Porque en ese país miraban a las señoras, acompañadas con eclesiásticos, con veneración, como personas de honor y piedad. El Padre La Combe entró en una extraña agitación a mi llegada, Dios así lo permitió. Él dijo que todos pensarían que yo vine tras él, y que dañaría su reputación, que en ese país era muy alta. No tenía el menor dolor para irme.

Sólo era la necesidad qué me había obligado a que me sometiera a tan desagradable labor. El padre me recibió con frialdad, y de tal manera como para permitirme ver suficientemente sus sentimientos, y de hecho reduplicó mi dolor. Le pregunté si requería que me volviera, agregando, que si lo hiciera, “me marcharía en ese momento no obstante, de estar agobiada y agotada, ambas con cansancio y ayunos.” Dijo que no sabía cómo el Obispo de Verceil tomaría mi llegada, después de que había entregado todas sus expectativas a él, y después que hacía mucho tiempo, y así obstinadamente, se negó a las serviciales ofertas que me había hecho; desde entonces ya no expresó ningún deseo de verme. 

Entonces me parecía como si fuera rechazada de la faz de la tierra, sin poder hallar ningún refugio, y como si todas las criaturas se hubieren combinado para aplastarme. Pasé esa noche sin dormir, no sabiendo qué curso me vería obligada a tomar, siendo perseguida por mis enemigos, y objeto de desgracia para mis amigos.

Cuando se supo en la posada, que era conocida del Padre La Combe, me trataron con más respeto y bondad. Ellos lo estimaban como un santo. El padre no supo como decirle al obispo de mi llegada, y sentí su dolor más que si fuera mío propio.

En cuanto aquel Prelado supo que hube llegado, envió a su sobrina que me tomó en su carruaje, y me llevó a su casa. Estas cosas fueron arregladas fuera de toda ceremonia; y el obispo, no habiéndome visto todavía, no supe qué pensar en una jornada tan inesperada, después de que me había negado tres veces, aunque él envió expresos con el propósito de traerme. Él estaba de mal humor conmigo. No obstante, cuando se informó que mi plan no era quedarme en Verceil, sino ir a la casa de la Marquesa de Prunai, dio órdenes para que se me tratara bien. No podría verme hasta que el domingo de Pascua hubiese terminado. Él ofició toda la víspera y todo ese día. Después de que acabara, entró en un coche en la casa de su sobrina para verme. A pesar de que él apenas entendía francés no mejor que yo el italiano, estaba muy satisfecho con la conversación que tuvo conmigo. Parecía tener tanto favor por mí como indiferencia antes.

Él concibió mientras una fuerte amistad por mí como si yo hubiera sido su hermana; y su único placer, en medio de sus incesantes ocupaciones, era venir y pasar media hora conmigo hablando de Dios. Le escribió al Obispo de Marsella para agradecerle el haberme protegido allí en las persecuciones. Le escribió al Obispo de Grenoble; y no omitió nada para manifestar su consideración por mí. Ahora parecía pensar exclusivamente en hallar los medios para detenerme en su diócesis. Él no quería oír hablar de mi ida para ver a la Marquesa de Prunai. Al contrario, la escribió para que viniese y se estableciera conmigo en su diócesis. Le envió al Padre La Combe, con el propósito de exhortarla a venir; asegurándola que nos uniría a todos para hacer una congregación. La Marquesa participó prontamente en ello, y así como su hija. Ellas habrían venido con el Padre La Combe, pero la Marquesa estaba enferma. El obispo era activo y serio buscando y estableciendo una sociedad con nosotros, y encontró varias personas pías y algunas señoras jóvenes muy devotas, que estaban preparadas para venir a unírsenos. Pero no era la voluntad de Dios el organizarme así, sino para crucificarme todavía más. 

La fatiga del viaje me hizo enfermar. También la muchacha que traje de Grenoble cayó enferma. Sus amistades, que eran codiciosas interpretaron en sus cabezas que, si muriese a mi servicio, yo conseguiría que ella hiciera un testamento a mi favor. Estaban muy equivocados. Lejos de desear la propiedad de otros, me había desprendido de la mía. Su hermano, preso de este temor, vino con toda rapidez; la primera cosa sobre la que habló, aunque la encontró recuperada, fue de hacer un testamento. Eso hizo un gran ruido en Verceil. Quería que ella volviera con él, pero ella se negó. Le aconsejé que hiciera lo que su hermano deseaba. Él contrajo amistad con algunos de los funcionarios de la guarnición, a quienes contó historias ridículas, como que yo quería usar a su hermana mal. Él aparentaba que ella era una persona de calidad. Ellos departieron de lo que me asustaba,--que yo vine detrás del Padre La Combe. Ellos incluso lo acosaban para que les contara sobre mí. Se perturbó mucho el obispo, pero no podía remediarlo. La amistad que tenía conmigo se incrementaba cada día; porque, como él amaba a Dios, así lo hacía con todos aquellos quienes consideraba que deseaban amar a Dios. Cuando me vio tan indispuesta, vino a verme con asiduidad y caridad, cuando sus ocupaciones le dejaba tiempo libre. Me hizo pequeños regalos de frutas y otras cosas. Tenían celos de su amistad. Dijeron que yo había venido a arruinarlo, y para que se llevara su dinero a Francia, lo que estaba muy lejos de mis pensamientos. El obispo pacientemente soportó estas afrentas, esperando a pesar de eso mantenerme en su diócesis, puesto que debía recuperarme.

El Padre La Combe era la prebenda del obispo y su confesor. Él le tenía mucha estima. Dios hizo uso de él para convertir algunos de los funcionarios y soldados, quienes, de ser hombres de vidas escandalosas, se volvieron modelos de piedad. En ese lugar todo estaba mezclado con cruces, pero se ganaron almas para Dios. Había algunos de sus frailes, que, después de su ejemplo, estaban avanzando hacia la perfección. Yo no entendía su idioma ni ellos el mío, el Señor nos hizo entendernos el uno al otro en aquello concerniente con Su servicio. El Rector de los Jesuitas tomó su tiempo, cuando el Padre La Combe se hubo marchado del pueblo, para probarme, como él dijo. Él había estudiado materias teológicas, que yo no entendía. Propuso varias preguntas. El Señor me inspiró contestarle de semejante manera, que se marchó sorprendido y satisfecho. Él no podía abstenerse de hablar de ello.

Los Barnabitas de París, o mejor dicho al Padre de la Mothe se le metió en la cabeza el intentar traer al Padre La Combe para que predicase en París. Él escribió al Padre-general sobre eso, porque ellos no tenían ninguno en París para apoyar su convento, que su iglesia estaba desierta; que era una pena el dejar a semejante hombre como el Padre La Combe en un lugar donde él sólo viciaba su idioma. Era necesario hacer que sus finos talentos aparecieran en París, donde él no podía llevar la carga de la casa, si no le dieran un ayudante de tal calificación y experiencia. ¿Quién no habría pensado que todo esto era sincero? El Obispo de Verceil, que era muy amigo del Padre-general, teniendo aviso de eso, se opuso, y contestó que estaría haciéndole el mayor daño al quitarle un hombre que le era tan sumamente útil, y en un momento cuando tenía mucha necesidad de él.

El Padre-general de los Barnabitas no aceptaría la demanda del Padre de la Mothe, por miedo de ofender al Obispo de Verceil. Acerca de mí, mi indisposición aumentó. El aire, de allí que es muy malo, me causaba una tos incesante, con frecuentes apariciones de fiebre. Empeoré tanto que llegué a pensar que no podría superarlo. Se afligió el Obispo al verme así, pero, habiendo consultado a los médicos, le aseguraron que el aire del lugar era mortal para mí, después de lo cual me dijo, “prefiero más bien tenerla viva, aunque distante de mí, que verla morirse aquí.” Abandonó su plan de establecer su congregación, porque mi amiga no se establecería allí sin mí. La señora de Génova no podía dejar su propia ciudad fácilmente, donde era respetada. La Genovesa suplicó el instalar allí lo que el Obispo de Verceil había querido que ella preparara. Casi era una congregación como la de la Señora de Miramion. Cuando el Obispo propuso esto la primera vez, sin embargo, según parecía, tuve un presentimiento de que no tendría éxito, y que no era lo que nuestro Señor requería de mí, aunque yo me rendí sumisamente a tan buena propuesta, sólo fue por reconocer los muchos favores especiales de este prelado. Estaba segura que el Señor me haría conocer bien como prevenir lo que Él quisiera requerir ahora de mí. Como este prelado bueno vio que debía resignarse a dejarme ir, me dijo, “Usted está dispuesta para estar en la diócesis de Génova, y allí ellos la perseguirán y la rechazaran; yo, quién la tendría con mucho gusto, no puedo retenerla.” Le escribió al Padre La Mothe diciéndole que debía irme en primavera, en cuanto el tiempo lo permitiera. Él sentía verse obligado a dejarme ir. Todavía aun esperaba retener al Padre La Combe, que probablemente podría haber estado, de no recibir la noticia de la muerte del Padre-general dando esto otro giro.

Aquí fue cuando escribí sobre el Apocalipsis, y que allí se me dio una certeza mayor de todas las persecuciones de los sirvientes más fieles de Dios. Aquí también fui fuertemente movida para escribir a la Señora De Ch --. Lo hice con gran sencillez; y lo que escribí fue como los primeros cimientos de lo que el Señor requería de ella, habiéndose agradado de hacer uso de mí para ayudarla a conducirla en Sus caminos, siendo una persona a quien yo estoy muy unida, y por ella a otros.

El amigo del Obispo de Verceil, el Padre-general de los Barnabitas, partió de esta vida. Tan pronto hubo muerto, el Padre de La Mothe escribió al Vicario general que ahora ocupaba su puesto hasta que otro fuera elegido, renovando su demanda para tener al Padre La Combe como ayudante. El padre, oyendo que me obligaban a causa de mi indisposición a volver a Francia, le envió una orden al Padre La Combe para volver a París, y para acompañarme en mi viaje, así de este modo al hacerlo se le dispensaría en su convento en París, ya pobre, por los gastos de tan largo viaje. El Padre La Combe, quien no se tragó el veneno que había bajo esta justa opinión, consintió eso; sabiendo que era mi costumbre el tener algún eclesiástico conmigo cuando viajaba. El Padre La Combe se marchó doce días antes que yo, para llevar a cabo algunos negocios, y esperarme para pasar a través de las montañas, ya que en ese lugar era donde yo tenía la mayor necesidad de una escolta. Me puse en camino por Cuaresma, el tiempo entonces era bueno. Fue una separación triste para el Obispo. Me dio lastima de él; estaba muy afectado de perdernos a ambos, al Padre La Combe y a mí. Hizo que me acompañaran hasta Turín, costeándolo de su propio dinero, dándome un señor y uno de sus eclesiásticos para acompañarme.

En cuanto se tomó la resolución de que el Padre La Combe debía acompañarme, el Padre La Mothe informó por todas partes “que le habían obligado a hacerlo, para hacerle volver a Francia.” Él se extendió sobre el apego que yo tenía por el Padre La Combe, fingiendo tener lástima de mí. En esto todo el mundo dijo que debía de ponerme bajo la dirección del Padre de La Mothe. Mientras tanto él falsamente palió la malignidad de su corazón, escribiendo cartas llenas de estima al Padre La Combe, y algunas a mí llenas de ternura, “deseando traerse a su estimada hermana, y servirla en sus enfermedades, y en las penalidades de tan largo viaje; que él conmovido, se sentía obligado a ello por su cariño”; con muchas otras cosas de igual naturaleza.

No podía atreverme a partir sin ir a ver a mi buena amiga, la Marquesa de Prunai, a pesar de la dificultad de los caminos. Hice que me llevaran, siendo casi imposible ir por otro sitio a causa de las montañas. Estaba sumamente alegre al verme llegar. Nada podría ser más cordial que lo que pasó entre nosotras. Fue entonces que reconoció que todo lo que le dije había sucedido. Un eclesiástico bueno, que vive con ella, me dijo lo mismo. Nosotros hicimos ungüentos y escayolas juntos, y le di el secreto de mis remedios, yo la animé, y, por tanto, el Padre La Combe hizo, para establecer un hospital en ese lugar; qué se hizo mientras nosotros estábamos allí. Contribuí con mi óbolo a ello, qué ha sido siempre bendición a todos los hospitales, que se han establecido alguna vez confiando en la Providencia.

Creo que me he olvidado de decir, que el Señor había hecho uso de mí para establecer uno cerca de Grenoble, que subsiste sin ningún otro fondo que los proporcionados por la Providencia. Mis enemigos hicieron uso de eso después para calumniarme, diciendo que yo había gastado la riqueza de mis hijos estableciendo hospitales, aunque, lejos de gastar nada de su riqueza, yo les había dado incluso de la mía. Todos esos hospitales sólo se han establecido con los fondos de la Providencia divina que es inagotable. Pero de manera que ello ha sido ordenado para mi bien, que todo lo que nuestro Señor me ha hecho hacer para Su gloria se ha convertido algunas veces en cruces para mí.

Tan pronto como se determinó que debía irme a Francia, el Señor me hizo saber, que era para tener las mayores cruces que alguna vez tuve. El Padre La Combe tenía el mismo sentir. Me alentó a que me resignara a la voluntad divina, y para convertirme en una víctima ofrecida libremente para nuevos sacrificios. También me escribió, “¿Si no fuese una cosa muy gloriosa para Dios, si Él nos hiciera servir en esa gran ciudad, para espectáculo a los ángeles y a los hombres?” Me retiré con un espíritu de sacrificio, para ofrecerme a mi misma para los nuevos tipos de castigos, si agradaba a mi estimado Señor. A lo largo del camino algo dentro de mí repetía las mismas palabras de San. Pablo: “Ahora, he aquí, ligado yo en espíritu, voy a Jerusalén, sin saber lo

que allá me ha de acontecer; salvo que el Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio, diciendo que me esperan prisiones y tribulaciones. Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo.” (Hechos 20:22,23,24.) No podía abstenerme de testificarlo a mis amigos más íntimos, que intentaron con ahínco el persuadirme para detenerme, y que no siguiera. Estaban todos deseosos de contribuir con una porción de lo que tenían, para que me asentara allí, y evitar mi llegada a París. Pero hallé mi deber proseguir mi camino, y sacrificarme a mi misma por Él quién primero se sacrificó por mí. 

En Chamberry vimos al Padre La Mothe, que iba a la elección de un Padre-general. Sin embargo, él afectó una apariencia de amistad, no era difícil descubrir que sus pensamientos eran diferentes de sus palabras, y que había concebido planes oscuros contra nosotros. Hablo no de sus intenciones, sino para obedecer la orden que se me ha dado de no omitir nada. Necesariamente me veré obligada a menudo a hablar de él. Desearía con todo mi corazón si estuviera en mi poder suprimir lo que tengo que decir de él. Si lo que ha hecho solo fuera respecto a mí, enterraría de buena gana todo; pero pienso que me debo a la verdad, y a la inocencia del Padre La Combe, tan cruelmente perseguido, y gravemente aplastado tanto tiempo, por horribles calumnias, por un encarcelamiento de varios años, que con toda probabilidad durará mientras viva. Sin embargo, el Padre La Mothe puede parecer acusado excesivamente en lo que digo de él, yo protesto solemnemente, y en la presencia de Dios que paso por alto, y en silencio por muchas de sus malas acciones.

 

CAPITULO 19

Apenas hube llegado a París, cuando prontamente descubrí los negros planes preparados contra el Padre La Combe y contra mí. El Padre La Mothe que dirigía toda la tragedia, disimulaba diestramente, según su costumbre; adulándome en mi cara, mientras que con entusiasmo procuraba dañarme a mis espaldas. Él y sus confederados querían, por su propio interés, persuadirme para ir a Montargis (mi lugar de nacimiento), esperando, por eso, conseguir la protección de mis hijos, y disponer de mi persona y efectos. Todas las persecuciones del Padre La Mothe, y mi familia han sido motivadas por su parte mirando a su interés; aquellos que han saltado de rabia y venganza contra el Padre La Combe, porque él, como mi director, no me obligó a hacer lo que querían; además de por celos. Puedo entrar en largos detalles sobre esto, suficientes para convencer a todo el mundo; pero los suprimo, para evitar alargarme. Sólo diré, que amenazaron con privarme de lo poco que había reservado para mí. A esto sólo contesté, que no recurriría a la ley, si ellos estuvieran resueltos a quitarme lo poco que me había quedado (poco de hecho en comparación con lo que había dado) renunciaría a ello completamente por ellos; siendo bastante libre y deseosa no sólo para ser pobre, sino para estar incluso en la más extrema necesidad, en imitación de nuestro Señor Jesucristo.

Llegué a París en la víspera de la Magdalena, en 1686, exactamente cinco años después de mi salida de esa ciudad. Después de que llegó el Padre La Combe, pronto fue seguido y muy aplaudido. Percibí algo de envidia por esto en el Padre La Mothe, pero no pensé que se llevarían estas cuestiones tan lejos como han sido llevadas. La mayor parte de los Barnabitas de París, y su vecindario, se unieron contra el Padre La Combe, inducidos por varias causas particularmente relacionadas con su orden. Pero todas sus calumnias y malas intenciones fueron derribadas por la sencilla piedad que manifestó, y la bondad de sus obras de las qué se beneficiaron multitudes.

Había depositado una pequeña suma de dinero en sus manos (con el consentimiento de su superior), entregada para el ingreso de una monja. Pensé para mi misma, que en conciencia estaba obligada a hacerlo. Ella se había ido de los Nuevos católicos, por medio de mí. Era esa joven a quien mencioné antes, quien el sacerdote de Gex quiso ganarse. Cuando es bonita, aunque muy prudente, siempre continuó allí a causa del temor, cuando tal se expone uno en el mundo. La Mothe quería tener ese dinero, y expresó a La Combe que, si él no me hiciera dárselo para una pared, que tenía que reconstruir en su convento, le haría padecer por esto. Pero este último, quién siempre es honrado, contestó que él no podía en conciencia aconsejarme que hiciera otra cosa, pero que yo ya me había resuelto, en favor de esa joven. De ahí que él y el provincial anhelaran ardientemente satisfacer sus deseos de venganza. Emplearon todos sus pensamientos en los medios para efectuarlos.

Un hombre muy malo que fue empleado para ese propósito, escribió libelos difamatorios, declarando que las proposiciones de Molinos, que había estado los dos últimos años en Francia, era el parecer del Padre La Combe. Se extendieron estos libelos por todas partes en la comunidad. El Padre La Mothe el provincial, actuando como personas muy afectadas a la iglesia, los llevaron al oficial, o juez de la corte eclesiástica, quien se incorporó al oscuro plan. Ellos se los mostraron al Arzobispo, diciendo, “que ello estaba fuera de su celo, y que estaban sumamente afligidos por que uno de su hermandad fuese un hereje, y como tal execrable.” También me condujeron a mí, pero más moderadamente, diciendo que el Padre La Combe casi siempre estaba en mi casa, lo que era falso. Apenas podría verlo en absoluto excepto en el confesionario, y entonces durante un tiempo muy corto. Diversas cosas igualmente falsas las esparcieron libremente involucrándonos a nosotros dos.

Ellos mismos acordaron llevar una cosa mas allá, probablemente para favorecer su conspiración. Supieron que había estado en Marsella, y pensando que tenían un buen fundamento para una nueva calumnia. Falsificaron una carta de una persona en

Marsella (yo oí que era del Obispo) dirigida al Arzobispo de París, o a su oficial, en la que ellos escribieron el escándalo más abominable. El Padre La Mothe vino para intentar arrastrarme a su trampa, y hacerme decir, en la presencia de las personas que había traído, que yo había estado en Marsella con el Padre La Combe. “Hay,” dijo él, “informes escandalosos contra usted, enviados por el Obispo de Marsella. Usted ha caído allí en un gran escándalo con el Padre La Combe. Hay bastantes evidencias de ello.” Contesté con una sonrisa, “La calumnia se inventa bien; pero habría sido apropiado saber primero si el Padre La Combe había estado en Marsella, porque yo no creo que haya estado nunca en su vida. Mientras yo estaba allí, el Padre La Combe estaba trabajando en Verceil.” Estaba perplejo y se fue, diciendo, “está dando testimonio de su verdadero ser.” Fue inmediatamente a preguntarle al Padre La Combe si él no hubiera estado en Marsella. Aseguró que él nunca había estado allí. Ellos se toparon con la decepción. Entonces propagaron que no era Marsella sino Seisel. Ahora Seisel es un lugar en el que nunca he estado, y no hay ningún obispo allí.

Usaron todas las estratagemas imaginables para aterrarme con amenazas, falsificando cartas, y crónicas dirigidas contra mí, acusándome de enseñar doctrinas erróneas, y de vivir una vida mala, e instándome a que huyera del país para escapar a las consecuencias de las denuncias. Fracasando en todo esto, a la larga La Mothe se quitó la máscara, y me dijo en la iglesia, ante La Combe, “es ahora, mi hermana que usted debe pensar en huir, usted está acusada con crímenes de tintes profundos.” No me conmoví lo más mínimo, sino contesté con mi tranquilidad usual, “Si soy culpable de tales crímenes no pueden castigarme severamente; porque no huiré o saldré de esta manera. He hecho una profesión abierta a mi misma de consagración completa a Dios. Si he hecho cosas ofensivas a Él, quien yo desearía que ambos amaran, y causar que fuera amado por el mundo entero, incluso a costa de mi vida, si mi castigo fuera un ejemplo al mundo; pero si soy inocente, para mí huir, no es la manera para que mi inocencia sea creída.”

Se hicieron esfuerzos similares para derribar al Padre La Combe. Tergiversaron groseramente las palabras de él al rey, y procuraron una orden para su arresto y encarcelamiento en la Bastilla.

Aunque en su proceso apareció completamente inocente, y no podían encontrar nada después de lo cual justificar una condenación, todavía le hicieron creer al rey que era un hombre peligroso en temas de religión. Él estaba entonces encerrado en una segura fortaleza de la Bastilla de por vida; pero cuando sus enemigos oyeron que el capitán de esa fortaleza lo apreciaba, y lo trataba bondadosamente, ellos lo cambiaron a un lugar mucho peor. Dios que mira todo, premiará a cada hombre según sus obras. Yo sé por una comunicación interior que él está muy bien satisfecho, y totalmente resignado a Dios.

La Mothe ahora se esforzaba más que nunca para inducirme a huir, asegurándome que, si me fuera a Montargis, estaría fuera de todo problema; pero que si no lo hiciera, pagaría por ello. Él insistió en que lo tomara como mi director, lo que yo no podía aceptar. Me desacreditó dondequiera que fue, y escribió a sus hermanos para que hicieran lo mismo. Ellos me enviaron cartas muy injuriosas, asegurándome que, si no me pusiera bajo su dirección, sería deshecha. Todavía tengo las cartas conmigo. Un padre me deseó en este caso hacer de la necesidad virtud. No, algunos me aconsejaron que fingiera ponerme bajo su dirección, y engañarlo. Aborrecí la idea del engaño. Soporté todo con la más gran tranquilidad, sin tener ninguna preocupación por justificarme o defenderme, dejándoselo completamente a Dios, el ordenar como le agradase sobre mí. Aquí menciono que se agradó misericordiosamente aumentar la paz de mi alma, mientras todos parecían gritar contra mí, y mirándome como una criatura infame, excepto esos pocos que me conocían bien por una cercana unión de espíritu. En la iglesia yo oí a las personas detrás de mí exclamar contra mí, e incluso unos sacerdotes diciendo que era necesario expulsarme de la iglesia. Me abandoné a mi misma a Dios sin reservas, estando preparada del todo para soportar los sufrimientos más rigurosos y torturas, si tal era Su voluntad.

Nunca hice ninguna petición por el Padre La Combe o por mí, aunque cargada con eso entre otras cosas. Le deberé todo a Dios, no tengo dependencia de ninguna criatura. Yo no diría que nadie sino Dios había hecho a Abraham rico. Génesis 14:23. Perder todo por Él es mi mejor ganancia; y ganar todo sin Él sería mi peor pérdida. Aunque en este momento un grito general se levantó contra mí, Dios no dejó de hacer uso de mí para ganar muchas almas para Él. En lo más furioso de la persecución contra mí, más niños se me dieron, en quienes el Señor confirió grandes favores a través de Su sierva. 

Uno no debe juzgar a los sirvientes de Dios por lo que dicen sus enemigos, ni por ser perseguido bajo las calumnias sin ningún recurso. Jesús Cristo expiró bajo dolores. Dios usa ello para guiar a Sus más queridos sirvientes, para hacerlos conforme a Su Hijo, en quien Él siempre se agrada. Pero pocos sitúan esa conformidad donde ha de ser. No está en dolores voluntarios o austeridades, sino en aquellos que se sufren en la vida en una sumisión conforme a la voluntad de Dios, en una renuncia completa de nuestros egos, al extremo que Dios pueda ser nuestro todo en todo, dirigiéndonos según Sus parecer, y no por el nuestro, qué generalmente está opuesto al Suyo. Toda perfección consiste en estar en completa conformidad con Jesús Cristo, no en las cosas brillantes que los hombres estiman. Sólo se verá en la eternidad quienes son los verdaderos amigos de Dios. Nada Le agrada sino Jesús Cristo, y aquellos quienes llevan Su marca o carácter.

Me presionaban continuamente para que huyera, aunque el Arzobispo había hablado conmigo, y me rogó que no dejara París. Pero ellos quisieron dar la apariencia de criminalidad a mí y al Padre La Combe por mi fuga. No sabían como hacerme caer en las manos del oficial. Si ellos me acusaran de crímenes, debe ser ante otros jueces. Cualquier otro juez habría visto mi inocencia; el que da falso testimonio habría corrido el riesgo de ser penado por ello. Continuamente difundían historias de crímenes horribles; pero el oficial me aseguró que no había oído mencionar ninguna. Él estaba asustado, que debería retirarme fuera de su jurisdicción. Entonces hicieron creer al rey “que era una hereje que mantenía una correspondencia literaria con Molinos (yo, que nunca supe que

había un Molinos en el mundo, hasta que la Gaceta me habló de él) que yo había escrito un libro peligroso; y que con esos informes sería necesario emitir una orden para ponerme en un convento, para que puedan examinarme. Yo era una persona peligrosa, que sería apropiado encerrarme con llave, para no permitirme ningún trato con ninguno; ya que continuamente sostuve asambleas,” lo qué era completamente falso. Para apoyar esta calumnia mi letra fue falsificada, y se falsificó una carta como mía, significando, que tenía “grandes planes, pero temía que resultaran abortados, por el encarcelamiento del Padre La Combe, por que razón había dejado de mantener asambleas en mi casa, porque estaba siendo vigilada estrechamente; pero que las mantendría en las casas de otras personas.” Esta carta falsificada se la mostraron al rey, y sobre esto se dio una orden para mi encarcelamiento.

Esta orden se tendría que haber ejecutado dos meses antes, pero había caído muy enferma. Tenía dolores inconcebibles y fiebre. Algunos pensaron que tenía una inflamación en mi cabeza. El dolor que sufrí durante cinco semanas me hizo delirar. Tenía también un dolor en el pecho y una violenta tos. Dos veces recibí el santo sacramento, cuando se pensaban que yo estaba expirando. Una de mis amigas había informado al Padre La Mothe, (no conociendo que fue su mano, la que encarceló al Padre La Combe) que me había enviado un certificado de la inquisición en favor del Padre La Combe, habiendo oído que su poseedor lo había perdido. Esto contestó muy bien a propósito; porque habían hecho creer al rey que él había huido de la inquisición; pero esto le mostró lo contrario.

Entonces el Padre La Mothe vino a mí, cuando estaba con un dolor excesivo, simulando todo el afecto y ternura que pudo, y diciéndome “que el asunto del Padre La Combe estaba yendo muy bien, que estaba listo para salir de prisión con honor, que estaba muy alegre por ello. Si él tuviera sólo este certificado, sería liberado pronto. Démelo entonces,” dijo él, “y será soltado inmediatamente.” Al principio yo hice una objeción para hacerlo. “¡Cómo! dijo él, quiere usted ser la causa que arruine al pobre Padre La Combe, teniendo en su poder el salvarlo, y causándonos esta aflicción, por que desea usted tenerla en sus manos.” Cedí,

pidiendo que fuera traído y se lo entregué. Pero él lo hizo desaparecer, y extendió que estaba perdido. Nunca conseguimos que lo devolviera. El Embajador de la Corte de Turín me envió un mensajero por este certificado, destinado para servir al Padre La Combe. Lo remití al Padre La Mothe. El mensajero fue a él y se lo pidió. Negó que yo se lo hubiera dado, diciendo, “Su cerebro se desordena lo qué le hace imaginarlo.” El hombre regresó a mí y me dijo su respuesta. Las personas en mi cámara fueron testigos de que se lo había dado. A pesar de todo no significó nada; no podía recuperarlo de sus manos; sino al contrario, me insultó, y también hizo que lo hicieran otros, aunque yo estaba tan débil que parecía estar a las mismas puertas de la muerte.

Me dijeron que sólo esperaban por mi recuperación para arrojarme en prisión. Él hizo creer a sus hermanos que yo había tratado de enfermar. Me escribieron, que era por mis crímenes que yo sufrí; y que debo ponerme bajo el mando del Padre La Mothe, por otra parte debo arrepentirme; que estaba loca y debía ser atada; y que era un monstruo de orgullo, puesto que yo no sufriría el ser dirigida por el Padre La Mothe. Cosas así eran mi fiesta diaria en mi dolor extremo; abandonada por mis amigos, y oprimida por mis enemigos; aquellos se avergonzaban de mí, por las calumnias que fraguaron y diligentemente propagaban; esto último les permitió perseguirme; bajo todo guardé silencio, abandonándome al Señor.

No había ningún género de infamia, error, hechicería, o sacrilegio de los que no me acusaran. En cuanto pudieron me llevaron a la iglesia en una silla, se me dijo que tenía la prebenda de hablar. (Era una trampa concertada entre el Padre La Mothe y el Canónigo del convento donde me hospedaba). Le hablé con mucha sencillez, y aprobó lo que dije. Todavía, dos días después de que propagaran que yo había proferido muchas cosas, y acusado a muchas personas; y por esto ellos procuraban el destierro de varias personas con quienes estaban disgustados, personas quienes yo nunca había visto, o de quienes nunca oí. Eran hombres de honor. Se desterró a uno de ellos, porque dijo que mi pequeño libro es bueno. Es notable que ellos no dicen nada a aquellos que prefijaron sus aprobaciones, y que, lejos de condenar el libro, se reimprimió desde que yo he estado en prisión, y los anuncios de él han sido hechos en el palacio del Arzobispo, y por París. Con respecto a otros, cuando ellos encuentran faltas en sus libros, condenan los libros y dejan a la persona en libertad; pero en cuanto a mí, mi libro es aceptado, vendido y difundido, mientras yo soy mantenida prisionera. 

El mismo día que esos señores fueron desterrados, yo recibí una carta sellada, una orden lacrada para trasladarme al Convento de la Visitación de Santa María, en un suburbio de San, Antoine. Lo recibí con una tranquilidad que sorprendió al portador sumamente. No podía abstenerse de expresarlo, habiendo visto el dolor extremo de aquellos que sólo fueron desterrados. Él estaba tan emocionado con esto como para derramar lágrimas. Y aunque su orden era llevarme inmediatamente, no tuvo miedo de confiar en mí, sino que me dejó todo el día, solicitando el trasladarme a Santa, María por la tarde. En ese día muchos de mis amigos vinieron a verme, y me encontraron muy animada, lo que sorprendió a todos los que conocían mi caso. No podía estar de pie, estaba muy débil, teniendo fiebre todas las noches, y hacía solo una quincena desde que se pensaban que yo estaba expirando. Imaginé que ellos me dejarían a mi hija y a la criada para servirme.

 

CAPITULO 20

El 29 de enero de 1688, yo fui a Santa María. Allí me hicieron saber que no podía tener a mi hija ni una criada para servirme, sino que debía ser encerrada con llave sola en una cámara. De hecho conmovió mi corazón cuando me quitaron a mi hija. Ellos no le permitirían estar en esa casa, ni que alguien me trajera alguna noticia de ella. Me obligaron entonces a que sacrificara a mi hija, como si ella no fuera mía nunca más. Las personas de la casa estaban predispuestas con tan espantosos informes de mí, que me miraban con horror. Para mi carcelero ellos designaron especialmente a una monja que, ellos pensaron, me trataría con gran rigor, y no se equivocaron en eso.

Me preguntaron quién era ahora mi confesor. Yo lo nombré; pero le embargó tal miedo que lo negó; aunque yo podía presentar a muchas personas que me habían visto en su confesionario. Entonces dijeron que me habían cogido en una mentira; yo no era de fiar. Mis amistades dijeron entonces que ellas no me conocían, y otros estaban en libertad para inventar historias, y decir toda clase

de mal sobre mí. La mujer, nombrada como mi guardián, fue ganada por mis enemigos, para atormentarme como un hereje, una fanática, una chiflada y una hipócrita. Solo Dios sabe lo que ella me hizo sufrir. Cuando ella buscó sorprenderme en mis palabras, los miré, para ser más exacto por ellos; pero me fue peor por esto. Hice empeorar más las cosas y les di más ventajas sobre mí, junto a los problemas de mi propia mente por esto. Me abandoné a mí misma a como estaba, y resolví que, aunque esta mujer me llevaría al patíbulo, por los informes falsos que estaba llevando continuamente a la priora, que yo me resignaría simplemente a mi porción; así que yo re-entré en mi condición anterior.

Monsieur Charon el Oficial, y un Doctor de la Sorbona, vinieron cuatro veces para examinarme. Nuestro Señor me hizo el favor que Él prometió a Sus apóstoles, para hacerme contestar mucho mejor que si yo hubiera estudiado. Lucas 21:14,15*. Me dijeron, si yo me hubiera explicado, como lo hice ahora, en el libro titulado, Método Corto y Fácil de Oración, yo no estaría ahora aquí. Mi último examen trataba sobre una carta falsa, que leyeron y me permitieron verla. Les dije que la letra no era en ninguna manera parecida a la mía.

Dijeron que era sólo una copia; que tenían el original en casa. Yo deseé verlo, pero no podía obtenerlo. Les dije que nunca lo escribí, ni conocía a la persona a quien estaba dirigida; pero apenas tomaron alguna reseña de lo que dije.

Después de que esta carta fue leída, el oficial se volvió a mí y dijo, “ve, señora, que después de semejante carta había suficiente base para encarcelarla.” “Sí, señor,” dije yo, “si la hubiera escrito.” Les mostré sus falsedades e inconsistencias, pero todo en vano. Pasaron dos meses, y tratada peor y peor, antes de que alguno de ellos viniera de nuevo a verme. Hasta entonces siempre tuve alguna esperanza de que, viendo mi inocencia, me harían justicia; pero ahora vi que no querían hallarme inocente, sino hacerme parecer culpable.

El oficial llegó solo la siguiente vez, y me dijo, “no debe hablar más de la carta falsa; que no era nada.” “¡Cómo nada!,” dije yo, “¡falsificar la escritura de una persona, y hacerle aparecer como un enemigo al Estado!” Él contestó, “Nosotros buscaremos al autor de ello.” “El autor,” dije yo, “no es otro que el Escribano Gautier.” Entonces demandó donde estaban los papeles qué yo escribí sobre las Escrituras. Yo le dije, “se los dejaré cuando estuviera fuera de prisión; mas no estaba dispuesta a decir con quien los había alojado.”

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* Proponed en vuestros corazones no pensar antes cómo habéis de responder en vuestra defensa; porque yo os daré palabra y sabiduría, la cual no podrán resistir ni contradecir todos los que se opongan.

(Lucas 21:14,15.)

Tres o cuatro días antes de Pascua ocurrió de nuevo, con el doctor, y se preparó un proceso verbal contra mí por rebelión, no dejándoles los papeles. Entonces pusieron en sus manos copias de mis escritos; porque yo no tenía los originales. No sé dónde los han puesto aquellos que los recibieron de mí; pero estoy firme en la fe que se guardaron todos, a pesar de la tormenta. La priora le preguntó al oficial cómo iba mi asunto. Él dijo, muy bien, y que yo sería puesta en libertad pronto; esto llegó a ser el decir general; pero yo tenía un presentimiento de lo contrario.

Tenía una satisfacción inexpresable y alegría sufriendo, y siendo un prisionero. El encierro de mi cuerpo me hizo disfrutar mejor la libertad de mi mente. El día de San José fue para mí un día memorable; por entonces mi estado tenía más del Cielo que de la tierra, más allá de lo que cualquier expresión pueda alcanzar. Esto fue seguido, cuando era, con una suspensión de cada favor que entonces disfrutada, una dispensación de nuevos sufrimientos. Me obligaron a que me sacrificara nuevamente, y beber las mismas heces del amargo trago.

Nunca tuve ningún resentimiento contra mis perseguidores, aunque conocía bien, su espíritu y sus acciones. Jesús Cristo y los santos vieron a sus perseguidores, y al mismo tiempo sabían que no podían tener poder excepto si no les fuera dado de lo alto. Juan 19:11*.

Amando los golpes que Dios da, uno no puede odiar la mano que Él utiliza para golpear.

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* Respondió Jesús: Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene. (Juan 19:11.)

Unos días después, vino el oficial, para decirme que me daba la libertad de la clausura, eso es, salir y entrar del convento. Ahora estaban muy afanados en instar a mi hija para que consintiera a un matrimonio, que de haber tenido lugar, habría sido su ruina.

Al lograr lo aquí mencionado, la habían puesto en relación con el señor con quien ellos querían que se casara. Toda mi confianza estaba en Dios, que Él no les permitiría lograrlo, cuando aquel hombre no tenía ninguna tintura de Cristiandad, habiendo abandonado sus principios y moral.

Para inducirme a dejarles a mi hija me prometieron una inmediata puesta en libertad de la prisión y de todos los cargos bajo los que estaba acusada. Pero si me negara a ello, me amenazaron con encarcelarme de por vida y con muerte en el cadalso. A pesar de todas sus promesas e intimidaciones, me negué persistentemente.

Poco después, el oficial y el doctor vinieron a decirle a la priora que tenía que encerrarme con llave. Ella les manifestó que la cámara en la que yo estaba, era pequeña, teniendo una apertura a la luz y al aire, sólo a un lado a través del cual el sol brillaba a lo largo de todo el día, y siendo el mes de julio, pronto causará mi muerte. Ellos no hicieron ningún caso. Ella preguntó por qué debía encerrarme con llave. Ellos dijeron que había cometido cosas horribles en su convento, incluso dentro del último mes, y había escandalizado a las monjas. Ella protestó en contra, y les aseguró que la comunidad entera había recibido gran edificación de mí, y no podía sino admirar mi paciencia y moderación. Pero todo era en vano. La pobre mujer no podía refrenar las lágrimas, ante una declaración tan lejos de la verdad.

Entonces enviaron por mí, y me dijo, que había hecho cosas viles en el último mes. ¿Pregunté qué cosas? No me las dirían. Dije entonces que sufriría tanto tiempo y tanto como quisiera Dios; que se empezó este asunto con falsificaciones en contra mía, y así continuaba. Que Dios era testigo de todo. El doctor me dijo, que tomar a Dios por testigo en semejante cosa era un crimen. No contesté, nada en el mundo podría impedirme recurrir a Dios. Estaba entonces encerrada más estrechamente que al principio, hasta que estuviera absolutamente a punto de morir, caí con una violenta fiebre, y casi me ahogué con el encierro del lugar, y no me permitieron ninguna asistencia.

En el tiempo de la ley antigua, había algunos de los mártires de Señor que sufrieron por afirmar y confiar en el verdadero Dios. En la iglesia primitiva de Cristo los mártires vertieron su sangre, por mantener la verdad de Jesús Cristo crucificado. Ahora hay mártires del Espíritu Santo, quienes sufren por su dependencia en Él, por mantener Su reino en las almas, y por ser víctimas de la voluntad Divina.

Es este Espíritu que será derramado sobre toda carne, como dice el profeta Joel. Los mártires de Jesús Cristo han sido mártires gloriosos, habiendo bebido Él la confusión de ese martirio; pero los mártires del Espíritu Santo son mártires de reproche e ignominia. El Diablo nunca más puede ejercer su poder contra su fe o creencia, pero ataca directamente el dominio del Espíritu Santo, oponiéndose a Su movimiento celestial en las almas, y descargando su odio en los cuerpos de aquellos cuyas mentes no puede herir. Oh, Santo Espíritu, un Espíritu de amor, permíteme estar siempre sometida a Tú voluntad, y, como una hoja se mueve antes del viento, así permíteme que sea movida por Tu Divino soplo. Como el viento impetuoso rompe todo lo que se le resiste, así rompe a todos los que se oponen a Tu imperio.

Aunque me han obligado a que describa el procedimiento de aquellos que me persiguen, no lo he hecho con resentimiento, ya que los amo en mi corazón, y he orado por ellos, dejando a Dios el cuidado de defenderme, y abandonándome a sus manos, sin hacer ningún movimiento de mi misma para ello. He aprehendido y creído que Dios me haría escribir todo sinceramente, que Su nombre pueda glorificarse; que las cosas hechas en secreto contra Sus sirvientes un día serán publicadas desde los tejados; por más que ellos se esfuercen por ocultarlas de los ojos de los hombres, es más la voluntad de Dios a Su propio tiempo hará todo manifiesto.

El 22 de agosto de 1688, se pensó que yo estaba para salir de prisión, y todo parecía tender a ello. Pero el Señor me dio un sentido de que lejos de estar deseosos por liberarme, ellos estaban tendiendo solamente nuevas trampas para dañarme más eficazmente, y hacer al Padre La Mothe conocido por el rey, y estimado por él. En el día mencionado que era mi cumpleaños, tenía cuarenta años, me desperté bajo una impresión de Jesús Cristo en agonía, viendo el consejo de los judíos contra Él. Supe que nadie sino Dios podría sacarme de prisión, y estaba satisfecha porque Él lo haría un día por Su justa mano, aunque ignorante de la manera, y dejándoselo totalmente a Él.

En el orden de la Providencia Divina mi caso se puso ante la Señora de Maintenon, quien llegó a estar profundamente interesada en los relatos que le dieron de mis sufrimientos, y a la larga procuró mí liberación. Unos días después tuve mi primera entrevista con el Abad Fenelon.

Saliendo de Santa María me retiré en la comunidad de Mad. Miramion, donde guardé cama por una fiebre tres meses, y tenía una pústula en mi ojo. Todavía en este tiempo me acusaban de salir continuamente fuera, manteniendo asambleas sospechosas, junto con otras falsedades infundadas. En esta casa se casó mi hija con Mons. L. Nicolás Fouquet, Conde de Vaux. Me trasladé a la casa de mi hija, a causa de su gran juventud, viví con ella dos años y medio. Incluso allí mis enemigos siempre estaban fraguando una cosa tras otra contra mí. Entonces quise retirarme muy en secreto, al convento de los Benedictinos en Montargis, (mi lugar de nacimiento) pero fue descubierto, y ambos amigos y enemigos juntamente lo previnieron.

La familia en la que mi hija se casó eran unos de los numerosos amigos del Abad Fenelon, tuve la oportunidad de verlo a menudo en nuestra casa. Tuvimos algunas conversaciones sobre el tema de la vida espiritual, en las que hizo varias objeciones a mis experiencias. Le contesté con mi sencillez usual, cuando me encontré, que lo convencí. Como el asunto de Molinos en ese momento hizo un gran ruido, se recelaba de las cosas poco claras, y los términos usados por escritores místicos se refutaban. Pero le expuse todo tan claramente, y resolví plenamente todas sus objeciones, que nadie más entendió plenamente mis sentimientos que él; lo qué desde entonces ha sido el fundamento de la persecución que ha sufrido. Sus respuestas al Obispo de Meaux muestran esto evidentemente a todos los que las han leído.

Entonces tomé una pequeña casa privada, para seguir la disposición que tenía para la jubilación; donde a veces tenía el placer de ver a mi familia y a unos pocos amigos. Ciertas señoras jóvenes de San Cyr. Habían informado a Mad. Maintenon, que encontraron en mi conversación algo que las atrajo a Dios, ella me alentó a que continuara instruyéndolas. Por el gran cambio en algunas de ellas con quienes antes no estaba muy contenta, ella halló que no tenía ninguna razón para arrepentirse de esto. Ella me trató entonces con mucho respeto; y durante tres años después, mientras esto duró, recibí de ella toda señal de estima y confianza. Pero esa misma cosa después me trajo la más severa persecución. La entrada libre que tenía en la casa, y la confianza que algunas señoras jóvenes de la Corte, distinguidas por su rango y piedad, depositaban en mí, les inquietó a las personas que me habían perseguido. Los directores se ofendieron por ello, y con el pretexto de los problemas que tuve unos años antes, comprometieron al Obispo de Chartres, Superior de San Cyr, para presentar a Mad. Maintenon que, por mi conducta particular, perturbé el orden de la casa; así que se unieron las mujeres jóvenes a mí, y a lo que les dije, que ya no escuchaban a sus superiores. Así que no fui nunca más a San Cyr. Contesté a las damas jóvenes que me escribieron, sólo por cartas no cerradas para que pasaran a través de las manos de Mad. Maintenon.

Poco después caí enferma. Los médicos, después de intentar en vano el método usual de cura, pidieron que me arreglara con las aguas de Borbónico. Mi sirviente había sido inducido para darme algún veneno. Después de tomarlo, sufrí tan intensos dolores que, sin pronto socorro, debería haber muerto en unas horas. El hombre huyó inmediatamente, y nunca lo he visto desde entonces. Cuando estaba tomando Borbónico, las aguas que vomité quemaban como el alcohol de vino. No tenía ninguna idea de estar siendo envenenada, hasta los médicos del Borbónico me aseguraron esto. Las aguas tenían sino un efecto pequeño. Lo padecí durante siete años.

Dios me guardó en tal disposición de sacrificio, que estaba completamente resignada para sufrir todo, y recibir de Su mano todo lo que pudiera acontecerme, ya que para mí presentar alguna clase de vindicación por mí misma, sería como golpear al aire. Cuando el Señor consiente en hacer que cualquiera sufra, Él incluso permite que las personas más virtuosas sean fácilmente cegadas para con ellos; y confesaría que la persecución de los malos es más que pequeña, cuando la comparamos con la de los sirvientes de la iglesia, engañados y animados con un celo que piensan derecho. Estos eran ahora muchos, por los artificios de que hicieron uso, que aprovecharon grandemente respecto a mí. Fui representada a ellos en una luz odiosa, como una criatura extraña. Desde entonces, por eso, debo, O mi Señor, estar en conformidad a Ti, para agradarte; pongo más valor en mi humillación, y sobre verme condenada de todos, que si me viera en la cúspide del honor en el mundo. ¡Qué a menudo he dicho, incluso en el amargor de mi corazón, que debo tener más miedo de un reproche de mi conciencia, que del grito y condenación de todos los hombres!

CAPITULO 21

En este tiempo conocí por primera vez al Obispo de Meaux. Fui presentada por un amigo íntimo, el Duque de Chevreuse. Le di la historia anterior de mi vida, y confesó, que había encontrado en esta tal unción que raramente encontraba en otros libros, y que se había pasado tres días leyéndolo, con una impresión de la presencia de Dios en su mente todo ese tiempo. 

Le propuse al obispo que examinara todos mis escritos, lo que le llevó cuatro o cinco meses, y entonces aumentaron sus objeciones; a las que di respuesta. De su desconocimiento con los caminos interiores, no podía aclararle todas las dificultades que halló en ellos.

Él confesó que investigando en las historias eclesiásticas de edades pasadas, podemos ver que Dios a veces ha hecho uso de hombres comunes, y de mujeres para instruir, y edificar moralmente, para ayudar a las almas en su progreso a la perfección.

Pienso que una de las razones de Dios para actuar así, es que la gloria no se le puede atribuir a nadie, sino a Él solo. Para este propósito, Él ha escogido las cosas débiles de este mundo, para confundir a los que son poderosos. 1Cor. 1:27*. 

* “Sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte.”

(1ª Corintios 1:27.)

Celoso de las atribuciones que los hombres pagan a otros hombres, que solamente son debidas a Él, Él ha hecho una

paradoja de tales personas, que Él solo pueda tener la gloria de Sus propias obras. Oro a Dios, con todo mi corazón, para que me aplaste del todo pronto, con la destrucción más terrible, que sufrir el tomar el menor honor para mí, de algo que Él se agradó hacer por mí para el bien de otros. Yo soy sólo una pobre nada. Dios es todopoderoso. Él se deleita en obrar, y ejercer Su poder por la mera nada.

La primera vez que escribí una historia sobre mí misma, fue muy corta. En ella había particularizado mis faltas y pecados, y dije poco de los favores de Dios. Me pidieron que la quemara, para escribir otra, y en esta no omitir nada y de este modo remarcar lo que me había sucedido. Lo hice. Es un crimen el publicar secretos del Rey; pero es una cosa buena declarar los favores del Señor nuestro Dios, y magnificar Sus misericordias.

Como el grito contra mí se hizo más violento, y la Señora Maintenon fue movida para declarar contra mí, yo le envié recado a través del Duque de Beauvilliers, rogándole la cita con las personas apropiadas para examinar mi vida y doctrinas, ofreciendo retirarme en cualquier prisión hasta que fuera completamente exculpada. Se rechazó mi propuesta. En el entretanto, uno de mis amigos más íntimos y partidarios, Mons. Fouquet, fue llamado por la muerte. Yo sentí su pérdida muy profundamente, pero me regocijé en su felicidad. Él era un verdadero sirviente de Dios.

Decidí retirarme fuera de manera que no ofendiera a nadie, les escribí a algunos de mis amigos, y los di un último adiós; no sabiendo si saldría airosa de la indisposición que entonces tenía, que había sido una fiebre constante durante los últimos cuarenta días, o me recuperaría de esta.

Referente a la Condesa de G. y la Duquesa de M., escribí, “Cuando estas damas y otras estaban en las vanidades del mundo, cuando se iban de juerga, y algunas de ellas estaban en el camino de arruinar a sus familias por el juego, y la profusión de gastos en vestidos, nadie se levantó para decir algo contra esto; ellos lo

sufrieron calladamente. Pero cuando han roto y se han apartado de todo esto, entonces ellos claman contra mí, como si yo las hubiera estropeado. Si las hubiera llevado de la piedad al lujo, no harían tal grito. La Duquesa de M. entregándose a Dios, consideró el obligarse ella misma a dejar la corte, que era para ella como una peligrosa piedra, para dedicar su tiempo a la educación de sus niños y al cuidado de su familia que, hasta entonces, había abandonado. Suplico a ustedes, por tanto, que recojan todos los informes que puedan contra mí; si soy hallada culpable de las cosas que ellos me acusan, he de ser castigada más que cualquier otro, desde que Dios me ha llevado a conocerlo y amarlo, y estoy bien segura que no hay ninguna comunión entre Cristo y Belial.” 

Les envié mis dos pequeños libros impresos, con mis comentarios sobre las Santas Escrituras. También, por encargo suyo, escribí una obra para facilitar su examen, y ahorrarles tanto tiempo y esfuerzo como pude, que fue el recopilar un gran número de pasajes de escritores aceptados, que mostraron la conformidad de mis escritos con aquellos usados por los escritores santos. Hice que fueran transcritos a mano, cuando lo hube escrito para enviárselos a los tres comisionados. También, como se presentó la ocasión, aclaré los lugares dudosos y oscuros. Lo había escrito en un tiempo cuando los asuntos de Molinos no habían estallado, usé poca precaución expresando mis pensamientos, no imaginando que alguna vez se tomarían en un sentido malo. Este trabajo fue titulado, ‘LAS JUSTIFICACIONES’. Lo redacte en cincuenta días, y pareció muy suficiente para aclarar la materia. Pero el Obispo de Meaux nunca toleró que fuera leído. 

¿Después de todo los exámenes, y no encontrando nada contra mí, quién no habría pensado que me dejarían descansar en paz? Por otra parte, mi inocencia aparecía completamente, lo que más hicieron, quiénes habían emprendido el convertirme en criminal, fue poner todos los resortes en movimiento para conseguirlo. Ofrecí al Obispo de Meaux ir a pasar algún tiempo en cualquier comunidad dentro de su diócesis, donde podría enterarse mejor conmigo. Me propuso la de Santa María de Meaux, que acepté; pero entrando en la profundidad del invierno estuve a

punto de perecer en la nieve, el coche entró en la nieve, deteniéndose cuatro horas, casi enterrándose en ella, en una profunda hondonada. Abrí la puerta con ayuda de una sirvienta. Nos sentamos en la nieve, resignada a la misericordia de Dios, esperando nada más que la muerte. Nunca tuve más tranquilidad de mente, aunque helada y empapada por la nieve, que se derretía sobre nosotros. Ocasiones como estas muestran si nos resignamos completamente a Dios o no. Esta pobre muchacha y yo estábamos con nuestras mentes en calma, en un estado de completa resignación, aunque seguras de morir si pasábamos la noche allí, y no viendo ninguna probabilidad de que alguien viniera a socorrernos. Al fondo surgieron unos carromatos, que con dificultad nos arrastraron a través de la nieve.

El obispo, cuando oyó hablar de esto, se asombró, y no tuvo poca complacencia de pensar que había arriesgado así mi vida para obedecerlo puntualmente. Todavía después lo denunció como artificio e hipocresía.

Hubo tiempos de hecho cuando encontré mi naturaleza sobrecargada; pero el amor de Dios y Su gracia dio dulzura a la peor de mis amarguras. Su mano invisible me apoyó; sino me habría hundido bajo tantas pruebas. A veces me dije, “todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí.” (Salmo 42:7). “Entesó su arco, y me puso como blanco para la saeta. Hizo entrar en mis entrañas las saetas de su aljaba.” (Lam. 3:12,13). Me pareció como si todo el mundo pensara que estaba en el derecho de tratarme mal, y haciéndolo prestar servicio a Dios. Entonces comprendí que era la misma manera en la que Jesús Cristo sufrió. Él fue contado con los inicuos, (Marcos 15:28.) Él fue condenado por el pontífice soberano, sacerdotes principales, doctores de la ley, y jueces delegados por los romanos, quienes se valoraron ellos mismos para hacer justicia. ¡Felices los que sufriendo por la voluntad de Dios bajo todas las circunstancias que guste, tienen una relación cercana a los sufrimientos de Jesús Cristo!

Seis semanas después de mi llegada a Meaux, estaba con una fiebre incesante, no habiéndome recuperado de mi indisposición, cuando fui aguardada por el obispo, quien me forzaba a firmar, que yo no creía la Palabra encarnado, (o Cristo manifestado en carne). Le contesté, que “por la gracia de Dios, sé sufrir, incluso la muerte, pero no cómo para firmar tal falsedad.” Algunas de las monjas que oyeron por casualidad esta conversación, y percibiendo los sentimientos del obispo, se unieron con la Priora, dando testimonio, no sólo de mi buena conducta, sino de su creencia en la solidez de mi fe.

El obispo algunos días después, me trajo una confesión de fe, y una demanda para someter mis libros a la iglesia, que yo podía firmar, prometiendo darme un certificado que había preparado. En mi sumisa entrega lo firmé, él, a pesar de su promesa, se negó a darme el certificado. Algún tiempo después, él se esforzaba para hacerme firmar su carta pastoral, y reconocer que yo había caído en los errores, que puso allí acusándome, y hizo muchas demandas de mí de naturaleza absurda e irrazonable, amenazándome con esas persecuciones que después soporté, en caso de incumplimiento. Sin embargo, continué resuelta negándome a poner mi nombre a falsedades. A la larga, después de que había permanecido aproximadamente seis meses en Meaux, él me dio el certificado. Resultando que Mad. Maintenon desaprobó el certificado que él había concedido, entonces quiso darme otro en lugar de este. Mi negativa para entregar el primer certificado lo enfureció, y cuando entendí que ellos pensaban continuar la situación con suma violencia, “pensé que aunque me resignara a cualquier cosa podrían atacar, por lo que debía tomar medidas prudentes para evitar la amenazante tormenta.” Se me ofrecieron muchos lugares de refugio; pero no era libre en mi mente el aceptarlo de cualquiera, ni para avergonzar a nadie, ni involucrar en problemas a mis amigos y a mi familia, a quienes podrían atribuir mi huida. Tomé la resolución de continuar en París, de vivir allí en algún lugar privado con mis sirvientas que eran leales y convencidas, y esconderme de la vista del mundo. Continué así durante cinco o seis meses. Pasaba el día solo leyendo, orando a Dios, y trabajando. Pero el 27 de diciembre de 1695, fui arrestada, aunque sumamente indispuesta en ese momento, y conducida a Vincennes. Estuve tres días bajo la custodia de Mons. des Grez, que me había arrestado; porque el rey no consentiría que fuera puesta en prisión; diciendo varias veces sobre esto, que un convento era suficiente. Lo engañaron aun con calumnias más fuertes. Me pintaron ante sus ojos, con colores tan negros, que le hicieron vacilar en su bondad y equidad. Entonces consintió en que fuera llevada a Vincennes.

No hablaré de esa persecución tan larga que ha hecho tanto ruido, por una serie de diez años, los encarcelamientos, en toda clase de prisiones, y de un destierro casi tan largo, que todavía no acabó, a través de cruces, calumnias, y todas las clases de sufrimientos imaginables. Hay hechos demasiado odiosos por parte de diversas personas, que la caridad me induce cubrir. 

He soportado mucho tiempo el penoso languidecer en prisión, y enfermedades opresivas y dolorosas sin alivio. Yo también he estado interiormente bajo grandes desolaciones por varios meses, en tal grado que solo podía decir estas palabras, “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?” Todas las criaturas parecían estar contra mí. Entonces me puse a mi misma en el lado de Dios, contra mí misma.

Quizás algunos se sorprenderán a mi rechazo a dar los detalles de las más grandes y más fuertes cruces de mi vida, después de que he relatado aquéllas que eran menores. Pensé apropiado decir algo de las cruces de mi juventud, mostrar la crucifixión que Dios mantuvo sobre mí. Pensé que estaba obligada a relatarles ciertos hechos, para manifestar su falsedad, y la conducta de aquellos por quienes ocurrieron, y los autores de esas persecuciones de las que yo he sido sólo el objeto accidental, cuando sólo fui perseguida para involucrar a personas de gran mérito; quienes, estando fuera de su alcance, ellos, por consiguiente, no podían atacarlos personalmente, sino confundiendo sus asuntos con los míos. Pienso que le debía esto a la religión, a la piedad, a mis amigos, a mi familia, y a mí misma.

Mientras estaba prisionera en Vincennes, y Monsieur De La Reine me examinó, yo pasé mi tiempo en gran paz, contenta de pasar el resto de mi vida allí, si tal era la voluntad de Dios. Yo canté canciones de alegría que la sirvienta que me atendía aprendió de memoria, tan rápido como yo las hice. ¡Nosotras cantamos juntas el te alabo, O mi Dios! Las piedras de mi prisión parecían a mis ojos semejantes a rubíes; las estimaba más que toda la brillantez ostentosa de un mundo vano. Mi corazón estaba lleno de esa alegría que Usted otorga a aquellos que Te aman, en medio de sus más grandes cruces.

¡Cuándo las cosa llegaron a situaciones limite, estando entonces en la Bastilla, dije, “O, mi Dios, si Te agradó exhibirme para servir de un nuevo espectáculo a los hombres y a los ángeles, Tú santa voluntad se hará!”

DICIEMBRE, 1709.

Aquí dejó su narrativa, aunque vivió una vida jubilada sobre siete años después de esta fecha. Lo que ella ha escrito sólo lo hizo en obediencia a las órdenes de su director. Murió el 9 de junio de 1717, en Blois, en su septuagésimo año.

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