Las olas son esculturas de épica expresión; imágenes vivas de la fuerza de las aguas. Son la primera referencia a algo creado: «un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Gén 1,2). Es bello que vuelvas tu atención a esa escena grandiosa, hecha más para tu entendimiento que para tu imaginación: es el viento quien levanta, encrespa y vence a esas montañas líquidas, inquietas y robustas como bisontes en la estepa primordial del cosmos manifiesto.

 
Las olas son la poesía agreste de los mares; el sordo cantar de la nada, ya vencida; el rugido de batalla y de combate de la materia, a un tiempo indómita y dócil, poderosa y sierva. Cada ola tiene su propia forma, su ritmo y su mensaje, y sin embargo, a soplo del viento se hermana a otras olas, y hace coro ante las playas de tierras lejanísimas.

Hay olas en el corazón del hombre. Olas de pasiones sin nombre que recorren altivas las estancias de la razón y azotan las playas del pensamiento y de la palabra. Olas de dolor que se retuercen con furia ante la injusticia de un destino que parece inadmisible. Olas de júbilo o de placer que revientan en penachos de espuma y se vuelven algazara, dulce llanto o canto estremecido. Olas de misericordia que se abalanzan contra los muros del egoísmo fratricida, y revientan las barreras del odio y de la envidia. En verdad el corazón humano es como el océano, y como él necesita de la potencia y la luz de un viento nuevo -el viento del Espíritu- para dar cauce a su fuerza y orden al clamor de sus anhelos.

En su tumulto las olas han aprendido también las virtudes del silencio. Pasa la tormenta, y como novicias de convento recoleto dicen sus plegarias chiquitas en la arena de la costa. Y escriben nombres, y devanan sus sueños, y al ovillo del chasquido de sus minúsculos penachos regalan una rima a las impávidas estrellas.

Toda la grandeza de sus rizos impetuosos ha quedado atrás. Obedientes a la luna, serena y majestuosa, se sosiegan y moderan, y cuentan entonces historias de otros tiempos, como aquella noche bella en que los pies de Cristo acariciaban sus valles y sus crestas, cual jardín de anturios, de begonias y jazmines.

Todos los ritmos de todos los cantos, y todos los metros de todos los poemas, todo ha sido declamado en esas noches de marítimo oleaje: La sentencia de Pilato, en el día más triste del mundo, y su impacto doloroso en las almas de los hombres; el clamor de aquellas piedras quebradas por su medio ante la exclamación del Cristo en agonía; la orquesta y la coral de aleluyas infinitos de los Ángeles y Arcángeles en el día de la Pascua: todo ha tenido su trasunto en aquel ir y venir de las aguas y los mares. Son las olas como extraña traducción de la Historia de los hombres.

Y al final de tanto brío, y de tales faenas sin cuento, ¿qué queda en aquel mar? ¿Es estéril el mensaje y absurda la tonada? Alguien podrá decirlo; tú no lo digas, que es mentira. En esas playas amansadas por el rigor de las olas, y en esas arenas incontables de los litorales, Dios escribió su primera promesa, «por lo cual también de uno solo y ya gastado, nacieron hijos, numerosos como las estrellas del Cielo, incontables como las arenas de las orillas del mar» (Heb 11,12).

Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.

Por Ángel.

Viernes, 28 de enero del 2000

 

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