(De "Una teología para el nuevo milenio" por Hans Küng)
Habría que tomar en serio el abandono del antiguo culto con sus categorías de sacerdote y sacrificio, que hallaron su definitivo cumplimiento en Jesucristo; y de igual modo renunciar decididamente a cualquier distinción cualitativa entre sacerdotes y laicos dentro de una comunidad de hermanos y de libres. Tanto en la teoría como en la práctica sería preciso tomar en serio la provocación de otras afirmaciones de la Escritura: la renuncia a todo título honorífico (Lc. 22, 24-27); el insistente llamamiento (repetido cinco veces sólo en los sinópticos) a que los primeros sean servidores de todos (Mc. 9, 33-35 par); la criteriología paulina sobre la autoridad de cada ministerio: conocimiento de la propia vocación, servicio al bien común, mutua subordinación; además, el deber de configurar los ministerios de dirección en las Iglesias de acuerdo con su función; y, finalmente, el reconocimiento de que -no obstante la importancia, también ecuménica, de la ordenación para los dirigentes en la Iglesia- es ante todo la Iglesia en su conjunto la que, en virtud de la continuidad en la predicación de la fe, posee la sucesión de los apóstoles; que también existe una vía carismática en el ministerio de la dirección eclesial, y que, por consiguiente, la pretensión de ostentar la sucesión de los apóstoles no puede vincularse exclusivamente a la designación por la imposición de manos.