La sorpresa más desagradable que se llevó Rebeca, ocurrió cuando descubrió a su esposo tomado de la mano de otra mujer. Hasta ese momento todo marchaba normal, pero después de la escena, la tarde se tornó sombría a sus ojos. Por inexplicables circunstancias de la vida había decidido ir ese día, a esa hora, justamente a ese centro comercial.

 
“Todo esperaba en la vida menos enfrentar una situación de esa naturaleza”, le confesó a su consejero espiritual sin alcanzar a comprender cómo el hombre comprensivo, complaciente y amoroso con el que se casó siete años atrás, hubiese sido capaz de traicionar su relación matrimonial abriendo espacio para alguien más.

Por su mente pasaron, rápidas y sin orden, imágenes como de una película surrealista del matrimonio y los primeros años compartiendo la vida juntos. Pensó una y otra vez que habían protagonizado algo así como el argumento de una telenovela.

“¿Por qué me ocurrió esto y precisamente a mí?” , se preguntaba sin encontrar respuesta lógica.

Hallarse en una situación así, totalmente inesperada, llevó a que mil pensamientos cruzaran por su cabeza. ¿Qué hacer?¿Acercárseles para gritarles unas cuantas cosas y hacerles pasar una vergüenza?¿Simplemente hacerse notar para que se sintieran descubiertos? O tal vez... pero finalmente se inclinó por la prudencia, dio media vuelta y salió del lugar. Fue cuando llegó a casa que comenzó su verdadero calvario porque no sabía que hacer: irse de su propia casa con su hijo de seis años... o quedarse con la íntima sensación de haber sido vulnerada en su dignidad...

Infidelidad, mal de nuestro tiempo

La infidelidad genera desconfianza y difícilmente las cosas serán iguales, sobretodo cuando ese comportamiento queda al descubierto.

Se estima que, fruto del adulterio, tres de cada diez matrimonios terminan en divorcio en Latinoamérica.

¿Qué siente alguien cuando descubre que su cónyuge es infiel? ... Desilusión, tristeza, depresión, angustia, una sensación de vacío y la íntima convicción de haber sido traicionados.

¿En qué momento comienza la infidelidad?

Todo tiene un génesis, un comienzo. Un incendio se inicia con una chispa. Algo pequeño pude desencadenar en un asunto mucho más grande. Es el mismo proceso que se produce con la infidelidad. El primer paso lo representa un pensamiento. Si le damos lugar en nuestra mente, tomará forma.

Este aspecto lo resumió magistralmente el Señor Jesucristo cuando advirtió a sus seguidores: “Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio, pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón”(Mateo 5:27, 28).

La decisión de seguir o no adelante, está en nuestras manos. Nadie nos presiona. Es una opción personal. De ahí que no podemos culpar a nadie de que nos haya presionado. El apóstol Pablo lo resumió así: “Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni el tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado siendo consumado, da a luz la muerte” (Santiago 1:13-15).

Lo más fácil es culpar a terceras personas por nuestra infidelidad. Pero a la luz de las Escrituras, cada cual debe asumir su propia responsabilidad.

¿Por qué caer en la infidelidad?

Aunque cruda, la respuesta es muy aterrizada: porque no tenemos el carácter suficiente para renunciar a tiempo, aún conscientes que nos encontramos a las puertas de caer en pecado, y más grave aún, en pecado moral... y de manera consciente seguimos adelante.

El rey David tipifica esta situación. De acuerdo con el registro escrituela “... un día, al caer la tarde... se levantó David de su lecho y se paseaba sobre el terrado de la casa real; y vio desde el terrado a una mujer que se estaba bañando, la cual era muy hermosa. Envió David a preguntar por aquella mujer, y le dijeron: aquella mujer es Betsabé, hija de Eliam, mujer de Urías eteo”(2 Samuel 11:2,3).

Hasta aquí todo marcha en el terreno de las posibilidades. David pudo hacerse a un lado, desechar la idea. Razonar que era una locura pretender a una mujer casada. El, como el que más, conocía los mandatos del Señor. Era consagrado. No desconocía en absoluto las consecuencias que se derivarían de sus actuaciones. Sin embargo cedió. Y fue una de las peores decisiones de su vida. “Y envió David mensajeros, y la tomó; y vino a él, y él durmió con ella. Luego ella se purificó de su inmundicia, y se volvió a su casa” (2 Samuel 11:4).

Del pensamiento, concebir algo contrario a la voluntad de Dios, y por supuesto, de mero sentido común para el normal desenvolvimiento de nuestra sociedad, se pasó a la materialización de ese pensamiento. Tomar la decisión de seguir adelante, sin medir las consecuencias, fue lo que mayor problema trajo a David.

El pecado trae sus consecuencias

Hace algún tiempo una angustiada mujer escribió a la sección de consejería de un diario local. ¿El motivo? Su esposo llevaba algo más de seis meses fuera del país. Aconsejada por una amigo, y bajo el pretexto de no soportar tanta abstinencia sexual, recurrió a los servicios de un hombre inmerso en la prostitucion. Y no solo cedió al momento sino que sostuvo relaciones sin preservativo. ¡Y quedó embarazada!.

Su encrucijada radicaba en la inminencia del regreso de su marido... y ella estaba en un estado sumamente comprometedor, con un ser creciendo en su vientre.

¿Ironías de la vida?¿Un castigo de Dios? Ninguna de las cosas. Mas bien, las consecuencias inevitables del pecado. De ahí que siempre es necesario medir los elementos negativos y problemas que se desprenderán de todas nuestras actuaciones erradas.

Estas amargas circunstancias fueron las que debió enfrentar el monarca israelita. “Y conoció la mujer, y envió a hacerlo saber a David, diciendo: Estoy encinta”(2 Samuel 11:6).

El resto de la historia la conocen ustedes. A una mentira siguió la otra, y otra más. Todo con el propósito de esconder tan grande pecado.

Igual ocurre con nuestras vidas. Si dejamos que la infidelidad tome forma y se materialice, lo más probable es que tendremos que mentir para amparar el pecado. Y la cadena de engaños se convertirá en un círculo vicioso hasta que por fin, el error salga a la luz. Generalmente este tipo de actuaciones siempre quedan al descubierto. Mi abuela, con esa ancestro sabio muy propio de los latinos, solía repetir: “El diablo tapa y destapa”, y ese refrán se cumple cuando ocultamos relaciones ilícitas. La verdad aflora en cualquier momento.

¿Qué hacer?

En primer lugar, tener claro que todos los cristianos sin distingo del cargo que ocupemos al interior de la iglesia, estamos expuestos a la tentación. El apóstol Pedro lo resumió así: “Sed sobrios y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar”(1 Pedro 5:8).

Usted no es el primero, y seguramente tampoco será el último en el mundo en enfrentar la tentación.

El segundo elemento es huir a tiempo de toda ocasión que nos abra puertas a la infidelidad: “El sabio teme y se aparta del mal”(Proverbios 14:7 a).

Un tercer aspecto a considerar es reconocer nuestra debilidad y depender de Dios para que nos conceda la fortaleza necesaria. El apóstol Pablo lo recomendó de la siguiente manera: “Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza” (Efesios 6:10).

En nuestras capacidades difícilmente podremos vencer, pero sí con la fortaleza que se desprende del Señor.

No olvide que la infidelidad, además de ir en contra de los preceptos divinos, representa una traición a los sentimientos de las personas que nos rodean, y en particular de nuestra pareja.

Ya suficiente tenemos con el propósito de hacer feliz, en la voluntad de Dios y conforme a nuestras posibilidades, a nuestro cónyuge, para sumar situaciones que no podemos manejar y que traerán dolor.

Si tiene alguna inquietud, no dude en escribirme.
Ps. Fernando Alexis Jiménez
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El cambio en su vida, requiere que asuma una posición radical...

Las gentes olvidaron el día, pero jamás borrarán de sus recuerdos lo que hizo...

Era un sacerdote relativamente joven: treinta y cinco años. Alto, delgado y con una sonrisa a flor de labios que despertaba confianza. Llegaba a reemplazar un clérigo que, sobrepasando los sesenta años, se retiraba a los cuarteles de invierno.

Tras la romería de personas que querían darle la bienvenida y estrecharle la mano, ocurrieron los primeros cambios. Asignó una secretaria para el despacho parroquial, pintó de blanco la casa cural... y sacó todas las imágenes de los santos y vírgenes que adornaban el templo.

¡Tremenda sorpresa se llevaron todos los feligreses el domingo siguiente! No podían dar crédito a lo que veían sus ojos: los altares lucían vacíos.

Pero el escándalo fue mayor cuando jóvenes, adultos y ancianos se enteraron que todas las imágenes reposaban en el último rincón del patio de atrás.

--Insensato—gritó una anciana.
--Hereje...—repuso indignado el notario del pueblo.
--Protestante sectario, seguidor de Lutero, evangélico irredento...—sentenció la católica más recalcitrante de la congregación.

Tres semanas después partió el joven cura hacia la capital. Nadie salió a despedirlo. Se fue en el primer autobús que salía del pueblo. Las calles estaban solitarias y él llevaba, además de sus maletas, la enorme carga de haber perdido la batalla contra las tradiciones y el letargo religioso, y de ver morir desde sus propios orígenes, los sueños de cambio que por años le habían asistido...

El domingo siguiente las imágenes estaban en su sitio...

Los cambios traen opositores

Los cambios no son fáciles de aceptar. Y quienes promueven esas modificaciones, naturalmente enfrentan la oposición. Aquellos que, sumidos en la rutina no quieren cambiar, que le temen a las cosas nuevas, que rehuyen los retos, son los primeros en encabezar una cruzada contra el cambio...

Quizá usted se sienta retratado con este cuadro. Está enfrentando oposición, en su trabajo en su familia o en la congregación a la que asiste. Quienes le rodean no comparten sus propuestas innovadoras. ¡No se desanime!. Por el contrario, sin rayar en los límites de la insensatez o la arbitrariedad, asuma una posición radical y avance...

Un promotor de cambios...

El rey Josías fue un hombre radical. Gobernó Judá en el siglo quinto antes de Jesucristo. Rompió todos los esquemas. A pesar de que su padre Amón y su abuelo Manasés habían sido disolutos, idólatras, desordenados, apartados de Dios, tiranos y sometidos a las supersticiones, Josías decidió imprimir un cambio en su vida, en su relación con Dios, en la forma de gobernar e incluso, en el trato con los demás.

La Biblia declara que “...hizo lo recto ante los ojos de Jehová, y anduvo en todo camino de David, su padre, sin apartarse a derecha ni a izquierda” y también: “No hubo otro rey antes de él que se convirtiese a Jehová de todo su corazón, de toda su alma y de todas sus fuerzas conforme a toda la ley de Moisés; ni después de él nació otro igual” (2 Reyes 22:2; 23:25).

Josías reposó en el mausoleo de los triunfadores. Ocupa un lugar privilegiado en la historia de Israel porque llegó más lejos que el resto de sus congéneres y antecesores. No se conformó con seguir la corriente. Fue radical. Se propuso metas y cambios, y con ayuda de Dios, los alcanzó.

El relato acerca de su vida señala que una de sus primeras acciones de gobierno fue restaurar el templo de Jehová, abandonado durante el tiempo que su padre y su abuelo presidieron el reino (2 Reyes 22:3-7); se puso a cuentas con Dios y decidió aplicar los preceptos escriturales a su cotidianidad (vv.8-11).

Contrario a lo que se podía prever en alguien descendiente de dos monarcas idólatras, Josías consultó a Dios en procura de dirección (vv. 12-20). Hizo además pacto de fidelidad y consagración delante del Señor Todopoderoso (2 Reyes 23:1-3). Pero, y aquí viene lo relevante, sacó del templo de Jehová de los ejércitos, todo aquello que profanara la santidad que sólo se le debía a El, el Creador. Fue radical. No dejó ninguna atadura con el pasado, ni absolutamente nada que pudiera dar lugar a pecados futuros (2 Reyes 23:4-20).

Obviamente muchos quizá se opusieron, le criticaron y tal vez le hicieron blanco de las burlas. Pero las metas y propósitos del rey Josías estaban por encima de qué dirán. Siguió adelante, restando importancia a las opiniones ajenas, en su mayoría derroristas.

Usted debe asumir una actitud radical

El primer gran paso para el cambio es tomar la decisión de traer modificaciones a nuestra forma de pensar y de actuar. Sólo los radicales pueden lograrlo.

El segundo paso es comprender que en nuestras fuerzas, difícilmente alcanzaremos esos cambios que nos proponemos, bien sea porque carecemos de la fuerza de voluntad necesaria o porque renunciamos fácilmente a los propósitos de cambio, apenas surgen las primeras dificultades.

La solución estriba en someterse a Dios en procura de que nos fortalezca para salir airosos y vencer en nuestra meta de cambio.

¿Qué hacer entonces? Examinar nuestra vida, escribir un listado de los objetivos específicos que tiene a corto, mediano y largo plazo, tanto en el ámbito personal como laboral, profesional y eclesiástico. Una vez lo haga, someta a Dios esos propósitos.

La Biblia recomienda: “Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará” (Salmo 37:5).

Pero hay algo ineludible y fundamental: que acepte a Jesucristo como su único y suficiente Salvador. Es fácil. Puede hacerlo ahora, frente a su computador. Sólo basta que le diga: “Señor Jesucristo, reconozco que he pecado. Quiero cambiar. Ser una persona nueva. Acepto la obra de redención que hiciste por mi en la cruz. Te abro mi corazón, entra en él y has de mi la persona que tú quieres que yo sea. Amén”.

Le aseguro que acaba de dar el paso más importancia de su existencia. Desde ahora las cosas no serán las mismas. El poder transformador del evangelio producirá cambios en su vida. Sólo me resta recomendarle que asuma el hábito de hablar con Dios en oración, que lea la Biblia para conocer más acerca de su voluntad y que, en lo posible, asista a la congregación cristiana más cercana.

Si tiene alguna inquietud, no deje de escribirme:

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