“Mientras el Rey estaba en su reclinatorio, mi nardo dio su olor” (Cantares 1:12). Cuando el cristiano es atraído por Cristo para seguirle, en respuesta al clamor “atráeme, en pos de ti correremos”, lo primero que el Señor hace es introducirlo en sus cámaras, y mostrarle uno de sus aspectos más solemnes y a la vez más terribles de su gloriosa persona: como el Rey.
Hoy hay reyes en la tierra, pero Jesucristo es el Rey de reyes. Hoy día los reyes de la tierra no le conocen, pero llegará un día –y no falta mucho para eso– en que todos los reyes de la tierra se inclinarán ante nuestro Rey y doblarán su rodilla ante él.
Hay un libro de la Biblia que nos muestra al Señor Jesucristo especialmente en esta faceta de Rey. Es el evangelio de Mateo. Allí también se habla mucho del reino de Dios. Y hay tres capítulos de ese evangelio –el 5, 6 y 7– que algunos denominan “La Carta Magna del reino de Jesucristo”. Es decir, el conjunto fundamental de leyes, mandamientos y ordenanzas que rigen el reino de Dios.
Noten ustedes que al final de este cuerpo de enseñanzas, en el último versículo del capítulo 7, dice: “Porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas”. Es decir, estas enseñanzas fundamentales fueron entregadas con autoridad, la autoridad de Rey.
Llegará un día –como dijimos– en que el reino del Señor Jesucristo se establecerá sobre la tierra. Y entonces reinará él sobre todo el planeta, pero no reinará solo. Reinará con cierto tipo de personas, con cierta clase de gente, que le ayudarán en el gobierno. Y esta gente que compartirá su reino, está descrita --su carácter, su forma de ser, sus rasgos esenciales– en los primeros versículos de Mateo capítulo 5.
Preparándose para reinar
Aquí aparecen nueve bienaventuranzas. Estas bienaventuranzas se han interpretado de muchas maneras. Se ha dicho, por ejemplo, que estas nueve bienaventuranzas describen nueve tipos de personas que agradan a Dios. Otros han dicho que estos son nueve rasgos de la persona del Señor Jesucristo. Ambas cosas están correctas. Sin embargo, también podemos decir que estas bienaventuranzas describen las características de los hijos de Dios que compartirán el reino con Cristo, y que hoy están siendo preparados — en la formación de un carácter, de una cierta forma de ver y de actuar. A esta gente con estos rasgos se les encomendarán grandes decisiones y grande autoridad. Tendrán autoridad sobre ciudades, y sobre naciones.
Cuando los gobiernos en el mundo buscan colaboradores, ellos ponen sus propios requisitos. Una persona que ha de ser un Ministro de Estado en nuestros días tiene que tener cierto perfil: una esmerada educación, ojalá una noble cuna, debe ser una persona emprendedora, capaz de tomar decisiones, con capacidad en el manejo de las personas, y con capacidad de trabajo en equipo.
Un perfil extraño
Cuando nosotros miramos el perfil de lo que es una persona exitosa en el mundo, un gobernante, por ejemplo, nos imaginamos que así deben ser. Pero cuando miramos estas nueve bienaventuranzas que describen el carácter de los hombres en quienes el Señor va a confiar la dirección y el gobierno de su reino, entonces, nos sorprendemos, porque son extrañas estas características, sobre todo en el mundo en que nos movemos. Veámoslas.
Mateo 5:3-12:
“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.
Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo.
Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros.”
¿Nos podemos imaginar un reino de este mundo gobernado por este tipo de personas? Estas bienaventuranzas no nos muestran ninguna característica de lo que hoy podemos llamar un hombre exitoso, de una persona con capacidad de mando, capaz de imponerse en su circunstancia, de ejercer autoridad o de suscitar admiración. Estas características describen, más bien, a personas que podríamos tildar de ingenuas. No son de un carácter sobresaliente, ni de los que toman el poder en su mano o que se abren paso con resolución.
Antes bien son pobres, humildes, vulnerables al dolor (ellos lloran), son mansos, ellos están insatisfechos. ¡Andan por la vida siempre insatisfechos! No de oro ni de plata, ni tampoco de deleites. No podrían estar satisfechos en esta tierra. Ellos tienen hambre y sed de justicia. Ellos aman la rectitud. Ellos son misericordiosos, tienen un corazón limpio, son pacificadores. Están ejercitados en el sufrimiento. Ellos no son victimarios: son víctimas de la crueldad ajena. Ellos son vituperados, perseguidos. Son objeto de mentiras. Ellos padecen. Ellos no reaccionan con fiereza: ellos padecen.
Pero revisemos, al menos, unas tres o cuatro de estas bienaventuranzas con mayor detalle.
Pobres en espíritu
“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. (5:3)
Los pobres en espíritu son aquellos que reconocen su necesidad, que no tienen aquello que hoy se vende tanto en educación: una buena autoestima. Al contrario. Son aquellos que, después de haber luchado por algún tiempo, reconocen que ellos llevan dentro de sí un vacío, una pobreza, una orfandad que nada sino Dios puede llenar.
El Señor dijo en cierta ocasión que él había venido a predicar buenas nuevas a los pobres. Cuando uno mira el evangelio pareciera ser que la pobreza en espíritu también está asociada con la pobreza material. Pareciera ser que la pobreza material ayuda o incide en que una persona sea pobre en espíritu. Por eso son más los pobres materialmente los que han sido enriquecidos por Dios. Ellos están acostumbrados a la escasez. Ellos saben que tienen una deficiencia crónica, ellos no tienen muchas cosas a qué echar mano para ser felices. (No pueden practicar deportes caros; no pueden comer exquisiteces). Ellos están restringidos, y en esa pobreza material, ellos con mayor facilidad que otros se arrojan en los brazos del Señor para encontrar la verdadera riqueza.
La Escritura nos dice que el Señor, siendo rico se hizo pobre, para que nosotros fuésemos enriquecidos (2ª Cor.8:9). Un hombre y una mujer pobre de espíritu, serán enriquecidos por Dios. En cambio, un hombre que no conoce la pobreza en espíritu, tendrá muy alto concepto de sí. Se sentirá satisfecho, tal como se sentía la iglesia en Laodicea; por tanto, nunca conocerá la verdadera riqueza ni la promesa que el Señor hace a los pobres en espíritu.
Yo no sé si todos los que están aquí saben lo que es esta pobreza. Una persona pobre en espíritu, en algún momento de su vida, va a buscar a Dios. No podrá concebir la existencia humana sin Dios. No podrá seguir dando vueltas por la vida sin Dios. No podría seguir intentando llenar el vacío de su alma con las riquezas materiales, porque pronto se dará cuenta que no son suficientes. Llegará el momento en que se quebrantará su alma, en que doblará su rodilla, en que reconocerá su miseria.
¿Qué promesa se hace a esta clase de gente? Se dice que de ellos es el reino de los cielos. ¿Podemos imaginar lo que significa eso, al menos por un momento? ¡Cuántos luchan en la tierra por tener un puesto de mando, por un cargo en el gobierno, o por un título nobiliario en algún reino de este mundo! Pero he aquí los pobres en espíritu poseerán el reino inconmovible, que no tendrá jamás fin, porque aunque el reino de nuestro Señor Jesucristo sobre la tierra durará mil años, su reino eterno durará por siempre jamás en un cielo nuevo y una tierra nueva donde mora la justicia.
Y en aquel día, cuando ya se esfumen las tinieblas que rodean al mundo, cuando dejemos de ver las cosas oscuramente como por un espejo, entonces estos hombres anónimos, menospreciados, que caminaron por la tierra mirando hacia el cielo, que nunca buscaron grandes posesiones, que nunca pretendieron arraigarse aquí ni que su nombre alcanzara notoriedad, aquellos que en otro tiempo fueron pobres en espíritu, brillarán con toda la gloria del Señor Jesucristo en su reino.
¿Podemos imaginar eso? Es difícil para nuestra mente, porque nunca lo hemos visto con nuestros ojos; sin embargo, los que conocemos a Jesús sabemos que sus promesas son fieles y verdaderas. Nos anticipamos a anunciar el establecimiento del reino de Jesucristo sobre la tierra, y que los pobres en espíritu reinarán con él.
Lloran
“Bienaventurados los que lloran porque ellos recibirán consolación” (Mateo 5:4). En nuestra sociedad y en nuestra cultura hay muchas lágrimas falsas. En una película vemos personas que lloran y tal vez lloremos con ellos. Pero los que están en el set de grabación saben de qué tipo de lágrimas se trata. Esos ojos no están llorando de verdad, porque sus corazones no están destilando lágrimas. En cambio, los que lloran (y son bienaventurados) son aquellos que tienen un corazón que llora, que tienen un alma quebrantada. Estos recibirán consolación. No simulan, sino que lloran de verdad. Ellos ven su miseria. Ellos han conocido los fracasos. Ellos añoran el día en que se manifiesten las cosas verdaderas, inconmovibles. ¡Cuántas veces estos bienaventurados han llorado anhelando la venida del Señor! Están cansados del sufrimiento, de la oposición, de la adversidad, de los padecimientos, de la persecución. Por eso ellos lloran. Ellos no tienen otra reacción cuando son ofendidos; no pueden alzar la mano para devolver el golpe.
El Señor le dijo cierta vez a un rey llamado Ezequías: “He oído tu oración y he visto tus lágrimas” (Isaías 38:5). El rey estaba afligido, clamó al Señor y el Señor oyó su oración y vio sus lágrimas, y el Señor le concedió lo que pedía. ¡Cuánto son capaces de conmover a Dios las lágrimas de un hombre o de una mujer que se derraman delante de él! Recordemos a María, la hermana de Lázaro. Mientras su hermana Marta le recriminó al Señor por qué no había llegado antes para evitar que Lázaro muriera, María se derramó a los pies del Señor y lloró con lágrimas tan angustiosas, que el Señor, al verla llorando, también lloró. Fueron las lágrimas de María, y no los argumentos de Marta, que gatillaron –por así decirlo– un milagro a favor de Lázaro.
Recordemos a esa otra mujer pecadora que llegó y comenzó a regar con lágrimas los pies del Señor. Ella se sentía acusada en su conciencia. Era una mujer de mala vida. Ella no tenía méritos que exhibir; sólo tenía pecados que llorar. Y el Señor Jesús la acogió. Y cuando ese fariseo se levanta para apuntar a la mujer con el dedo, el Señor sale en su defensa. ¡Qué poder tienen las lágrimas delante de Dios! ¡Cómo se apresura su mano para enjugarlas, y para defender a quien las derrama delante de él!
“Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación”. Hay hombres que tienen tan endurecido el corazón que sus ojos están secos. Hace años que no derraman una sola lágrima. Y aunque lo quisieran hacer, no pueden. ¡Qué desgracia no poder llorar! ¡Qué desgracia es tener un corazón de piedra! Socialmente es mal visto que se llore en público. “Cualquier cosa –dicen algunos o algunas– pero que no me vean llorar”. Ellos nunca recibirán el consuelo de Dios. Ellos no conocen la mano del Señor cuando acaricia, o su ungüento que sana las heridas. ¡Los que lloran sí tienen esta bienaventuranza!
Cuando miramos al Señor en los días de su carne ofreciendo ruegos con gran clamor y lágrimas (Hebreos 5:7), nos damos cuenta que para un cristiano las lágrimas no pueden ser extrañas. No son algo ocasional tampoco, como no lo era para Pablo, el que solía –dice la Escritura– servir al Señor con muchas lágrimas, amonestar a los hermanos con lágrimas, y escribir a los hermanos con muchas lágrimas (Hechos 20:19,31; 2ª Cor.2:4). ¡Servía con lágrimas, amonestaba con lágrimas y escribía sus cartas con lágrimas!
¡Bienaventurados los que lloran! Ellos tienen un corazón que puede sentir el dolor ajeno. Y también pueden sentir su propia desgracia, su propia necesidad, sus propias faltas. ¿Cómo no llorar después de ver que una y otra vez le hemos faltado al Señor? ¿Cómo no llorar después de ver que hemos mancillado su nombre, hemos ofendido al hermano, hemos buscado nuestra propia defensa y vindicación? ¿Cómo no llorar la desgracia de tener un carácter tan terreno todavía? ¿Cómo no llorar la desgracia de ser tan duros todavía?
Hay algo que una persona experimentada en quebrantos podría decir: “Si quieres llorar, póstrate primero ante el Señor”. Entonces podrás llorar.
Lágrimas delante de Dios´
Hay un versículo en uno de los salmos que es muy consolador. Dice así: “Pon mis lágrimas en tu redoma. ¿No están ellas en tu libro? Serán luego vueltos atrás mis enemigos el día en que yo clamare” (56:8). Ninguna de las lágrimas que derrama un hijo de Dios pasa inadvertida para el Señor. Esas lágrimas que lloraste, él las vio y están anotadas en su libro. ¿No es esto consolador? ¡Están en su libro! Seguramente esa redoma donde están nuestras lágrimas tienen una medida, y es necesario que esa medida se complete. Seguiremos llorando todo el tiempo que sea preciso hasta que esa medida se complete. Seguiremos llorando por los que amamos, pidiendo por los que nos ofenden, y por todas las circunstancias adversas que no hemos podido superar.
Dice también este versículo: “Serán vueltos atrás mis enemigos el día en que yo clamare.” ¡Qué confianza tiene el salmista! Basta que yo clame y mis enemigos serán vueltos atrás. La mano del Señor intervendrá. El día en que yo clamare, algo ocurrirá, vendrá un movimiento desde los cielos, se moverán los ángeles, el Señor extenderá su mano. Mis enemigos serán vueltos atrás. ¿Lo has comprobado, amado hijo de Dios? ¡Bienaventurado eres tú!
También dice la Escritura: “Atravesando el valle de lágrimas lo cambian en fuente” (Salmo 84:6). Esto es algo que puede parece extraño a los del mundo. Los cristianos lloran, pero con la misma facilidad que lloran, ellos ríen. Después del llanto viene el consuelo y la risa. Las lágrimas se lloran en el valle, en la hondonada, pero allá, al final de esa hondonada, hay una fuente que salta brotando con alegría. Hay un frescor en el alma. Hay una risa en la boca ... Más allá de las lágrimas, porque ellos reciben consolación.
¿Delante de quién lloramos? Hay lágrimas en los hombres que no tienen esta bienaventuranza, por las cuales nunca serán consolados. Son las que se derraman delante del policía cuando infringen la ley, o delante del juez cuando quieren torcerle la mano a la ley. Son las lágrimas que lloran a solas en su soberbia, porque no lograron lo que quisieron. De esas lágrimas, ellos no recibirán consolación. Hay lágrimas de ira, de impotencia, que nunca recibirán consolación. Pero “bienaventurados los que lloran (delante de Dios), porque ellos recibirán consolación.”
Mansos
“Bienaventurados los mansos porque ellos recibirán la tierra por heredad” (Mateo 5:5). Los mansos son los que se someten a los designios de Dios. Los que inclinan la cabeza delante de la voluntad de Dios, y dicen: “No sé por qué lo hiciste, Señor, pero lo acepto. No entiendo tus razones, pero inclino mi cabeza ante ti. No sé por qué viene de nuevo esta prueba, esta lucha, este vendaval, pero, Señor, tú eres Dios, tú eres Rey, y yo sólo soy un siervo.” Los mansos son sumisos, son suaves de tratar, no tienen aristas. No hay nada en ellos que te hiera a ti. No son ásperos. Tus pasas la mano por ellos –hablando en forma figurada– y hay suavidad en todo lo que tocas. Su alma ha sido quebrada en sus fortalezas. ¡Cuánto se agrada el Señor en los mansos! El Señor mismo dijo en cierta ocasión unas palabras que siguen tocándonos a todos nosotros: “Venid a mí los trabajados y cargados, que yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas.” Sólo uno manso y humilde puede hallar descanso para su alma. Aunque lleve el yugo más pesado, lo encontrará fácil, delicado, suave, y hallará ligera su carga.
Para los mansos hay una promesa preciosa: “Ellos recibirán la tierra por heredad.” Ellos son herederos. Ellos no tienen dinero en el banco, ellos no tienen una herencia: ellos tendrán la tierra, y la tierra es la mayor señal de riqueza. “Ellos recibirán la tierra por heredad”.
Tienen hambre y sed de justicia
Finalmente veremos la cuarta bienaventuranza: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados” (Mateo 5:6)
Tener hambre y sed justicia no consiste en querer que se nos haga justicia de alguna injusticia. Esto significa más bien tener un deseo profundo de rectitud, de santidad. Estos son los que quieren ser justos, ser perfectos, los que aborrecen la mediocridad de una vida en la carne. Los que aborrecen la inconstancia de su corazón. ¡Estos serán saciados!
Sin embargo, usted sabe que el hambre y la sed son apetitos físicos, y son recurrentes. Usted los puede saciar ahora y en un rato más volverán. Así también ocurre con estos hombres y mujeres. Aunque ellos han sido saciados de esa gran hambre y de esa gran sed que tenían antes de conocer a Dios, sin embargo, ahora, teniéndolo, ellos siguen teniendo hambre y sed. Porque a diferencia del hambre y sed física, esta hambre y sed de justicia cuando es saciada, reclama más justicia, despierta más hambre y más sed. Uno que conoce al Señor Jesús, que conoce su carácter, su persona, su rectitud, su nobleza, su hermosura, va a querer seguir avanzando en el conocimiento de esa hermosura, de esa belleza. Va a querer seguir apropiándose de eso que él admira tanto.
Sería terrible no tener más hambre y sed. Sería terrible conformarse con que alguna vez hace cinco o diez años atrás mi hambre y sed de justicia fueron saciados. Uno que camina cerca del Señor, uno que está en la contemplación de Cristo, tendrá hambre y sed una y otra vez, todos los días, para ser saciado una y otra vez.
¡Que el Señor levante una generación de hombres y mujeres sedientos de esta justicia! Que se lancen en una búsqueda de los valores eternos. Que sean capaces de menospreciar las cosas pasajeras, los afanes de cada día. Que pongan la mirada en el trono de Dios y en el que está a la diestra de Aquél que está sentado en el trono. Que se afanen no por las cosas que perecen, sino por las que a vida eterna permanecen.
Las sanas palabras de nuestro Señor
Días atrás compartimos de Timoteo, y de cómo en sus días había un relajamiento en la conducta de los cristianos. Cómo había una verdadera apostasía; cómo se vivía una incongruencia entre lo que se decía y lo que se vivía. Cómo los hombres se habían lanzado en la búsqueda de nuevas doctrinas.
Una de las palabras de Pablo a Timoteo es: “Si alguno enseña otra cosa, y no se conforma a las sanas palabras de nuestros Señor Jesucristo, nada sabe ...” (1ª Tim. 6:3). Estas que hoy hemos compartido son de esas sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo. Suenan a locura, parecen una ingenuidad en un mundo impersonal, donde impera el dinero, los intereses, la mezquindad, la avaricia, la dureza de corazón, la mirada fulminante. Pero el Señor sigue diciendo, contra la corriente del mundo, contra los burladores, contra los triunfadores de esta tierra, contra los exitistas, sigue diciendo su palabra: “Bienaventurados los pobres en espíritu ..., bienaventurados los que lloran ..., bienaventurados los mansos ..., bienaventurados lo que tienen hambre y sed de justicia ...” ¡Qué sanas son las palabras de nuestro Señor Jesucristo, aunque en el mundo parecen una locura!
Hace unos días atrás se hizo una cuesta (la encuesta Gallup) en los Estados Unidos acerca de religión. En un 80 y tanto por ciento los norteamericanos se declararon cristianos, pero cuando se les preguntó quién había dicho el Sermón del Monte, no lo supieron, en su gran mayoría. Las sanas palabras de nuestros Señor Jesucristo están siendo ignoradas. Por eso hay cristianos también tan duros, tan inflexibles, tan soberbios, tan altivos, tan amadores de sí mismos, tan avarientos, tan fuertes en sí mismos, tan vengativos, tan rencorosos.
Ellos dicen como Laodicea. “Yo soy rico. No tengo necesidad de nada”. Pero las palabras del Señor se dejan caer una tras otra como golpes de espada. “He aquí tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas” (Apoc.3:17-18).
Esta clase de gente
Amados hermanos, amigos: La gente que hemos descrito esta mañana es la clase de gente que Dios aprueba, y que reinará con él. Que el Señor, que nos ha descubierto en esta mañana por su Palabra, nos socorra a cada uno de nosotros, para llegar a estar entre esos bienaventurados. Amén.
http://www.aguasvivas.cl/centenario/03_caracter.htm
07 de abril de 2002
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AGUAS VIVAS
http://www.aguasvivas.cl/
Hoy hay reyes en la tierra, pero Jesucristo es el Rey de reyes. Hoy día los reyes de la tierra no le conocen, pero llegará un día –y no falta mucho para eso– en que todos los reyes de la tierra se inclinarán ante nuestro Rey y doblarán su rodilla ante él.
Hay un libro de la Biblia que nos muestra al Señor Jesucristo especialmente en esta faceta de Rey. Es el evangelio de Mateo. Allí también se habla mucho del reino de Dios. Y hay tres capítulos de ese evangelio –el 5, 6 y 7– que algunos denominan “La Carta Magna del reino de Jesucristo”. Es decir, el conjunto fundamental de leyes, mandamientos y ordenanzas que rigen el reino de Dios.
Noten ustedes que al final de este cuerpo de enseñanzas, en el último versículo del capítulo 7, dice: “Porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas”. Es decir, estas enseñanzas fundamentales fueron entregadas con autoridad, la autoridad de Rey.
Llegará un día –como dijimos– en que el reino del Señor Jesucristo se establecerá sobre la tierra. Y entonces reinará él sobre todo el planeta, pero no reinará solo. Reinará con cierto tipo de personas, con cierta clase de gente, que le ayudarán en el gobierno. Y esta gente que compartirá su reino, está descrita --su carácter, su forma de ser, sus rasgos esenciales– en los primeros versículos de Mateo capítulo 5.
Preparándose para reinar
Aquí aparecen nueve bienaventuranzas. Estas bienaventuranzas se han interpretado de muchas maneras. Se ha dicho, por ejemplo, que estas nueve bienaventuranzas describen nueve tipos de personas que agradan a Dios. Otros han dicho que estos son nueve rasgos de la persona del Señor Jesucristo. Ambas cosas están correctas. Sin embargo, también podemos decir que estas bienaventuranzas describen las características de los hijos de Dios que compartirán el reino con Cristo, y que hoy están siendo preparados — en la formación de un carácter, de una cierta forma de ver y de actuar. A esta gente con estos rasgos se les encomendarán grandes decisiones y grande autoridad. Tendrán autoridad sobre ciudades, y sobre naciones.
Cuando los gobiernos en el mundo buscan colaboradores, ellos ponen sus propios requisitos. Una persona que ha de ser un Ministro de Estado en nuestros días tiene que tener cierto perfil: una esmerada educación, ojalá una noble cuna, debe ser una persona emprendedora, capaz de tomar decisiones, con capacidad en el manejo de las personas, y con capacidad de trabajo en equipo.
Un perfil extraño
Cuando nosotros miramos el perfil de lo que es una persona exitosa en el mundo, un gobernante, por ejemplo, nos imaginamos que así deben ser. Pero cuando miramos estas nueve bienaventuranzas que describen el carácter de los hombres en quienes el Señor va a confiar la dirección y el gobierno de su reino, entonces, nos sorprendemos, porque son extrañas estas características, sobre todo en el mundo en que nos movemos. Veámoslas.
Mateo 5:3-12:
“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.
Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo.
Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros.”
¿Nos podemos imaginar un reino de este mundo gobernado por este tipo de personas? Estas bienaventuranzas no nos muestran ninguna característica de lo que hoy podemos llamar un hombre exitoso, de una persona con capacidad de mando, capaz de imponerse en su circunstancia, de ejercer autoridad o de suscitar admiración. Estas características describen, más bien, a personas que podríamos tildar de ingenuas. No son de un carácter sobresaliente, ni de los que toman el poder en su mano o que se abren paso con resolución.
Antes bien son pobres, humildes, vulnerables al dolor (ellos lloran), son mansos, ellos están insatisfechos. ¡Andan por la vida siempre insatisfechos! No de oro ni de plata, ni tampoco de deleites. No podrían estar satisfechos en esta tierra. Ellos tienen hambre y sed de justicia. Ellos aman la rectitud. Ellos son misericordiosos, tienen un corazón limpio, son pacificadores. Están ejercitados en el sufrimiento. Ellos no son victimarios: son víctimas de la crueldad ajena. Ellos son vituperados, perseguidos. Son objeto de mentiras. Ellos padecen. Ellos no reaccionan con fiereza: ellos padecen.
Pero revisemos, al menos, unas tres o cuatro de estas bienaventuranzas con mayor detalle.
Pobres en espíritu
“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. (5:3)
Los pobres en espíritu son aquellos que reconocen su necesidad, que no tienen aquello que hoy se vende tanto en educación: una buena autoestima. Al contrario. Son aquellos que, después de haber luchado por algún tiempo, reconocen que ellos llevan dentro de sí un vacío, una pobreza, una orfandad que nada sino Dios puede llenar.
El Señor dijo en cierta ocasión que él había venido a predicar buenas nuevas a los pobres. Cuando uno mira el evangelio pareciera ser que la pobreza en espíritu también está asociada con la pobreza material. Pareciera ser que la pobreza material ayuda o incide en que una persona sea pobre en espíritu. Por eso son más los pobres materialmente los que han sido enriquecidos por Dios. Ellos están acostumbrados a la escasez. Ellos saben que tienen una deficiencia crónica, ellos no tienen muchas cosas a qué echar mano para ser felices. (No pueden practicar deportes caros; no pueden comer exquisiteces). Ellos están restringidos, y en esa pobreza material, ellos con mayor facilidad que otros se arrojan en los brazos del Señor para encontrar la verdadera riqueza.
La Escritura nos dice que el Señor, siendo rico se hizo pobre, para que nosotros fuésemos enriquecidos (2ª Cor.8:9). Un hombre y una mujer pobre de espíritu, serán enriquecidos por Dios. En cambio, un hombre que no conoce la pobreza en espíritu, tendrá muy alto concepto de sí. Se sentirá satisfecho, tal como se sentía la iglesia en Laodicea; por tanto, nunca conocerá la verdadera riqueza ni la promesa que el Señor hace a los pobres en espíritu.
Yo no sé si todos los que están aquí saben lo que es esta pobreza. Una persona pobre en espíritu, en algún momento de su vida, va a buscar a Dios. No podrá concebir la existencia humana sin Dios. No podrá seguir dando vueltas por la vida sin Dios. No podría seguir intentando llenar el vacío de su alma con las riquezas materiales, porque pronto se dará cuenta que no son suficientes. Llegará el momento en que se quebrantará su alma, en que doblará su rodilla, en que reconocerá su miseria.
¿Qué promesa se hace a esta clase de gente? Se dice que de ellos es el reino de los cielos. ¿Podemos imaginar lo que significa eso, al menos por un momento? ¡Cuántos luchan en la tierra por tener un puesto de mando, por un cargo en el gobierno, o por un título nobiliario en algún reino de este mundo! Pero he aquí los pobres en espíritu poseerán el reino inconmovible, que no tendrá jamás fin, porque aunque el reino de nuestro Señor Jesucristo sobre la tierra durará mil años, su reino eterno durará por siempre jamás en un cielo nuevo y una tierra nueva donde mora la justicia.
Y en aquel día, cuando ya se esfumen las tinieblas que rodean al mundo, cuando dejemos de ver las cosas oscuramente como por un espejo, entonces estos hombres anónimos, menospreciados, que caminaron por la tierra mirando hacia el cielo, que nunca buscaron grandes posesiones, que nunca pretendieron arraigarse aquí ni que su nombre alcanzara notoriedad, aquellos que en otro tiempo fueron pobres en espíritu, brillarán con toda la gloria del Señor Jesucristo en su reino.
¿Podemos imaginar eso? Es difícil para nuestra mente, porque nunca lo hemos visto con nuestros ojos; sin embargo, los que conocemos a Jesús sabemos que sus promesas son fieles y verdaderas. Nos anticipamos a anunciar el establecimiento del reino de Jesucristo sobre la tierra, y que los pobres en espíritu reinarán con él.
Lloran
“Bienaventurados los que lloran porque ellos recibirán consolación” (Mateo 5:4). En nuestra sociedad y en nuestra cultura hay muchas lágrimas falsas. En una película vemos personas que lloran y tal vez lloremos con ellos. Pero los que están en el set de grabación saben de qué tipo de lágrimas se trata. Esos ojos no están llorando de verdad, porque sus corazones no están destilando lágrimas. En cambio, los que lloran (y son bienaventurados) son aquellos que tienen un corazón que llora, que tienen un alma quebrantada. Estos recibirán consolación. No simulan, sino que lloran de verdad. Ellos ven su miseria. Ellos han conocido los fracasos. Ellos añoran el día en que se manifiesten las cosas verdaderas, inconmovibles. ¡Cuántas veces estos bienaventurados han llorado anhelando la venida del Señor! Están cansados del sufrimiento, de la oposición, de la adversidad, de los padecimientos, de la persecución. Por eso ellos lloran. Ellos no tienen otra reacción cuando son ofendidos; no pueden alzar la mano para devolver el golpe.
El Señor le dijo cierta vez a un rey llamado Ezequías: “He oído tu oración y he visto tus lágrimas” (Isaías 38:5). El rey estaba afligido, clamó al Señor y el Señor oyó su oración y vio sus lágrimas, y el Señor le concedió lo que pedía. ¡Cuánto son capaces de conmover a Dios las lágrimas de un hombre o de una mujer que se derraman delante de él! Recordemos a María, la hermana de Lázaro. Mientras su hermana Marta le recriminó al Señor por qué no había llegado antes para evitar que Lázaro muriera, María se derramó a los pies del Señor y lloró con lágrimas tan angustiosas, que el Señor, al verla llorando, también lloró. Fueron las lágrimas de María, y no los argumentos de Marta, que gatillaron –por así decirlo– un milagro a favor de Lázaro.
Recordemos a esa otra mujer pecadora que llegó y comenzó a regar con lágrimas los pies del Señor. Ella se sentía acusada en su conciencia. Era una mujer de mala vida. Ella no tenía méritos que exhibir; sólo tenía pecados que llorar. Y el Señor Jesús la acogió. Y cuando ese fariseo se levanta para apuntar a la mujer con el dedo, el Señor sale en su defensa. ¡Qué poder tienen las lágrimas delante de Dios! ¡Cómo se apresura su mano para enjugarlas, y para defender a quien las derrama delante de él!
“Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación”. Hay hombres que tienen tan endurecido el corazón que sus ojos están secos. Hace años que no derraman una sola lágrima. Y aunque lo quisieran hacer, no pueden. ¡Qué desgracia no poder llorar! ¡Qué desgracia es tener un corazón de piedra! Socialmente es mal visto que se llore en público. “Cualquier cosa –dicen algunos o algunas– pero que no me vean llorar”. Ellos nunca recibirán el consuelo de Dios. Ellos no conocen la mano del Señor cuando acaricia, o su ungüento que sana las heridas. ¡Los que lloran sí tienen esta bienaventuranza!
Cuando miramos al Señor en los días de su carne ofreciendo ruegos con gran clamor y lágrimas (Hebreos 5:7), nos damos cuenta que para un cristiano las lágrimas no pueden ser extrañas. No son algo ocasional tampoco, como no lo era para Pablo, el que solía –dice la Escritura– servir al Señor con muchas lágrimas, amonestar a los hermanos con lágrimas, y escribir a los hermanos con muchas lágrimas (Hechos 20:19,31; 2ª Cor.2:4). ¡Servía con lágrimas, amonestaba con lágrimas y escribía sus cartas con lágrimas!
¡Bienaventurados los que lloran! Ellos tienen un corazón que puede sentir el dolor ajeno. Y también pueden sentir su propia desgracia, su propia necesidad, sus propias faltas. ¿Cómo no llorar después de ver que una y otra vez le hemos faltado al Señor? ¿Cómo no llorar después de ver que hemos mancillado su nombre, hemos ofendido al hermano, hemos buscado nuestra propia defensa y vindicación? ¿Cómo no llorar la desgracia de tener un carácter tan terreno todavía? ¿Cómo no llorar la desgracia de ser tan duros todavía?
Hay algo que una persona experimentada en quebrantos podría decir: “Si quieres llorar, póstrate primero ante el Señor”. Entonces podrás llorar.
Lágrimas delante de Dios´
Hay un versículo en uno de los salmos que es muy consolador. Dice así: “Pon mis lágrimas en tu redoma. ¿No están ellas en tu libro? Serán luego vueltos atrás mis enemigos el día en que yo clamare” (56:8). Ninguna de las lágrimas que derrama un hijo de Dios pasa inadvertida para el Señor. Esas lágrimas que lloraste, él las vio y están anotadas en su libro. ¿No es esto consolador? ¡Están en su libro! Seguramente esa redoma donde están nuestras lágrimas tienen una medida, y es necesario que esa medida se complete. Seguiremos llorando todo el tiempo que sea preciso hasta que esa medida se complete. Seguiremos llorando por los que amamos, pidiendo por los que nos ofenden, y por todas las circunstancias adversas que no hemos podido superar.
Dice también este versículo: “Serán vueltos atrás mis enemigos el día en que yo clamare.” ¡Qué confianza tiene el salmista! Basta que yo clame y mis enemigos serán vueltos atrás. La mano del Señor intervendrá. El día en que yo clamare, algo ocurrirá, vendrá un movimiento desde los cielos, se moverán los ángeles, el Señor extenderá su mano. Mis enemigos serán vueltos atrás. ¿Lo has comprobado, amado hijo de Dios? ¡Bienaventurado eres tú!
También dice la Escritura: “Atravesando el valle de lágrimas lo cambian en fuente” (Salmo 84:6). Esto es algo que puede parece extraño a los del mundo. Los cristianos lloran, pero con la misma facilidad que lloran, ellos ríen. Después del llanto viene el consuelo y la risa. Las lágrimas se lloran en el valle, en la hondonada, pero allá, al final de esa hondonada, hay una fuente que salta brotando con alegría. Hay un frescor en el alma. Hay una risa en la boca ... Más allá de las lágrimas, porque ellos reciben consolación.
¿Delante de quién lloramos? Hay lágrimas en los hombres que no tienen esta bienaventuranza, por las cuales nunca serán consolados. Son las que se derraman delante del policía cuando infringen la ley, o delante del juez cuando quieren torcerle la mano a la ley. Son las lágrimas que lloran a solas en su soberbia, porque no lograron lo que quisieron. De esas lágrimas, ellos no recibirán consolación. Hay lágrimas de ira, de impotencia, que nunca recibirán consolación. Pero “bienaventurados los que lloran (delante de Dios), porque ellos recibirán consolación.”
Mansos
“Bienaventurados los mansos porque ellos recibirán la tierra por heredad” (Mateo 5:5). Los mansos son los que se someten a los designios de Dios. Los que inclinan la cabeza delante de la voluntad de Dios, y dicen: “No sé por qué lo hiciste, Señor, pero lo acepto. No entiendo tus razones, pero inclino mi cabeza ante ti. No sé por qué viene de nuevo esta prueba, esta lucha, este vendaval, pero, Señor, tú eres Dios, tú eres Rey, y yo sólo soy un siervo.” Los mansos son sumisos, son suaves de tratar, no tienen aristas. No hay nada en ellos que te hiera a ti. No son ásperos. Tus pasas la mano por ellos –hablando en forma figurada– y hay suavidad en todo lo que tocas. Su alma ha sido quebrada en sus fortalezas. ¡Cuánto se agrada el Señor en los mansos! El Señor mismo dijo en cierta ocasión unas palabras que siguen tocándonos a todos nosotros: “Venid a mí los trabajados y cargados, que yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas.” Sólo uno manso y humilde puede hallar descanso para su alma. Aunque lleve el yugo más pesado, lo encontrará fácil, delicado, suave, y hallará ligera su carga.
Para los mansos hay una promesa preciosa: “Ellos recibirán la tierra por heredad.” Ellos son herederos. Ellos no tienen dinero en el banco, ellos no tienen una herencia: ellos tendrán la tierra, y la tierra es la mayor señal de riqueza. “Ellos recibirán la tierra por heredad”.
Tienen hambre y sed de justicia
Finalmente veremos la cuarta bienaventuranza: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados” (Mateo 5:6)
Tener hambre y sed justicia no consiste en querer que se nos haga justicia de alguna injusticia. Esto significa más bien tener un deseo profundo de rectitud, de santidad. Estos son los que quieren ser justos, ser perfectos, los que aborrecen la mediocridad de una vida en la carne. Los que aborrecen la inconstancia de su corazón. ¡Estos serán saciados!
Sin embargo, usted sabe que el hambre y la sed son apetitos físicos, y son recurrentes. Usted los puede saciar ahora y en un rato más volverán. Así también ocurre con estos hombres y mujeres. Aunque ellos han sido saciados de esa gran hambre y de esa gran sed que tenían antes de conocer a Dios, sin embargo, ahora, teniéndolo, ellos siguen teniendo hambre y sed. Porque a diferencia del hambre y sed física, esta hambre y sed de justicia cuando es saciada, reclama más justicia, despierta más hambre y más sed. Uno que conoce al Señor Jesús, que conoce su carácter, su persona, su rectitud, su nobleza, su hermosura, va a querer seguir avanzando en el conocimiento de esa hermosura, de esa belleza. Va a querer seguir apropiándose de eso que él admira tanto.
Sería terrible no tener más hambre y sed. Sería terrible conformarse con que alguna vez hace cinco o diez años atrás mi hambre y sed de justicia fueron saciados. Uno que camina cerca del Señor, uno que está en la contemplación de Cristo, tendrá hambre y sed una y otra vez, todos los días, para ser saciado una y otra vez.
¡Que el Señor levante una generación de hombres y mujeres sedientos de esta justicia! Que se lancen en una búsqueda de los valores eternos. Que sean capaces de menospreciar las cosas pasajeras, los afanes de cada día. Que pongan la mirada en el trono de Dios y en el que está a la diestra de Aquél que está sentado en el trono. Que se afanen no por las cosas que perecen, sino por las que a vida eterna permanecen.
Las sanas palabras de nuestro Señor
Días atrás compartimos de Timoteo, y de cómo en sus días había un relajamiento en la conducta de los cristianos. Cómo había una verdadera apostasía; cómo se vivía una incongruencia entre lo que se decía y lo que se vivía. Cómo los hombres se habían lanzado en la búsqueda de nuevas doctrinas.
Una de las palabras de Pablo a Timoteo es: “Si alguno enseña otra cosa, y no se conforma a las sanas palabras de nuestros Señor Jesucristo, nada sabe ...” (1ª Tim. 6:3). Estas que hoy hemos compartido son de esas sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo. Suenan a locura, parecen una ingenuidad en un mundo impersonal, donde impera el dinero, los intereses, la mezquindad, la avaricia, la dureza de corazón, la mirada fulminante. Pero el Señor sigue diciendo, contra la corriente del mundo, contra los burladores, contra los triunfadores de esta tierra, contra los exitistas, sigue diciendo su palabra: “Bienaventurados los pobres en espíritu ..., bienaventurados los que lloran ..., bienaventurados los mansos ..., bienaventurados lo que tienen hambre y sed de justicia ...” ¡Qué sanas son las palabras de nuestro Señor Jesucristo, aunque en el mundo parecen una locura!
Hace unos días atrás se hizo una cuesta (la encuesta Gallup) en los Estados Unidos acerca de religión. En un 80 y tanto por ciento los norteamericanos se declararon cristianos, pero cuando se les preguntó quién había dicho el Sermón del Monte, no lo supieron, en su gran mayoría. Las sanas palabras de nuestros Señor Jesucristo están siendo ignoradas. Por eso hay cristianos también tan duros, tan inflexibles, tan soberbios, tan altivos, tan amadores de sí mismos, tan avarientos, tan fuertes en sí mismos, tan vengativos, tan rencorosos.
Ellos dicen como Laodicea. “Yo soy rico. No tengo necesidad de nada”. Pero las palabras del Señor se dejan caer una tras otra como golpes de espada. “He aquí tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas” (Apoc.3:17-18).
Esta clase de gente
Amados hermanos, amigos: La gente que hemos descrito esta mañana es la clase de gente que Dios aprueba, y que reinará con él. Que el Señor, que nos ha descubierto en esta mañana por su Palabra, nos socorra a cada uno de nosotros, para llegar a estar entre esos bienaventurados. Amén.
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07 de abril de 2002
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AGUAS VIVAS
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