DEDICATORIA

Este libro es el resultado de un único mensaje extraído de un cassette y preparado para su publicación por tres personas a quienes debo mucha gratitud. Sin ellos este libro nunca se habría escrito. Gracias Marian Clark, Rick Cain, y Gene Edwards.

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PREFACIO DE LOS EDITORES PARA LA EDICIÓN EN ESPAÑOL

Hemos extraído del original partes anexas que explicaban en parte esta parábola. No obstante, creemos acertada la elección. Si El Principito no ha necesitado (aunque más de uno sí que lo habría agradecido) de ningún anexo explicativo. ¿Por qué habría de necesitarlo nuestro cuento?

La primera vez que leímos esto supimos que sólo el texto central debía ser publicado.

Ojalá que Dios hable en la medida que Él desee a tu corazón.

1

Nata había estado preocupada con su recién polluelo desde el instante mismo en que el aguilucho salió de su cascarón. Era este su primer aguilucho, y cuál no sería su sorpresa al verse ante una criatura tan pequeña y frágil. Tanto que ni siquiera acertaba a levantar su cabeza. Además, en repetidas ocasiones le había ofrecido alimento, pero no se había percatado de su invitación.

Con cariño le echó una ojeada a ese otro huevo que hasta entonces había rehusado romper. Este huevo era de color marrón claro con pintas negras. Este exquisito ejemplar se acurrucaba próximo en el nido al nuevo aguilucho, echado entre las hojas y las briznas que enlazaban el nido. Es sabido que las águilas llaman a su nido aguilera. La suya consistía de palotes entrelazados y de hierba, cubierto en la parte externa por un musgo de color verde-grisáceo para que pudiera confundirse con la roca gris del despeñadero en el que descansaba.

–Papá está de camino– pensó Nata mientras contemplaba la bajada del sol.

En ese momento Ramón planeaba sin esfuerzo por encima de un tupido claro del bosque. Sus alas, que extendidas abarcaban casi dos metros, sostenían suspendido fácilmente al temible pájaro en su búsqueda de alimento. Ramón tenía patas robustas, planta poderosa, y garras más afiladas que el acero. Su recio pico era casi tan largo como su cabeza. Una batida de sus vigorosas alas le sostenían y remontaban durante casi una hora mientras su agudo ojo buscaba comida. Sus plumas de color marrón y tono azabache presentaban una pincelada dorada en la parte de atrás de su cuello. Poseía mechones blancos en la base de su cola y en la punta de sus alas.

De repente, su prodigiosa vista percibió un movimiento aproximadamente a 400 metros a su derecha, un movimiento tan leve que no hubiera sido apercibido por el ojo humano. La presa de Ramón era una pequeña liebre. Planeó mientras giraba sobre sí mismo y voló plano durante un instante. Entonces, repentinamente, abalanzándose en picado a la velocidad de rayo, Ramón agarró a su sorprendida víctima de un silencioso susurro.

Ramón se elevó orgulloso hacia el cielo, sabiendo una vez más que procuraba buen sustento a Nata y a los preciosos aguiluchos de su aguilera.

–Aquí llega la cena– dijo Nata suavemente mientras observaba la distante silueta de Ramón acercándose.

–¿Por qué sigues preocupada, Nata?– preguntó Ramón, tratando de evitar mostrar su impaciencia al tiempo que dejaba caer la mullida liebre a las patas de Nata. Ramón estaba visiblemente irritado ante la aparente ansiedad que reflejaba su rostro. Antes de que pudiera contestarle, habló de nuevo.

–El pequeñuelo se está fortaleciendo. Mira, ya se mueve más. No te preocupes. Pronto, después de que el otro huevo haya madurado y ambos estén lo suficientemente fuertes como para poder moverse, ¡daremos una buena fiesta junto a nuestros amigos para celebrar la llegada de nuestros nuevos aguiluchos!

Nata hacía lo posible para compartir el entusiasmo de su marido. Sí, pues aunque eran sus primeros aguiluchos, Ramón estaba convencido de que ambos se desarrollarían perfectamente sanos. Nata se propuso no volver a preocuparse acerca de su pequeña prole.

Y así fue; el segundo aguilucho salió de su cascarón justo dos días después del primero. Nata se puso eufórica al ver que ahora tenía un aguilucho y una aguilucha. Al muchacho lo llamó Hagen, porque era pequeño y frágil. La muchacha, en cambio, no era ni mucho menos pequeña, y menos aún frágil. “Volará más alto que ningún águila haya volado jamás”, susurró Nata para sí.

–La llamaré Selin.

A medida que transcurrían los días siguientes, ella se empezó a inquietar con la inminente celebración. Estaba convencida de que las demás águilas llegarían a la conclusión de que sus aguiluchos eran los más preciosos que jamás habían visto.

El día de la celebración el cielo estaba a rebosar de águilas que se acercaban planeando desde grandes distancias. Nata no podía recordar haber visto previamente tantas águilas en un solo lugar. Le saludaron a ella y a sus dos aguiluchos con increíble entusiasmo. El haber dado a luz a dos criaturas tan bonitas le había brindado a ella un sonado acontecimiento, como es natural, pero ahora podía ver con absoluta certeza que sus dos pequeñuelos le había supuesto a la comunidad de águilas la misma acalorada celebración que su propio nacimiento. Oportunidades así eran cosa extraña entre las águilas, pues su población se había visto poco a poco reducida en los últimos años. Así pues, este día era de gran gozo, esperanza y festividad. Y, como a menudo se cumple en celebraciones de esta índole, todo el mundo se estaba aprovechando.

El regocijo continuó todo el día. El sol se estaba ya ocultando cuando las águilas empezaban a despedirse. Después de que la última águila se había elevado a lo alto del cielo, desapareciendo tras el sol, Ramón miró a Nata con orgullo. Había vivido lo suficiente junto a Ramón como para reconocer la mirada que reflejaba su rostro. Era una mirada de ambición, algo que a menudo le acontecía a Ramón.

–Nata, querida, ¿¡no ha sido éste el día más maravilloso de tu vida!? Nuestros amigos no tenían más que alabanzas hacia nuestros preciosos aguiluchos. En verdad que lo que hemos hecho juntos tú y yo es algo que merece la pena ver. ¡Hemos traído águilas nuevas a este mundo! ¿Hay en la tierra o en los cielos algo más grande que esto?

–¡Para esto fuimos creados!– exclamaba Ramón mientras sus ojos brillaban de entusiasmo.

Nata había visto a Ramón exaltado con muchas cosas en épocas pasadas, pero ahora se daba ella cuenta de que esta última declaración parecía ser una nueva y gran revelación para él; no podía recordar haberle visto antes así.

-Tenemos que movernos, Nata, y construir otra aguilera. ¡Lo vamos a hacer otra vez!– exclamó Ramón mientras su voz se entremezclada con una patente alegría. –Renovar esta tierra, volver a llenar los cielos con las grandes águilas, ¡esa es nuestra vida!

Nata no estaba tan convencida de las ideas de Ramón, pero sabía que siempre tenía buenas intenciones, y confiaba en él. Decidieron empezar su nueva obra de inmediato.

Estoy casi seguro de que te costará creerlo cuando te diga que Ramón y Nata se marcharon de inmediato a construir una nueva aguilera y, en tal empresa, abandonaron por completo a sus dos jóvenes aguiluchos. Por supuesto que tenían la clara intención de regresar para comprobar la buena marcha de sus pequeñuelos, pero construir una nueva aguilera necesita de una tremenda cantidad de trabajo. Así pues, como a menudo sucede en situaciones como esta, Ramón y Nata se olvidaron por completo de sus pequeños en su dedicación a una nueva nidada.

A la mañana siguiente Hagen se despertó frío y hambriento. Al igual que su hermana, Selin. Esperaron pacientemente todo el día el regreso de Papá y Mamá. No obstante, por la tarde sabían que tendrían que actuar rápido para sobrevivir si Mamá y Papá no volvían de inmediato.

Mientras Hagen examinaba el cielo, le preguntó a Selin con cierta ansiedad.

–¿Sugieres algo?

Selin echó una ojeada por el borde de la aguilera, para sólo descubrir que había sido construida en el filo de una roca a casi 1000 metros por encima del suelo. Recuerda, Hagen y Selin sólo tenían unas semanas de vida y no sabían nada de volar.

–Este hace nuestro tercer día solos y sin comida, –respondió Selin con debilidad–. No tenemos más remedio que bajar y encontrar algo para comer.

Hagen, con la esperanza de que Selin supiera cómo ‘bajar’, preguntó.

–¿Y cómo vamos a llevar a cabo una hazaña semejante?

–Tenemos que saltar–, dijo ella con calma.

Hagen enseguida se apartó del borde del nido.

–¿¡Saltar!?– chilló incrédulo–. Si lo hacemos nos vamos a matar. ¡No estarás hablando en serio!

A Selin la idea no le hacía más gracia que a su hermano, ¿pero qué otra cosa podían hacer?

–De todas formas vamos a morir–, respondió ella.

–Muy bien–, dijo Hagen –pero esperemos un poquito más. Si Mamá no regresa, y pronto, entonces... entonces... decidiremos qué hacer.

El resto de la tarde se disipó en la agonía de una decisión que incluía varias opciones. Era obvio para ambos que en realidad no tenían otra alternativa más que el riesgo de un salto que desafiara a la muerte.

–Si nos quedamos aquí, vamos a morir–, dijo Selin en una especie de ultimátum.

–Y si saltamos, es probable que muramos–, fue la humilde respuesta de Hagen.

–Tú y yo en verdad nada podemos hacer hasta que aprendamos a volar–, dijo Hagen en un breve instante de revelación. Abatido por la verdad que encerraban sus palabras, se echó hacia atrás abatido.

Pero al final los dos aguiluchos se pusieron de acuerdo en que no sólo tenían hambre y frío, sino que estaban cerca de la muerte. Así que se desplazaron al borde de su aguilera, cerraron sus ojos, aguantaron la respiración y saltaron.

Se siguieron dos chillidos que enervarían la sangre, junto a un frenético batir de alas. Y después, silencio.

3

Los días pasaron y, poco a poco, Hagen y Selin por fin empezaban a aprender a cómo ser un pavo como Dios manda. Brant, a su vez, estaba muy orgulloso de sus nuevos estudiantes. Había entrenado a muchos pupilos en su vida, pero había algo especial en estos dos, sobre todo Hagen, pues éste lo intentaba con mucho, mucho ahínco.

Por supuesto, Brant tenía que invertir una cantidad de tiempo fuera de lo común enseñando a Hagen a cómo gustarle las bellotas. Hagen, en cambio, trabajaba duro para desarrollar un gusto hacia esas cosas horribles. A veces incluso se llegaba a creer que empezaba a disfrutarlas. Pero debemos ser honestos al hacer mención de que un rumor dejaba entrever que quizás, sólo quizás, Hagen decía esto sólo para agradar a Brant.

Aparte de las bellotas, Hagen y Selin tomaban clases para aprender a disfrutar mejor del escarbar. Se apañaban bastante bien, pero mirar hacia abajo y agacharse les parecía terriblemente antinatural a ambos, sin mencionar el dolor que originaba en sus músculos.

Había una cosa que la verdad es que traía de cabeza a Brant; tenía que enseñar a estos dos jóvenes pavos a cómo tener miedo. Incluso tenía que enseñarles a esconderse de sus enemigos. Esto desconcertaba, pues todos los pavos tenían miedo de forma natural... de casi todo. En cambio, estos dos parecían no tenerle miedo a nada. Al menos, no en un principio. Pero estaban estudiando duro y de forma paulatina parecían estar aprendiendo a cómo tener miedo.

Para Hagen y Selin había clases de escarbar, clases de picotear y clases de canto para mejorar la voz. Pero para nada daba la impresión de que estos dos pavos supieran gorgotear. De hecho, Brant tenía que invertir la mayor parte del tiempo de su clase en los gorgoteos. Y no sólo eso, el ocasional aullido de estos dos pavos era la cosa más horrible que nunca hubiera escuchado en toda su existencia. Originaba un escalofrío que se propagaba desde su espina dorsal hasta su carúncula. Era un chillido que reverberaba una cierta exclamación de gozo y libertad. Brant esperaba con horror que pronto olvidaran cómo realizar este horrible sonido.

Fuera como fuera, los dos aguiluchos trabajaban diligentemente para ser pavos. Brant, a su vez, insistía en que los tutores de ambos debían permanecer a su lado día y noche para que nunca pudieran olvidar, siquiera un instante, cómo actuar como un verdadero pavo.

Hagen aprendía. Pero a medida que lo hacía, cada día que pasaba, también se frustraba más y más.

Había una pregunta que empezaba a roerle por dentro: “¿Cómo es que yo soy el único pavo de este mundo que tiene problemas con ser un pavo?” Su conclusión era obvia. “¡Debo de ser el peor, el más vil de los pavos que jamás haya existido!”

Este es un problema muy difícil, ¿no? Cuando eres un pavo es muy fácil y natural actuar como un pavo. Pero cuando eres un águila, es en extremo difícil ser un pavo. Parece que no importa cuánto lo intentas, siempre te sientes como un fracaso.

Triste de decir, Hagen y Selin, al fin, habían sido pavonizados, y aún seguían sintiéndose como fracasados profundos. Me pregunto si esto le ha ocurrido a alguien más.

4

Una mañana, mientras Hagen se deslizaba entre los árboles junto a la bandada de sus compañeros pavos, atisbó en la distancia un pavo femenino que estaba sentado entre la hierba alta. De hecho, parecía como si se estuviese ocultando del resto de los pavos. Cosa curiosa esta, y Hagen no se podía permitir pasar por alto una escena tan insólita, así que tomó la dirección hacia la señora pava.

Rad, un pavo respetado y admirado que a menudo actuaba como una especie de pastor para con la bandada, observó a Hagen hacer su maniobra. Haciendo memoria de las luchas de Hagen en su papel de pavo, Rad graznó,

–¡Hagen, espera!

Hagen se detuvo y se dio la vuelta. Esta era la primera vez que Rad se había dirigido a él.

Rad era un pavo inmenso, así que para cuando alcanzó a Hagen estaba casi exhausto.

–He querido... pasar algún... (Rad se agachó para coger aire) tiempo... contigo. Vamos por aquí y hablemos un rato–. Rad se dirigió en una dirección que se alejaba de la señora pava.

Al principio Hagen se opuso un poco, pero luego se dio media vuelta, dubitativo, junto Rad. Entonces Hagen preguntó, –¿por qué se oculta la señora pava en la hierba?

Rad soltó una risita ahogada y contestó,

–Está sentada sobre su nido. ¡Lo esconde de nuestros enemigos!– Ahora Rad se relajó un poquito, percatándose de que Hagen sólo tenía curiosidad, y no estaba tratando de huir del reino de los pavos.

Asombrado, Hagen preguntó,

-¿Está sentada en su nido?

–Así es. Está incubando sus huevos. No pasará mucho tiempo hasta que tengamos algunos pavos más en nuestro medio–, dijo Rad con aires amables y ostentosos.

–¿Pero qué hace su nido en el suelo?– insistía Hagen.

–¿Qué quieres decir?– preguntó Rad, con una voz que delataba su confusión–. ¿Dónde piensas que debería estar el nido?

–Mi hermana y yo nacimos en lo alto... – dudó Hagen. El mero hecho de pronunciar esa palabra suponía una canción para su corazón. “Nacimos... ajenos a todo esto”.

El recuerdo de la aguilera parecía tan remoto que por un instante se preguntó si sólo era un sueño. A lo mejor, pensaba él, había nacido en el suelo. A lo mejor sólo era un pavo pequeño muy confuso que necesitaba esforzarse mucho más para ser un pavo.

Eso, como es obvio, era exactamente lo que Brant y los otros pavos le habían estado contando. Al fin Hagen sabía que tenía que dejar de alimentar esas extrañas nociones que él sentía tan dentro de él. Tenía que entregarlo todo y actuar sólo como el pavo que era.

Rad miró fijamente a los ojos de Hagen. Era de color parduzco; su barba llegaba hasta el suelo. Era el tamaño de Rad lo que más le impresionaba a Hagen. Como ves, entre los pavos, cuanto más gordo seas, tanta mayor admiración despertarás entre tus compañeros pavos. Se te considera más sabio y más en la línea de los caminos de un vetusto (y muy reverenciado) pavo de nombre Sacretoes. A Sacretoes se le conoció por ser el más grande y más sabio pavo que jamás viviera en toda la historia del reino de los pavos.

–Vaya, qué grande debe ser Rad–, pensó Hagen–. Cuando se pone delante de mí su tamaño bloquea la vista de todo lo demás.

–Hagen, chiquillo–, empezó a decir Rad con mucha calma, –creo que es el momento de que te diga de dónde provienes. Quería esperar hasta que fueras mucho más maduro antes de hablar contigo, pero después de observar tus luchas durante varias semanas, creo que es hora de que lo sepas.

–¿Qué estás diciendo?– dijo Hagen mientras daba un pequeño salto, y su corazón se ahogaba al hablar.

Rad dudó por un segundo.

–Todos nosotros los pavos hemos aprendido a tomar nuestro lugar en la vida. Todos tenemos nuestros problemas de por medio, pero vosotros, Hagen... me temo que vosotros lo vais a pasar mucho peor.

Hagen ya no podía mirar a Rad. Por primera vez en su vida Hagen dejó caer sus poderosas alas al suelo.

–Verás–, dijo Rad en tono compasivo, –la verdad es que habéis salido de un huevo de buitre.

Rad hizo una pausa para dejar que esta terrible revelación empapara bien.

Hagen se quedó petrificado.

–No cabe duda de que os habéis percatado de vuestra diferencia física con todos nosotros, Hagen. Tú y tu hermana nacisteis como unos buitres pobres y desgraciados–. Volvió a hacer una pausa y esperó hasta que su mirada se cruzara con la de Hagen. –Mírame–, dijo con tono de mando–. ¡No hay nada que nosotros podamos hacer con vuestro pico de garfio y vuestras cortas patas, ni con que nacierais como un pobre y miserable buitre! Pero podemos ofreceros un nuevo corazón. ¡Un corazón de pavo!

A Hagen no le sorprendieron las palabras de Rad. La verdad es que desde el momento en que se encontró con los pavos había sabido que no encajaba. Pero su corazón se hundió hasta el fondo en la horrible verdad que le rezumaba ya por dentro. Buitres inútiles, vulgares a más no poder, sin esperanza.

(Bueno, todo el mundo sabe que los buitres son las más asquerosos de todas las aves. Así pues, seguro que puedes imaginarte cómo se sentía Hagen. ¿Te gustaría que te dijeran que eres un pobre, perdido y miserable buitre?)

–¿Qué puedo hacer?– preguntó Hagen pidiendo clemencia.

–Primero tienes que darte cuenta –y aceptar– el hecho de que sois pobres, perdidos, desgraciados, miserables e inútiles buitres, ¡salvados por los pavos! En segundo lugar, es del todo normal que luchéis contra vuestra buitrez todos los días. Esto va a continuar el resto de vuestra existencia. Y sí, será una lucha terrible. Debéis perseverar. Y tenéis que tratar con este terrible hecho cada día. Sois unos buitres pobres y miserables. Esto forma parte de vuestro día a día. No lo olvidéis. Pero nunca dejéis que esto os deprima. No dejéis que os venza. ¡Luchad! ¡Batallad! ¡Tomad una firme determinación!

–No quiero ser un buitre. ¿Cómo me hago un pavo?– dijo Hagen entre sollozos.

–Hagen, ahora eres un pavo. Has sido salvado del reino de los buitres. Pero nunca olvidéis vuestro lado oscuro y sombrío. Puede que actuéis como un buitre y ni siquiera os deis cuenta de ello. Siempre tened cuidado con esa parte de vosotros. Dedicad toda vuestra vida para luchar contra la buitrez que reside en vosotros. Y cuando fracaséis –y vais a fracasar a menudo– entonces, ¡volved a dedicar vuestra vida!

La vista de Hagen empezaba a nublarse. Sus patas se doblaron. ¿Cómo podría vivir con una verdad tan terrible, en un estado tan miserable, con un peso tan horrible?

La compasión llenó el corazón de Rad a medida que observaba cómo esta terrible revelación hacía mella en el corazón del pobre Hagen. Rad volvió a hablar, con quietud y en tono paternal.

–Oh, Hagen, no dejes que estos hechos te desanimen. Tienes que seguir en pie y en la brecha. Espero que esto te anime: Tenéis al resto de los pavos a lo largo y ancho del mundo de vuestro lado. Yo diría más, os vamos a enseñar los caminos de Sacretoes. Y sobre todo, acuérdate de esto: ¡Una vez se es pavo, se es pavo para toda la vida!

5

Meses habían pasado desde aquel fatal día en que Hagen y Selin se habían precipitado desde su aguilera y habían caído al suelo y fueron adoptados por una bandada de pavos. Hagen aún seguía pasándolo muy mal viviendo la vida de pavo. Su hermana, en cambio, parecía adaptarse a su papel con mucha mayor facilidad. Al ver esto, el sentimiento de culpa e inutilidad en Hagen se acentuó por momentos. Mientras tanto, Rad le había sugerido a Brant que los ‘dos raritos’ no pasaran mucho tiempo juntos, pues aquello sólo servía para cebar sus problemas con las ‘sagradas tradiciones de la vida del pavo.’

Dicho y hecho, Hagen y Selin fueron separados y a duras penas se volvieron a ver desde aquel entonces. Selin, al contrario que Hagen, no hacía tantas preguntas como antaño hacía. Y es más, se había disciplinado a sí misma para no distorsionar la cara ni tener gestos de nauseas cuando comía bellotas. Y aunque al hacerlo daba un asècto un tanto peculiar, incluso había aprendido a caminar, más o menos, como los otros pavos. Ahuecando sus plumas al máximo y estirando el cuello tanto como fuera posible, hacía una digna imitación del andar de un pavo.

Al ver el éxito de Selin, Hagen había entrado en un estado de profunda desesperanza. Una tarde, arrastrándose tras un puñado de pavos, Hagen avistó en la distancia a otra bandada de pavos que se acercaban lentamente hacia ellos. Ninguna de las bandadas se había apercibido de la otra. Sólo el agudo ojo de Hagen había detectado la presencia de los otros pavos.

Estos pavos, se había él percatado, no buscaban la comida por el suelo.

En vez de eso, picoteaban y estiraban de las ramas. ¡Estos pavos comían bayas y frutos silvestres de los arbustos!

Hagen estaba asombrado. Anteriormente sólo podía recordar dos o tres veces haber visto a uno de sus compañeros pavos comiendo una baya, y esto únicamente cuando la baya había caído al suelo. ¡Pero esta bandada de pavos arrancaba las bayas directamente del arbusto! –

¡Menuda idea más novedosa!– pensó Hagen.

Hagen buscó deprisa a Brant.

–Brant, mira, allí, ¡más pavos! ¡Y vienen hacia aquí! Y están comiendo...

–¿Dónde?– exclamó Brant con tono alarmista. Enseguida dio una señal de peligro al resto de los pavos–. No veo a ningún otro pavo–, insistía Brant nervioso.

Hagen y Selin se dieron cuenta de que ninguno de sus compañeros pavos parecía ser capaz de ver con tanta nitidez ni a tanta distancia como ellos.

(¿Cómo es posible? ¿No es verdad que los pavos tienen una vista fuera de lo común? Sí, pero parece que han enfocado su visión en tan estrecho túnel, y durante tanto tiempo, que ahora sólo ven aquellas cosas a las que se han acostumbrado. Evitan mirar por encima de ellos, pues la alturas aparentemente les asustan. Lástima, pues es este mirar hacia lo alto lo que desarrolla la verdadera vista.)

Cuando por fin los otros pavos se encontraban a tiro de piedra, Brant les avistó–. Quedaos detrás de mí y dejad que yo me encargue de esto–, declaró Brant farruco–. Y que nadie se descarríe hacia esos otros pavos.

Brant empezó a caminar despacio hacia la otra bandada, picoteando en el suelo a medida que se acercaba, pretendiendo hacer ver que no los había visto. A los otros pavos les entró el pánico en el momento en que vieron a Brant. En su intento de retomar la compostura tan pronto como les fuera posible, trataron de pavonearse mientras pasaban a Brant de largo. Pero Brant, totalmente desenvuelto, ya estaba pasando a su lado en arrogante pavoneo. Pronto Rad y todos los pavos más ancianos estaban haciendo lo mismo. Selin siguió tras ellos jugando a este juego lo mejor que podía. Hagen observaba.

A Hagen le parecía que se estaba desarrollando ante él una especie de concurso. Y fuera cual fuere el concurso, su bandada había ganado porque se habían preparado de antemano. La otra bandada se las apañó para mantener en alto la cabeza mientras pasaban de largo, pero los agudos ojos de Hagen observaron que dejaron caer sus cabezas en cuanto estuvieron fuera de la vista de pavo.

Hagen siguió ahí de pie después de que todos los pavos hubieron pasado. Una profunda tristeza llenó todo su ser al considerar lo que se había representado ante él. Toda la escena le parecía repulsiva; su mismísima naturaleza se rebelaba ante cosas como esta.

Fue en este momento que Hagen respondió a un profundo instinto que se revolvía en sus entrañas. En oposición a todas las instrucciones que había recibido y a todas las promesas que había realizado, Hagen levantó sus ojos a los cielos. Entre los árboles sobre su cabeza podía ver claramente un parche de azul. Durante un breve instante, se vio a sí mismo con el deseo de estar de vuelta en su aguilera allá por encima de los árboles. Entonces un viejo y lejano recuerdo se arrastró a su memoria. Se acordó de su Mamá y su Papá. Le parecía que su Papá era muy fuerte, con largas y poderosas alas que le levantaban a los cielos y que surcaba el cielo con grandeza y gracia. Recordó que Papá se adentraba en el cielo y traía carne. Una vez más, Hagen se preguntaba por qué tenía que comer aquellas infernales bellotas. Hagen estaba pasmado al ver que había extendido sus alas. Aunque todavía era un joven águila, su envergadura superaba a la de cualquiera de los pavos. Las examinó durante un buen rato. Le recordaban a las alas de su Papá, con la salvedad de que él nunca había usado sus propias alas. Se preguntaba por qué tenía él unas alas tan poderosas, y luego llegó a la conclusión de que algo tendría que ver con el hecho de ser un pobre, inútil, pésimo, apestoso y típico buitre.

El crujir de las hojas sacó a Hagen de sus pensamientos.

–¿Te encuentras bien, camarada?– graznó Brant.

Hagen se volvió hacia él. Brant arrastraba su enorme cuerpo hacia Hagen.

–Sí. Sólo estaba recordando a mi Papá y mi Mamá. Dime, Brant. ¿Quiénes eran esos pavos?– indagó Hagen–. ¿Y por qué no hablamos con ellos? Eran nuestros hermanos, ¿verdad? ¿Y a qué se debía el extraño pavoneo y desprecio?

–Son los Silvestres–, contestó Brant, casi como una amenaza–. Dicen ser los descendientes directos de Sacretoes. Creen que son los únicos pavos verdaderos–. Levantando sus plumas traseras en señal de disgusto, Brant continuó–. A sus ojos somos pavos de segunda categoría.

–¿De verdad creen que no sois verdaderos pavos?– respondió Hagen de pura incredulidad.

–Así es. Creen que tendríamos que comer siempre frutos silvestres y nunca comer bellotas. Y no sólo eso, tenemos que comer los frutos directamente de la mata y nunca cogerlo del suelo. Si no uno no es un pavo verdadero.

Antes de que Hagen pudiera preguntar nada más, Brant volvió a hablar.

–Como es natural, es un sin sentido exigir que comamos la fruta del arbusto para demostrar que somos pavos verdaderos–. Brant se irguió hasta su plena estatura y poco a poco abrió en abanico todas sus plumas–. Todo lo que uno tiene que hacer es mirarnos a nosotros, y uno estará mirando a un verdadero pavo. Y yo diría más, las bellotas y sólo las bellotas son la comida de los pavos. ¡Ya lo dijo Sacretoes!

–Pero habéis comido bayas, ¿no es así?

–Ah, por supuesto... – Brant deslizó sus largos, delgados y puntiagudos dedos sobre las hojas–. De hecho, hay veces que me encanta saborear una baya. Pero...

–¿Has arrancado alguna vez una baya directamente de la mata?– volvió a preguntar Hagen precipitadamente.

Parte de las plumas de Brant se pusieron de punta. Como es obvio estaba bastante molesto al verse metido en una conversación como esta.

–No. En esas raras ocasiones en que los verdaderos pavos comen bayas, éstas deben comerse del suelo. No es bueno que un pavo coma bayas antes de que maduren–, respondió Brant en un tono que sólo podía tomarse como una reprimenda.

Hagen no entendía por qué los Silvestres pensaban que la bandada de Brant no estaba formada por verdaderos pavos. Después de todo, se parecían una barbaridad al resto de pavos. ¿Cómo podía el hecho de arrancar bayas de una mata determinar si eras o no un verdadero pavo?

¿O, dicho sea de paso, el sólo comer bellotas?

A medida que Brant y Hagen volvían sobre sus pasos para unirse al resto de la bandada, Hagen meditaba sobre toda la discusión que acababa de tener. Una cosa era cierta, a la primera de cambio (cuando nadie mirara) iba a intentarlo con las bayas, tanto del seto como del suelo.

–Calma–, pensó para sí Hagen, –¡estoy muy contento (y soy muy afortunado) de ser miembro de esta especie mía de pavo!

Hace tiempo, según parece, los pavos se dividieron en muchas bandadas diferentes. El porqué nadie lo sabía con certeza. No obstante, cada bandada fomentaba sus propias prioridades y sostenía firmemente que sólo ellos eran los verdaderos pavos, y que nunca debían asociarse con nadie más.

Has de saber que cada una de esas bandadas se denomina pavada. Nadie sabe en realidad cuántas pavadas hay, pero una cosa es segura: Hay más de las que nunca jamás serías capaz de imaginar. Una de las razones por las que Brant había acogido a estas aves deformadas y con unas ideas un tanto raras, Hagen y su hermana Selin, era con el fin de incrementar el número de su bandada, la única y verdadera bandada, que tenía el honor de llamarse Belloteros.

Así que a Hagen le introdujeron más y más en el reino de los pavos. De hecho, en este punto en concreto, daba la impresión de que estaba más cerca que nunca de empavarse por completo.

6

Ya estaba anocheciendo, el día después del encuentro con los Silvestres, cuando Hagen tuvo su primera oportunidad de hablar con Selin a solas. Había convencido a Bruce, su tutor, de que se quedaría cerca de su palo por la noche y practicar sus clases de canto. Como Selin se había empavado tan bien, su tutor ya no estaba con ella todo el tiempo.

Cuando ambos se dieron cuenta de que era la primera vez que estaban a solas después de meses, Hagen alzó sus alas sobre su hermana mayor y la abrazó. –Selin, estoy tan orgulloso de ti. Te va todo tan bien. Por favor, dime, Selin. ¿Cuál es el secreto para vivir la vida de pavo?–

–Oh, Hagen–, replicó Selin con mucha comprensión y compasión, –tienes que practicar. Nunca te veo practicar. Te haces pavo cuando desempeñas el cometido de un pavo.

Ahora bien, a Selin le entusiasmaba su propia comedia de pavo tanto como a Hagen, pero no se lo iba a dejar saber. “A lo mejor”, pensaba ella, “si él cree que lo estoy haciendo bien, puede que sea verdad.”

Selin continuó,

–Lo único que tienes que hacer es aplicar tu mente en ello, Hagen. Después de un tiempo, empieza a ser como una segunda naturaleza para ti. Tienes que esforzarte mucho, mucho, mucho. conlleva toda la fuerza de tu voluntad, pero se puede hacer. Hagen, hay un secreto que yo he aprendido. Es la llave que lo abre todo. Y es esta: Es difícil ser pavo, y es muy fácil ser un buitre. Precisa de toda la fuerza de tu ser el vivir una buena vida de pavo.

Hagen se quedó en silencio durante unos instantes, y luego dijo con un susurro.

–Lo he intentado. Lo he intentado con todas, con todas mis fuerzas. A veces lo consigo. Pero por otro lado, siempre fracaso. Y ahora tengo un problema aún mayor: Oh, Selin, ¿qué puedes hacer cuando no hay absolutamente nada dentro de ti que quiera ser un pavo?

Selin no podía permitir que afloraran sus sentimientos personales frente a esa pregunta. Habló con rapidez:

–¡Se supone que deberías quererlo! ¡Tendrías que dejar que Rad te ayudara si sientes que estás volviendo a las buitreces!

Hagen estaba anonadado.

–¿Quién te ha dicho que somos buitres? Rad me lo dijo a mí, pero no sabía que a ti también te lo habían dicho.

-Mi tutor me lo ha contado todo sobre los buitres. Todo el mundo sabe lo que pasa con ellos–. Selin hizo una breve pausa como si tratara de escoger las palabras oportunas para su próxima enunciación–. Hagen, ¿es que no lo ves? Eso explica por qué Mamá y Papá nos abandonaron. Sólo son unos buitres. Y tú y yo somos... somos... pobres, sin valor, sucios, inútiles y típicos buitres.

Hagen volvió a tratar de hacer acopio de gratitud hacia los queridos pavos por haberle salvado a él y su hermana. (El hecho era que, después de todo este tiempo, estaba ya cansado de estar agradecido por haber sido rescatado de los sucios y típicos buitres. Seguro que en la vida de pavo había más aparte de ser salvado de ser un buitre.)

Selin continuó:

–Deberías esforzarte más y más para vivir la vida de pavo. Y haz menos preguntas, Hagen. Ahora déjame compartir contigo otro secreto: cuanto más te esfuerces en ser un pavo, menos tentación tendrás de ser un buitre.

Selin empezaba a sentirse orgullosa de sí misma por recordar tantas cosas que le habían enseñado, aunque hasta este momento no parecía que a ella le funcionaran muy bien que digamos.

–Entonces, ¿en qué debería invertir mi tiempo, hermana? Soy un fracaso tan grande como pavo–, gimió Hagen.

–Hagen, debes entender que por dentro eres un buitre. Para unos sucios, inútiles y típicos buitres supone mucho el vivir las obligaciones de un pavo. De hecho, haciendo honor a la verdad, sólo unos pocos de nosotros pobres y desgraciados buitres nos llegamos a pavonizar por completo. Contentos deberíamos estar con que los pavos nos hayan aceptado.

Hagen asintió con su cabeza, suspiró, y se marchó medio arrastrándose.

7

Cuando Hagen despertó a la mañana siguiente, enseguida empezó a esforzarse mucho en sus clases. Una vez más, entregó de nuevo su vida al aprendizaje de cómo ser un buen pavo. Hagen estaba tan decidido que incluso le dijo a Bruce que quería dedicar toda la mañana a las clases para pavos.

Durante casi una hora, Hagen se concentró con todo su ser para lograr pronunciar un solo gorgoteo decente. Se sintió realmente orgulloso de sí mismo cuando dos jóvenes pavitas que estaban de paseo por los alrededores se volvieron hacia él en su reclamo. Era el mejor que nunca había hecho. Sin embargo, era muy difícil sonar como un pavo, y no se sintió tan animado con su éxito como su tutor.

A continuación, Hagen probó fortuna en sus habilidades como azadón. Parecía fácil, pero Hagen sencillamente no podía hacerse a la idea de ponerse con una pata coja y escarbar con la otra. En cada intentona acababa por los suelos. No obstante, casi después de una hora, se las apañó para rascar una o dos veces antes de acabar patas arriba.

Luego vino el pavoneo. El pavoneo no era cosa fácil para Hagen porque no estaba tan gordo como los pavos. Hacía un ridículo espantoso, y no había suficiente práctica que cambiara ese hecho. En una o dos ocasiones trató de hacer equilibrio extendiendo sus alas, pero esto provocó una repentina reprimenda por parte de su tutor.

–Tienes que pavonearte y que escarbar sin tus alas–, le recordaba.

A medio día, Hagen estaba muy irascible. Y aparte de eso, ¡estaba deprimido por estar irascible! La mañana había empezado de una forma muy positiva. Ahora había caído más bajo que nunca. Simplemente no podía vivir la vida de pavo. “¿Por qué, oh, por qué no puedo vivir la vida de pavo?”, se preguntaba.

Más tarde, ese mismo día, Hagen se había unido al resto de la bandada en busca de bellotas. Lo hacía como una especie de venganza porque estaba muy hambriento de todo su esfuerzo durante sus clases. A medida que la bandada se aproximaba a un claro del bosque, la mayor parte de los pavos seguían a Brant de cerca, que andaba a lo largo del perímetro de la pradera para no exponerse al aire libre.

Hagen, inmerso en un sentimiento de rebelión por sus frustraciones matinales, caminó derecho a campo abierto. De inmediato se percató de que más allá de la pradera se elevaba una colina con hierba donde el bosque volvía a empezar, y más allá se erguía una alta y noble montaña cubierta de nieve. La vista de esa montaña provocó una inquietante reverencia en Hagen. Algo en lo profundo de él se conmovió, e intentar acallarlo parecía imposible.

De repente, su aguda vista captó algo más. Muy por encima de él volaba algún tipo de pájaro majestuoso. Esta visión le hizo recordar la vaga memoria de su Papá cuando volaba. “¡A lo mejor es Papá que me busca!” Ya sólo el pensamiento le electrificó. Boquiabierto, observó que había más de uno. Hagen gemía por extender sus alas e intentar volar allí y unirse a ellos.

Puedes sacar a un águila del cielo, pero no puedes sacar el cielo del águila. Cuando su creador la hizo, puso el cielo dentro de ella, y no se puede sacar.

En ese mismo instante, Brant rugió con voz de alarma.

–¡Hagen, no, no, no mires! ¡Esos de ahí son buitres!

Hagen dudó.

–No querrías volver con los buitres, ¿verdad?

Hagen replicó presto y lastimero,

–No, no quiero ser un buitre.

“¿Qué voy a hacer?” pensó Hagen. “Me esfuerzo tanto y practico la vida de pavo con tanto ahínco... y sin embargo vuelvo a mis caminos de buitre.”

El resto del día Hagen se quedó rezagado tras el resto del grupo, con su cabeza encorvada rozando el suelo. Al anochecer, se apoyó contra un viejo roble y dejó caer cada pluma.

–¡En la vida tiene que haber más que esto!–dijo en voz alta, sin saber que alguien había estado observando, y que ahora estaba escuchando.

Parece ser que en el árbol justo encima de Hagen vivía un búho muy servicial. En concreto el nombre de este búho era Bramante, y según decían era éste el más sabio de los búhos que residían en el bosque.

--¿Quieeeen eeeeres tuuuuuuu?– preguntó Bramante con curiosidad.

Hagen, cansado y frustrado, contestó con una voz que infundía bastante lástima, –soy un pequeño pavo muy desanimado. Estoy harto de la vida–. La verdad es que era el retrato mismo de la desesperación.

Bramante se asomó para mirar a Hagen más de cerca. Su rostro se entristeció ante la lamentable vista que se le ofrecía. “¿Pavo?” meditó Bramante para sí.

–¿Cómo te llamas?– preguntó Bramante más curioso que nunca.

–Me llamo Hagen. ¿Y tú?–. Hagen aún no se había levantado para mirar a su nuevo compañero.

–Soy Bramante, el búho–, dijo, y luego añadió, –eres el pavo más original que nunca haya visto. ¿Quién te ha dicho que eres un pavo?

Enseguida Hagen se puso a la defensiva.

–Soy un pavo muy pavo. Soy de los Belloteros, de la pavada de Brant. Mi hermana y yo nos unimos a ellos hace unos meses. ¡No soy un buitre!

–¡Para! ¡Para!– suplicó la lechuza–. Puedes ser un pavo si es eso lo que te gusta. Sólo preguntaba, ‘¿quién te dijo que eras un pavo?’

Por primera vez, Hagen miró a Bramante.

–Esto te lo digo a ti–, siguió diciendo Bramante–. Eres un pájaro. Pero a mí no me pareces un pavo ni un buitre. Hagen, ¿de verdad crees que todas las aves tienen que ser un pavo o un buitre?

–Bueno–, dijo Hagen pensativo, –nunca había oído hablar de ningún otro tipo de pájaro. ¿Tú sí?

–Yo no soy un pavo– respondió el búho viejo y sabio–. Y añadiría que tampoco viajo con los pavos. Y es más, cuando viajo prefiero ir volando.

Bramante ya había tomado la decisión de que sería del todo sincero con Hagen sólo si sentía que Hagen quería saber con mayor desesperación.

Bramante sabía bien que Hagen era un águila, pero Hagen sólo estaría dispuesto a reconocer ese hecho cuando estuviera desesperado.

Porque de otro modo Hagen simplemente volvería junto a los pavos.

–¿Tú vuelas?– preguntó Hagen, cauto y escéptico. Sentía que no podía permitirse sufrir más desengaños.

–Sí, y veo que tú también tienes unas alas grandes y poderosas. A lo mejor hasta tú puedes volar. ¿Crees que eso entra dentro de lo posible?

Bramante estaba probando a Hagen.

Hagen despegó su espalda del tronco. La idea de volar parecía muy seductora, pero sabía que no se encontraría con la aprobación de su pavada.

–No, no puedo volar–, respondió Hagen con un tono de total abatimiento–. Sabes, Bramante, por ahí aletean buitres. ¿No tienes miedo de que si vuelas te conviertas en un inútil, desgraciado, miserable y típico buitre?

–Sólo los pavos tienen miedo de una cosa semejante. ¿Por qué tienes miedo?

Antes de que Hagen pudiera responder o siquiera pensar, Bramante habló una vez más.

–Amigo mío, te han enseñado a tener miedo. Te han enseñado a vivir escondiéndote. No deberías prestar atención a cosas como esa. ¿De verdad que quieres vivir como una criatura tan vulgar?

Hagen empezó a sollozar. Su único pensamiento era, “no quiero ser un pavo, pero es que me niego a ser un sucio y típico buitre.”

Bramante quería decir más, pero decidió esperar a que Hagen estuviera preparado.

–El buitre no es la única ave del cielo. Hay otra... y así mismo vuela más alto. Tendrías que ver a un águila volar, Hagen.

–Tendrías que ver a un águila volar–, dijo otra vez suavemente.

Bramante extendió sus alas y dio un brinco a una rama colgante inferior. Hagen miró hacia arriba para hacerse con el rostro de Bramante, pero el búho se había ido.

Hagen sentía que se moriría si no volaba tras él, pero tenía miedo. No estaba seguro de qué tenía miedo pero, fuera lo que fuera, le impedía volar.

8

A Hagen se le veía más inquieto que nunca. De vez en cuando tenía un ‘buen’ día, pero no podía sacarse de la cabeza las palabras de la lechuza. Sentía como si algo dentro de él quisiera liberarse. Fuera lo que fuera, el búho lo había despertado y fortalecido.

Se preguntaba si alguno de los pavos sabía algo de Bramante. Puede que Bramante no fuera más que un viejo búho chiflado que decía incoherencias.

A medio día, mientras su pavada se desplazaba por el bosque en busca de bellotas, Hagen se las arregló para acercarse a Selin.

–Selin, ¿habías oído hablar de Bramante, el búho?– le susurró en el oído.

–Sí, Felda me contó algunas historias acerca de él–, contestó Selin. Seguían moviéndose según hablaban.

–Bueno, ¿y qué te contó?– salió a flote la impaciencia de Hagen.

–¿Por qué quieres saberlo?– preguntó Selin con ciertas dudas. Se imaginaba que Hagen iba a volver a sus andadas–. ¿Has hablado con él?

–Le vi una vez. Quiero saber lo que piensan los pavos acerca de él.

Selin estaba sobresaltada. –Lo dices en un tono como si ya no fueras un pavo.– Su voz indicaba indignación.

–Selin, ahora mismo no sé lo que soy. Pero me he propuesto saberlo. Ahora, por favor, háblame acerca de Bramante.

-Hagen, aléjate de él. Dice mentiras sobre los pavos. Dice que adoptamos y que robamos los mismísimos corazones de todas las aves.

No debes hacerle caso, Hagen.

–Escúchame, Selin. Dice que el buitre no es el único pájaro del cielo. Hay otro que vuela incluso más alto. Se llama águila–. Hizo una leve pausa–. Ojalá fuera yo un águila.

–¡Menuda estupidez, Hagen!– exclamó Selin con incredulidad–. No olvides que eres un buitre. Los pavos te adoptaron y te hicieron uno de ellos. Sólo los buitres vuelan alto en el cielo. Esperan a caer sobre sus víctimas. Esa es la única razón por la que vuelan. No pierdas tu enfoque.

Lentamente, Hagen se alejó desanimado de su hermana. Sabía que ya no podía hablar más con ella o con cualquier otro de los pavos acerca de sus verdaderos sentimientos. Una vez más se sintió totalmente solo.

Algunos días después, antes de que el sol se pusiera, Hagen y Bruce estaban juntos buscando bellotas cuando avistó a mucha distancia otros tres pavos. No eran de su pavada. Dio por sentado que eran Silvestres.

Se le pasó por la mente que tenía que intentar alejarse lo suficiente como para hablar con ellos.

Un ratito después, Bruce hizo ademanes de que ya estaba preparado para volver a la bandada y descansar por la noche. Hagen le dijo a Bruce que entraría después. Quería “tener un tiempo extra en su práctica del escarbeo.”

Así pues Hagen se dirigió en la dirección de los pavos para ver si podía localizarlos otra vez. No transcurrió mucho tiempo hasta que se puso a la altura de lo que se asemejaba a toda una pavada de Silvestres. Los observó durante un buen rato sin revelar su presencia. Parecían una pandilla de pavos bastante felices. La mayoría de ellos buscaban comida con afán entre los brezos cercanos. Obviamente, el líder de la bandada era un pavo muy gordo con una barba que se arrastraba por el suelo. Cuando hablaba, su profundo y sonoro gorgoteo llevaba la voz cantante sobre todos los demás pavos. Hagen sabía que no estaban de acuerdo con los Belloteros sobre el tema de la comida. A lo mejor tampoco estaban de acuerdo en cuanto al vuelo. Tenía que averiguarlo.

No estaba muy seguro en cómo mostrarse a los Silvestres. La verdad es que no quería asustarles ni confundirles. Así que se decidió por hacer crujir hojas de tal manera que los pavos le pudieran oír y le encontraran. Mientras lo hacía los observó acercarse y aparentó sobresaltarse cuando estuvieron lo suficientemente cerca como para verle.

–Oh... ¡qué tal!– balbuceó Hagen a propósito–. Me perdí mientras buscaba comida. ¿Podríais ayudarme?–. Se sentía muy ridículo, pero no se le ocurría otra forma de empezar la conversación.

El gran pavo se acercó a Hagen a grandes pasos. Tenía un aspecto muy grande, incluso mayor que Brant, y radiaba autoridad a través de su cola extendida en abanico, su barba patriarcal y su grave mirada.

–Saludos, perdido y hallado. Mi nombre es Egan. ¿Cuál es el tuyo?–. Su voz daba la sensación de ser lo suficientemente acogedora.

–Soy Hagen–. No dijo nada más porque era obvio que Egan había tomado control de la situación con sólo su presencia.

–Andas y hablas como un pavo, pero no tienes el aspecto de un pavo nativo. ¿Provienes de una pavada ajena?–. Aunque Egan hablaba mediante frases cortas y directas, su voz reflejaba compasión. Hagen se sintió más cómodo con él de lo que un principio había supuesto.

–Mi hermana y yo fuimos adoptados y educados por la pavada de los Belloteros. Nos han cuidado y nos han enseñado los caminos de los pavos–. Hagen sintió una repentina e inesperada emoción de orgullo.

Algunos de los pavos que estaban alrededor se movieron con cierto nerviosismo. Entonces un pavo de aspecto bastante enjuto, en comparación con la gran mayoría, se precipitó hacia delante con algunos frutos silvestres y se los ofreció a Hagen. –No es lo que estás acostumbrado a comer, amigo, pero se han recogido del suelo. Creo que aceptáis este tipo de comida, ¿no es cierto?

A Hagen le conmovió un gesto tan amable.

–Sí, muchas gracias

Egan volvió a hablar.

–¿Te gustaría que te ayudemos a encontrar otra vez a tus amigos, Hagen?

–¿Haríais tal cosa?

–Claro, hombre, si es eso lo que quieres–, respondió Egan con rapidez.

–¿Podría haceros antes una pregunta?– dijo Hagen con la boca llena de bayas, que a decir verdad estaba disfrutando considerablemente.

–Sí, por favor–. Egan se empezaba a sentir con un posible converso entre sus manos.

Hagen, impaciente en obtener respuestas a sus preguntas, no perdió el tiempo con rodeos.

–¿Por qué creéis que los Belloteros en realidad no son pavos?

Egan sabía cómo funcionaban las cosas con los pavos. Sabía que esta pregunta tenía todas las papeletas de acabar malamente si la conversación tomaba estos derroteros.

–Amigo, nosotros no insistimos en el hecho de que no hay verdaderos pavos entre los Belloteros. Lo único que reconocemos es que acabarán suicidándose si persisten en su actitud de alimentarse únicamente con la mezquina bellota del suelo. No es nada comparable al fruto de la mata–. Egan miró fijamente a los ojos de Hagen.

–¿Verdad que estás de acuerdo?

Hagen ya se estaba zampando la última de las bayas que le habían ofrecido. Después de pasarse meses sin comer otra cosa que bellotas, las bayas parecían alimento caído del cielo. ¡Qué novedad tan maravillosa!

–Sí, estas bayas saben a gloria–, asintió Hagen–. ¿Os puedo hacer otra pregunta?

Egan aprobó la moción bajando y subiendo la cabeza.

–¿Voláis alguna vez?– preguntó Hagen esperanzado.

Egan le miró un tanto extrañado. –¿Qué si volamos?– dijo repitiendo la pregunta de Hagen–. Por supuesto que sí.

El corazón de Hagen se le salía de su pecho. Acababa de conocer a los Silvestres y ya se sentía como si hubiera hallado su nuevo hogar. Su mente corría a toda mecha. A lo mejor podía unirse a ellos sin tener la obligación de creer que los Belloteros no eran pavos. No tenía por qué dejar la seguridad que le brindaban los pavos y a la que estaba acostumbrado.

¡Y estos pavos volaban!

Charló y charló con Egan sobre la posibilidad de hacerse un Silvestre. Quería unirse a ellos de inmediato si tal cosa se permitía. Egan dejó bien claro que él no quería robar ningún miembro de la pavada de los Belloteros, pero ya que Hagen tenía tantas ganas de unirse a ellos él se lo permitiría.

Hagen aún no había descubierto la más elemental de las verdades de que las águilas no se sienten a gusto viviendo entre los pavos. Da igual cuánto tiempo se pasen viviendo entre los pavos, nunca se sentirán a gusto junto a ellos. Si un águila no está al corriente de quién es, puede que se mude de pavada en pavada durante mucho tiempo antes de que descubra que todos los pavos son iguales, aunque afirmen ser muy diferentes. No obstante, es este moverse entre los pavos lo que poco a poco guiará al águila a darse cuenta de que es de por sí un ave completamente diferente.

9

Hagen abandonó su hogar por segunda vez. Esta vez ni siquiera contaba con su hermana para consolarle. Dejó todo con el fin de hallar aquello por lo que gemía su interior. Algo por dentro de él necesitaba volar. A duras penas podía contenerse mientras esperaba a que llegara la mañana.

El sol aún no se había alzado sobre las colinas distantes y los otros pavos aún no se habían despertado. Hagen se sintió como nuevo.

Formaba parte de una bandada que sabía lo que era vivir. En su grupo disfrutaban uno del otro. ¡Comían otra cosa además de bellotas! ¡Y podían volar! Se sintió como si hubiera sido creado para volar. Apenas podía esperar a verse volando por los cielos tras su bandada.

Al rato los otros se empezaron a desperezar, y no mucho después la pavada estaba organizando su búsqueda matinal de alimentos. La emoción le embargaba por momentos.

Egan empezó a guiar a su grupo de pavos y a Hagen a través del bosque. Hagen esperó con paciencia; sabía con toda certeza que Egan pronto les guiaría hacia los cielos. Se movieron entre los árboles hasta casi media mañana. Los pavos parecían estar más agitados a medida que transcurría la mañana. Empezaron a hablar de esto y aquello y bien pronto se estaban riendo a carcajadas. Una de las diferencias más patentes entre este grupo y los Belloteros residía en el hecho de que ninguno de estos pavos se dirigía al suelo en busca de alimento. A Hagen eso le daba mucha confianza: ¡se acabaron las bellotas!

Lo que empezó como un paseo por el bosque ahora le parecía a Hagen una búsqueda de alimento. Estaba claro que esta mañana no volarían. Buscarían su comida igual que los Belloteros buscaban bellotas: La buscarían mientras paseaban por el bosque. Fue una desilusión para Hagen, pero estaba seguro de que esto sólo era un retraso temporal. “Seguro que volaremos después del desayuno”, meditaba Hagen.

A decir verdad esa mañana encontraron bayas, y todos los pavos se tomaron un espléndido festín. Hagen disfrutó su desayuno de bayas frescas más que ninguna otra comida que pudiera recordar. Después descansaron de su largo recorrido por el bosque.

Habían descansado ya un buen rato cuando Egan y un pavo más joven se aproximaron a donde Hagen se sentaba. Egan dijo,

–Hagen, mi nuevo amigo, permíteme que te presente a Daly. Es un amigo mío de confianza, y va a pasar algún tiempo contigo durante los próximos meses para ayudarte a amoldarte a la vida de los pavos Silvestres.

Hagen escuchaba impávido.

–Daly será capaz de contestar a cualquier pregunta que tengas y te enseñará la buena etiqueta de los pavos que te será de provecho ahora y en etapas más tardías en tu vida–. Egan dio unas palmaditas en la cabeza de Hagen con la punta de su ala–. Estás en buenas manos, Hagen.

Egan dejó a Daly y a Hagen en pie uno al lado del otro. Hagen seguía callado.

Por fin Daly abrió el pico. –Supongo que vamos a comenzar con algunas lecciones de escarbar...

–Espera un momento– contestó Hagen–. Vuelvo enseguida–. Se dio media vuelta como un torbellino y corrió tras Egan.

Cuando alcanzó a Egan, su pregunta surgió con un tono impaciente y casi exigente.

–Egan, por favor, dime... ¿cuándo volamos?

La cara de Egan tomó el mismo cariz que Hagen había visto la tarde anterior cuando le preguntó acerca de volar.

–Hagen–, dijo despacio y metódicamente–. Uno sólo vuela para escapar del peligro–. Y luego añadió con sarcasmo, –¿es que acaso te encuentras en una situación de peligro?–. Algunos de los pavos que se encontraban cerca se rieron hacia sus adentros.

Hagen no argumentó. Ahora sabía que sería en vano. Fue en este instante que se dio cuenta de que en realidad los Silvestres no eran muy diferentes de los Belloteros. Todos ellos eran pavos, y sencillamente él no encajaba con los pavos. Estaba tan enfadado que saltó a los cielos de pura rabia. De forma instintiva sus alas trabaron y presionaron el viento hacia abajo para alzar su cuerpo durante un breve instante por encima de los árboles. Por primera vez vio las copas. A gran distancia alcanzó a divisar un gran claro en el bosque donde un día había visto águilas volar en lo alto del cielo. En otra dirección, vio una enorme cadena montañosa que se elevaba por encima de las nubes. ¡Menuda vista!

Aunque en verdad Hagen estaba volando por primera vez, había sucedido tan aprisa que aún no se había dado cuenta de lo que estaba pasando. Cuando al fin se dio cuenta de que lo que hacía era volar, se asustó y enseguida bajó. Al no saber cómo tomar tierra como es debido, aquello fue más una caída que un aterrizaje. Afortunadamente, lo único que se hizo daño fue su orgullo.

Había otra cosa dentro de Hagen que se había dañado, aunque no como resultado de su accidentado aterrizaje. Era la confianza de Hagen. Mientras permanecía en pie en un pequeño claro del bosque sentía que su corazón se desgarraba. Ira y pasión se levantaron en su interior. Luego chilló en un arrebato de emoción, –¡no volveré a confiar en un pájaro lo que me reste de vida!– Su agudo chillido se pudo oír un buen trecho a través del bosque.

Cerca de un pequeño pino desplomó la cabeza entre sus alas extendidas. Pensó que sin lugar a dudas había sido un mal pavo. No se había esforzado lo suficiente. La causa de todas estas luchas y penurias se debían con toda seguridad a su propia incompetencia. La mente de Hagen seguía acelerándose en todas direcciones. “Soy un fracaso”, se dijo a sí mismo. “La razón por la que estoy solo es porque soy un bicho raro. Nadie quiere hacer migas con un bicho raro como yo.”

Hagen se sentó allí deleitándose en su propia autocompasión y humillación durante gran parte de la tarde. Se preguntaba si ni siquiera debía moverse. ¿Había alguna razón por la que seguir adelante? Estaba claro que era un gran inútil. Ni siquiera los buitres le querían. Su Papá y su Mamá le habían abandonado poco después de su nacimiento.

Hagen permaneció sentado al lado del pinito durante dos noches y dos días. A la mañana del tercer día se levantó recordando algo que Bramante, el viejo y sabio búho, le había dicho: “Amigo mío, te han enseñado a tener miedo y a vivir escondiéndote. ¿De verdad quieres vivir una vida tan miserable?”

–No–, se susurró Hagen–. ¡No, no, no!– se repetía con creciente intensidad. Sentía que tenía que encontrar a Bramante. Si alguien podía ayudarle, ese parecía ser Bramante.

A medida que Hagen se arrastraba por el bosque, empezó a pensar en su hermana. La echaba de menos y se preguntaba cómo le irían las cosas. Deseaba que estuviera con él.

Hagen no tenía ni idea de por dónde buscar a Bramante. No podía acordarse de dónde había visto por primera vez a Bramante, ni sabía si Bramante estaría allí en el caso de que llegara a encontrar el lugar. Pero seguro que se topaba con él si conservaba los ojos puestos en los árboles y en el cielo.

A medida que realizaba la búsqueda los días que siguieron, empezó a notar que había muchas otras criaturas en el bosque. Algunos tenían las alas como los pavos y los buitres. Algunos andaban a cuatro patas. Algunos tenían la cola peluda. Algunos eran mayores que él. Muchos otros eran más pequeños. Algunos se quedaban en el suelo. A otros parecía que les gustaba los árboles. Estaba asombrado de haber estado en el bosque durante meses y no haberse dado nunca cuenta de todas las criaturas que lo compartían con él.

Había un elemento común que a él se le hacía cada vez más evidente. Sólo aquellos que tuvieran alas podían escapar de las fronteras del bosque. Quizás todas aquellas criaturas pertenecían al bosque. ¡Pero era seguro que un animal que tuviera alas tenía que volar! El corazón de Hagen volvió a desbocarse. Preguntó en voz alta:

–Entonces... ¿por qué un pavo prefiere el bosque al cielo?

Una voz por encima de él contestó,

–¡Porque es un pavo!

Hagen miró hacia arriba. Bramante estaba enganchado de una rama de roble muy por encima de él.

Hagen dejó escapar un suspiro de alivio.

–Bramante, te he estado buscando.

–Y yo a ti–, respondió Bramante–. He oído que has dejado a los pavos. Excelente opción.

–Sí, he dejado a los pavos, pero ahora no sé qué hacer.

–No sabes qué hacer porque no sabes quién eres–, replicó Bramante.

–¿Qué quieres decir?– preguntó Hagen, medio atolondrado con la respuesta de Bramante.

Bramante miró hacia donde estaba Hagen. Ahora era más digno de lástima de lo que jamás recordara Bramante.

–Tienes que comer, Hagen. Busca alimento y come. Luego vuelve y hablaremos.

–Hoy he tomado algunas bayas–, dijo Hagen.

–¿Bayas? ¿Por qué has estado tomando bayas?– preguntó Bramante un poco cotilla.

–Están mucho más buenas que las bellotas–, dijo Hagen con una sonrisa de vergüenza.

Bramante a duras penas podía creerse que Hagen había subsistido a base de bellotas y bayas.

–¿Te acuerdas de lo que Papá te daba de comer cuando eras un pájaro muy joven?– preguntó Bramante, con la esperanza de hacer ver algo importante a Hagen.

Hagen pensó por un momento.

–Todo lo que puedo recordar es que era carne–, dijo, sin aún entender el significado que aquello podía encerrar.

–Sí, eso es–, dijo Bramante–. Deberías cazar y comer carne, Hagen.

–Pero nunca he visto a un pavo comer carne–, replicó Hagen.

–Y nunca lo verás. ¿Es que no has entendido que no eres un pavo?

Hagen inclinó la cabeza.

–Así que sabes lo que soy... ¿no?

Se sintió avergonzado y aturdido.

–Sí, lo sé–, contestó Bramante.

–¿Y aún hablarás conmigo e incluso seguirás siendo mi amigo?–. Hagen no podía entender por qué alguien querría ser amigo de un buitre.

–Bueno, naturalmente. ¡Eres la más honrada de todas las criaturas! Dijo Bramante con énfasis–. Eres de envidiar.

Hagen estaba desconcertado y confuso por las palabras de Bramante.

–¿Pero qué estás diciendo, viejo búho chiflado? Sabes que soy un buitre. ¿Por qué te ha dado por tomarme el pelo?–. Sus ojos se llenaron de lágrimas y empezó a llorar. Su corazón se despedazaba ante la idea de perder la confianza de Bramante, su último amigo.

–No, no, Hagen. No lo entiendes. No eres un buitre. No eres un pavo–. Bramante insistía en ello.

–Entonces ¿qué soy?– preguntó Hagen, con un tono lastimero y lleno de esperanza.

El viejo y sabio búho se incorporó hasta alcanzar su plena estatura. De alguna manera, Hagen sabía que estaba a punto de oír algo profundo, siquiera algo fascinante.

10

–Hagen, ¡eres un águila!– dijo el sabio y viejo búho–. Un águila, amigo mío. Eres un descendiente de la mayor y más excelente de las aves. Perteneces allá arriba al cielo por encima de las todas las otras criaturas. Ve, Señor Águila, y planea. Planea por encima de todos nosotros.

Un escalofrío de gloria y revelación recorrió de arriba abajo las potentes alas de Hagen. Por instinto, sabía quien era. ¡Todo cuanto había necesitado era que alguien se lo dijera! En ese momento, hizo memoria de que muchas veces había soñado con volar bien alto en el cielo, por encima de los pavos, por encima de los buitres, junto a una especie majestuosa.

–Mírate. No eres un pavo, ni te pareces, ni actúas, ni hueles como uno de esos buitres. Tienes el noble corazón de un águila. Son los pavos los que te dijeron que eras un buitre y que te has convertido en un ‘maravilloso’ pavo. ¡Tampoco eres un buitre! No necesitas ya vivir en el bosque. ¡Márchate, Hagen! ¡Perteneces al cielo!

Cierto es que a un águila no le lleva mucho aprender a volar una vez que ha sido liberada. ¡Y en aquel instante, nuestro querido amigo Hagen había sido puesto en completa libertad!

Hagen abrió sus poderosas alas al máximo, y con un tremendo barrido partió hacia los cielos. Tampoco tuvo miedo al levantar la cabeza y al chillar un grito espeluznante de poder, gozo y libertad. Era un grito de triunfo como ningún otro se había escuchado en esta tierra.

Hagen voló en círculos por encima del bosque para echar una última ojeada a ese paraje tan poco natural que durante tanto tiempo le había retenido. Tras una última mirada, Hagen alzó su cabeza y vio en la lejanía, muy por encima de él, algo grandioso y precioso. Cada fibra de su ser clamaba, “¡Allí está mi hogar!” Emitiendo ese terrible grito de libertad una vez más, levantó su cabeza, arqueó sus alas, prendió al viento...

...¡y remontó hacia las cumbres!

Copyright Peter Lord 1987

Publicado por primera vez en inglés por la editorial Seedsowers
http://www.geneedwards.com

Traducido por Círculo Santo
2001
Madrid, España

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