Por: GENE EWARDS


Traducido por: Esteban A. Marosi

DEDICATORIA
A
Cindy
Mi muy amada
hija menor


Se ha dicho que resulta imposible
perdonar a alguien que te hiere
deliberadamente con el solo propósito
de destruirte o de humillarte.
Si es cierto, tienes una sola esperanza:
mirar esa injusta herida como que viene
permitido por Dios, con el propósito
de elevar tu estatura por encima de la
posición en que estabas anteriormente.
PROLOGO

--Capitán, ha llegado el nuevo prisionero.

--¿Es cierto ese rumor? --preguntó el capitán a modo de respuesta.

Sin contestar, el guarda levantó una hoja de papiro para que Proteus lo viera.

--Herodes a perdido el juicio --siguió diciendo--, puede muy bien hacer estallar una revuelta. La gente común del pueblo está enfurecida.

--Discúlpame, capitán --dijo uno de los guardas con voz que temblaba de emoción--, pero debo hablar. No me gusta esto. No lo quiero a él aquí. No quiero su sangre en mis manos. Temo a ese hombre. Lo escuché allá en el desierto. Temo lo que Dios pueda hacernos por encarcelar a un hombre así.

--Cumple tu deber, soldado. Prepara una celda.

--Hay una sola vacía, señor.

--Entonces, prepara esa.


--No hay nada que preparar, señor. Es la tercera celda.

--¿La mazmorra? ¿Hemos de ver a un santo hombre de Dios humillado hasta eso?

--Capitán, hay algo en todo esto que detesto más que cualquier otra cosa.

--¿Y qué es eso, soldado?

--Me aterra la que vamos a tener que escuchar de parte de los otros dos presos cuando descubran quién está en la celda número tres.

--No puedo decir que discrepo de ti --suspiró Proteus.

En ese momento se abrió de golpe la puerta que daba a las escaleras que conducían abajo. A través de la misma podía verse la silueta de dos soldados y un preso.

“Me pregunto cuánto tiempo Herodes lo dejará vivir”, pensó el capitán.

PARTE I

El que toma la espada, a espada

perecerá. El que rehusa tomar

la espada, perecerá en la cruz.

1

Elisabet abrió la puerta de su casa y vio parado allí frente a ella a un joven pariente suyo de Belén que la saludaba.

--Traigo un mensaje urgente de José y María para ti.

--Ven, entra --respondió Elisabet. En ese momento entró a la habitación Zacarías trayendo en los brazos a un muchachito de unos tres años de edad.

--Traigo un mensaje y un paquetito, tanto de parte de José como de María --dijo otra vez el muchacho.

--Léemelo, por favor --dijo Elisabet--. Hace mucho que mis ojos perdieron su habilidad de leer letras tan pequeñas.

El joven rompió el sello de cera del pequeño rallo, se aclaro la garganta y empezó a leer:

“Ultimamente han acontecido cosas muy extrañas en nuestra vida, acontecimientos tan insólitos como aquellos que precedieron el nacimiento de tu hijo y del nuestro. Ayer mismo nos visitaron tres astrólogos babilonios. Luego, anoche mismo, José tuvo un sueño, un sueño muy perturbador. En el sueño, nuestro, hijo se encontraba en grave peligro a causa de la ira de ese monstruo, Herodes el Grande. Nos vamos de Belén en esta hora misma. José y yo nos vamos a Egipto, y nos quedaremos allí hasta que pase este aterrador peligro, cualquiera que pueda ser.

Pero nuestro hijo no es el único que está en peligro. Tememos que Juan lo está también. Tal vez todos los niños de Judea están en peligro. Elisabet, te instamos, a ti y a Zacarías, a que se vayan de Judea inmediatamente. Vayan a donde les parezca mejor, pero su escondite más cercano y más seguro es el desierto. Junto con esta carta estamos enviándoles un paquetito. Pero si no les explico, ustedes van a estar preguntándose siempre cómo es que un simple carpintero y su esposa tienen oro. Esos astrólogos babilonios nos dieron varios presentes. Uno de los regalos fue un estuche con monedas de oro. Estamos compartiéndolas con ustedes tres. Por favor, en el nombre de nuestro Dios, huyan de Judea hoy mismo. Mañana pudiera ser ya demasiado tarde. Trataremos de encontrarlos algún día futuro mejor, cuando, así esperamos, podamos regresar de Egipto.”

La carta estaba firmada por José y por María.

A continuación, el joven le entregó a Zacarías una bolsita de piel, la cual él abrió enseguida. Dentro de la bolsita había varias monedas de oro. Por un momento nadie habló.

Ignorando el presente, Elisabet rompió el silencio:

--En lo que a Herodes se refiere, a mí no me sorprende nada. El enemigo de Dios haría exactamente eso. Tenemos que irnos inmediatamente.

Entonces Zacarías le dijo al joven mensajero:

--Vete. Y no le hables a nadie de esto.

Tras escuchar esas sencillas palabras el joven hizo una respetuosa reverencia con la cabeza y se fue.

--Tienes razón, Elisabet. Debemos partir para el desierto inmediatamente --dijo Zacarías.

--¿Pero cómo podremos sobrevivir allá afuera en el desierto? Para estar completamente a salvo, deberemos meternos bien lejos en el desierto. ¿Y cómo se puede sobrevivir allí?

--Elisabet, esto va a ser algo bien difícil para todos nosotros, para decir lo menos. Pero sé que los esenios sobreviven allá afuera. Y ellos tienen familia, tienen hijos, tienen casas, tienen su hogar allí. Nuestro hijo va a sobrevivir.

Enseguida Zacarías añadió con una risita:

--Quizás hasta tú y yo podamos sobrevivir allí, al menos por un poco de tiempo.

2


El viento era implacable. Y había mucho más calor de lo que Zacarías o Elisabet habían imaginado jamás. Las paredes de esos desfiladeros eran como un horno. Hasta la arena voladora quemaba el rostro tratando de destruir, según parecía, todo aquel que se atrevía a entrar caminando en ese horno viviente. El agua era muy escasa. No existían alimentos. En medio de ese calor asesino Zacarías se había desvanecido ya en varias ocasiones.

Finalmente, luego de una semana de viajar penetrando dentro de ese infierno hirviente, los tres caminantes llegaron a una de las comunidades de los esenios. Después de tomarse unos días de descanso, siguieron penetrando aún más hondo dentro de ese horno de arena y rocas. Por último, llegaron a la mayor de las comunidades esenias del desierto.

Aquellos esenios de rostro serio recibieran a los tres con una afable reserva. Al cabo de unas semanas la anciana pareja y su pequeño hijo ya formaban parte de aquella extraña comunidad de estoicos religiosos.

Zacarías enfermó casi de inmediato. En ninguna parte de ese infierno podía hallarse un escondite para escapar de aquellas temperaturas que lo penetraban todo. El anciano se percataba de que su muerte era sólo cuestión de días. Sus últimas horas las pasó siendo atendido por algunas mujeres del poblado, quienes, compasivamente le envolvían el cuerpo en trapos mojados. Finalmente, ya tarde una noche, cuando el calor era mínimo, Zacarías entregó su vida a Dios, dejando una viuda y un hijo pequeño.

Durante los años subsiguientes, el joven Juan ocupó su lugar entre los esenios, viniendo a ser, con el tiempo, uno de ellos. Desde el principio el muchacho pareció tener una disposición natural para la vida comunal de ese eremitorio del desierto.

Con el tiempo, el calor del desierto cobró su precio en Elisabet también, ya que los ancianos no vivían por mucho tiempo en ese mundo agostado. Y cuando ya las fuerzas de Elisabet estaban decayendo y sus pasos se hacían más escasos, llegó la noticia de que Herodes había muerto. Inmediatamente ella hizo planes para regresar a su hogar ubicado en las frescas colinas de Judea. Con las últimas fuerzas que le quedaban, y con la ayuda de algunos esenios, ella y su hijo regresaran sin novedad a su hogar de Judea. Pero no mucho después del duodécimo cumpleaños de Juan, Elisabet se reunió con Zacarías en la muerte. Ahora Juan quedaba del todo huérfano. Los parientes más cercanos de Elisabet la sepultaron no lejos del mismísimo lugar en que una vez la visitara un ángel, que le dijo que ella daría a luz a uno de los más increíbles niños que hubiesen entrado jamás a este mundo.

¿Dónde iría a vivir Juan ahora que sus padres habían muerto? ¿Quién seguiría criando a este muchacho hasta la madurez? Estas eran las preguntas lógicas que llenaban la mente de todos al regresar Juan y sus parientes a su casa después del entierro.

3

--Juan, nos condolemos por el deceso de tu madre. --Esta voz era la de Hannel, uno de los creyentes más devotos de Israel--. No obstante, tenemos que tomar una decisión. Mañana cada uno de nosotros deberá regresar a su propio hogar. Te toca a ti decidir con quién de nosotros irás a vivir. Aun cuando no soy uno de tus parientes más próximos, he venido aquí porque tengo conocimiento de tu devoción a la religión hebrea, y con frecuencia hablé con tu madre respecto de adoptarte, si alguna vez la providencia de Dios pusiese de manifiesto tal necesidad.

--Juan, estoy muy consciente de cómo piensas acerca de tu futuro, que un día deberás dedicarte a servir a Dios. A mi juicio, lo mejor que puedes hacer es venir a vivir conmigo. Dios ha sido muy bueno conmigo, Juan. Nuestro hogar es un hogar muy devoto. Oramos, ayunamos. Mi familia entera tiene devoción a Dios. Incluso poseo varios rollos de las sagradas escrituras. No hay muchos hogares tan honrados.

--Te prometo ahora, aquí delante de tus parientes, que serás instruido por el mejor de los rabinos. Te empeño mi palabra que tendrás la mejor educación religiosa posible. Tenemos una casa bien grande y muy cómoda. Podrás pasar en oración todo el tiempo que puedas desear. Podrás ir y venir en la prosecución de tu entrenamiento religioso como te plazca. Y cuando cumplas los veintiún años de edad, caso que así lo desees. Podrás ir al templo de Jerusalén para estudiar con los fariseos o ser entrenado para venir a ser un sacerdote del templo. Aun cuando eres de la tribu de Judá y no un levita, se te permitiría que entres en cualquiera de las órdenes religiosas, incluso en el sacerdocio levítico debido a que has hecho voto de nazareo.

Hannel hizo una pausa. Juan no dijo nada, ni reveló ninguno de sus sentimientos.

Fue Parnach, primo de Zacarías y un hombre influyente, poderoso y rico, el que habló a continuación:

--Juan, es cierto que puedes querer seguir adelante con tu voto de nazareo. Por otro lado, puede llegar el día en que tal vez decidas tomar otra dirección en tu vida. Si quisieras venir a vivir conmigo, te prometo que vas a tener la mejor educación en Israel. No es necesario que te hable del puesto que tengo en el gobierno. Me encuentro en el escalón más alto del poder. Te criarás entre los hombres de más influencia de nuestro país, ya que entre mis amigos se cuentan incluso los gobernantes principales. Tengo posición, prestigio y acceso al poder. Cualquiera que sea tu meta en la vida, como miembro de mi hogar, serás amigo de los hombres que poseen la mayor influencia para ayudarte a realizar tus objetivos. Quisiera recomendarte en gran manera que vengas y pases a formar parte de mí hogar.

Una vez más Juan no dijo nada.

Ahora llegó el turno de José y María. María le dijo:

--Juan, tenemos muy poco que ofrecerte. Mayormente la compañía de tus primos. Como sabes, tenemos una familia numerosa. Tú y mi hijo mayor siempre han disfrutado recíprocamente uno de la compañía del otro. Pero si vinieses con nosotros, trabajarías en un taller de carpintería. Supongo que, a la luz de lo que estos hombres te han ofrecido, sería sabio de tu parte irte con uno de ellos. Casi me da pena invitarte a nuestro hogar. Como te dije, no somos pudientes, pero serías muy amado.

--Lo sé --respondió Juan finalmente--. Si tuviese que elegir entre Hannel, Parnach y tu familia, escogería esto último.

--Entonces, ¿vendrás a vivir con nosotros?

--No --respondió Juan, mirando tranquilamente a los ojos de María.

Inadvertidamente María se llevó la mano a la boca y le dijo:

--Es por los esenios, ¿verdad? --María hizo una pausa, y su semblante indicaba que deseaba oír una clara respuesta.

--Sí; es por eso. Yo pertenezco allí.

Siguió un momento de silencio.

--Juan --siguió diciendo María--, quizás tú no sabes esto, pero varias familias de esenios se han trasladado a Nazaret. Recuerdas los dos niñitos con quienes solías jugar allí... y, ah, sí... y esa pequeña de ojos verdes...

--María --interrumpió Juan hablando con firmeza, casi con severidad, y en forma bastante impropia para un muchacho israelita--. Sé lo que tengo que hacer. El Señor me lo ha aclarado muy bien. He de regresar al desierto y he de vivir allí.

Ahora Juan se volvió hacia Hannel y Parnach.

--Quiero agradecerles a ustedes dos su amable oferta. Todos ustedes han sido bondadosos y solícitos. Gracias por su interés por mi futuro. Sin embargo, yo sé dónde pertenezco. Voy a regresar al desierto.

Una vez más Juan se volvió para encarar a María.

--Tú fuiste la amiga más cercana de mi madre. Ella te amaba entrañablemente. A menudo hablaba de ti. No obstante, debo marcharme inmediatamente, solo. El Señor ha tomado a mi padre y a mi madre. No tengo absolutamente ninguna obligación. No tengo hermanos ni hermanas, ni abuelos tampoco. --Aquí Juan hizo una pausa--. No debes preocuparte por mí; y aunque a todos ustedes les pueda parecer que simplemente he desaparecido, yo voy a estar bien. Dios cuidará de mí.

--No estoy seguro de mucho, excepto de que debo vivir en el desierto hasta que Dios me diga lo contrario. También sé esto: Allá afuera entre los esenios descubriré qué es lo que mi Dios quiere que yo haga. El desierto me proporcionará las respuestas adecuadas. Mi preparación para cumplir su voluntad no ha de ser en una ciudad ni en una aldea, sino en el desierto.

En la mañana siguiente un muchacho que aún no tenía trece años, se despidió de Parnach y de Hannel, de José y de María, y de su primo segundo que era casi un año menor que él, que llevaba el nombre de Jesús.

4

Juan ocupó su lugar otra vez entre los esenios, pero no dejó que ninguno lo adoptara. Vivía solo. Para satisfacer sus escasas necesidades de alimentos, agua y ropas, trabajaba con las manos.

En los años subsiguientes nunca, ni una sola vez, probó Juan vino alguno. Sus cabellos crecieron, sin cortar, desde el día de su nacimiento. Pero, debido a que los mismos podían llegar a ser una posible fuente de orgullo en su vida, le dedicaba tan sólo un mínimo cuidado a su larga y lustrosa cabellera negra, opacando su largura y belleza.

Juan pasaba una gran parte de su tiempo en oración y ayuno. Hacía eso con tanta frecuencia, que a veces sus dedos se ponían morados, y a veces se debilitaba tanto que las piernas ya no podían sostener su cuerpo. A menudo pasaba días y noches enteras en ininterrumpida oración, no haciendo prácticamente nada para protegerse el cuerpo de los rigurosos elementos del desierto. Su estilo de vida era austero; su semblante se tornó severo.

Al transcurrir los años, Juan empezó a pasar su tiempo andurreando por el desierto. Allí el ardiente sol curtió su rostro, llenándolo de ásperas arrugas. Para cuando llegó a la madurez, el hijo de Zacarías y Elisabet lucía mayor, mucho mayor que la edad que tenía. Para Juan tales cosas eran un pequeño precio que había de pagar, porque sus largas incursiones a lo profundo del desierto eran su tiempo más codiciado. Allí podía pasar ininterrumpidas horas a solas con Dios. El ululante viento, el calor de horno, el sol abrasador y la cortante arena voladora vinieron a ser sus compañeros más íntimos.

Al aproximarse a los treinta años de edad, cuando, por tradición, los hombres santos consagrados a Dios podían terminar su preparación y comenzar el ministerio, Juan era uno de aquellos que podían oír la voz de Dios en el viento del desierto, ver su rostro en el sol y sentir su presencia en la arena voladora. Para entonces él ya era tanto un misterio como una leyenda entre los esenios. Pocos hombres --los esenios lo daban por seguro--habían vivido jamás su vida tan completamente delante de Dios. Pocos hombres habían abandonado toda comodidad humana para poder estar tan cabalmente ininterrumpidos en su empeño de conocer al Señor. En la mente de muchos esenios, e incluso entre algunas de las tribus nómadas, no cabía duda de que se estaba levantando un profeta en medio de ellos. Ciertamente el desierto estaba dando a luz a un hombre de Dios.

Raras veces había visto el mundo a un hombre como Juan. Su devoción a Dios era absoluta, su vida estaba desprovista de todo excepto su llamado de hablar por Dios. No conocía la vida familiar, vivía sin entretenimientos, sin amigos, sin compañía. La idea de tener una esposa, un hogar o unos hijos nunca le cruzó por la mente. Dentro de Juan todo era para Dios. La devoción de un Abraham, de un Moisés, de un Elías, de un Elíseo, de un Amós, palidecían en presencia de este soltero que tenía un solo propósito en la mente y cuyo único amigo y compañero era su Señor.

Nunca antes el mundo había visto nada como Juan, ni tampoco era probable que algún día volviese a ver a un hombre semejante.

Una tarde, mientras estaba parado sobre los riscos de piedra arenisca que daban al mar Muerto y miraba cómo el deslumbrante sol rojo se ponía detrás de las dentadas colinas, una voz desde el cielo le habló:

Juan, ha llegado la plenitud del tiempo. Aquello por

lo que has vivido tu vida entera está a la puerta. Ve.

Proclama el Día del Señor. Allana los montes, rellena

los valles; prepara camino para el Mesías. Ve, Juan,

ahora. No mires ni a la derecha ni a la izquierda. No

haya nada más en tu vida. Nunca nadie ha llevado

una responsabilidad tan grande como la que llevas

tú en esta hora.

¡Proclama la venida del Señor!

5

Los primeros en encontrarse cara a cara con el profeta del desierto fueron las caravanas de nómadas. Las miradas de todos ellos delataban incredulidad al contemplar la apariencia de una criatura tan demacrada. Su primer pensamiento fue bastante simple y obvio: “Debe de ser algún demente que se ha extraviado en el desierto.” O quizá más caritativamente: “El calor ha dejado bien trastornado a uno de los esenios.”

Obviamente este hombre anónimo era Judío; pero llevaba puesta una vestidura procedente de animal inmundo, de un detestable camello. Y en poco tiempo se corrió el rumor de que como alimento comía langostas --un alimento usado tan sólo por la gente más necesitada, más empobrecida.

Su apariencia exterior era la de un lunático, pero sus palabras manifestaban que era un profeta. Su cabellera, descuidada, llegaba casi hasta las rodillas. Su rostro era como el de un anciano, pero su voz tronaba con el vigor de la juventud. Sus ojos fulguraban el ardiente fuego del desierto.

Muy a pesar suyo los que pasaban no podían sino detenerse, y mirar... y escuchar. El timbre de su voz era claro. Sus palabras eran mayestáticas y denodadas, casi poéticas. Había poder en cada palabra que decía. Este hombre irradiaba una dignidad y una integridad que estaban casi más allá de la comprensión del entendimiento humano.

Las caravanas aflojaban el paso, se detenían y formaban un círculo alrededor del hombre. Cada cual aguzaba los oídos para oír lo que este hombre tenía que decir.

Y todo lo que esos viajeros del desierto oían, resonaba con sus propios sentimientos más profundos. Al mismo tiempo, las palabras de este profeta del desierto convencían de pecado a todos y cada uno de ellos. Todo lo que este hombre decía, era enervante. Aquello que predecía, era imposible, pero lo que demandaba, era aún más increíble. Juan no sólo demandaba de sus oyentes un cambio radical, sino que demandaba que ese cambio tuviera lugar allí mismo y entonces mismo.

Nadie habría de tomar en serio a este hombre, de eso estaban seguros.

Sí; las caravanas seguirían su camino, pero vendrían otras, y ésas también se detendrían para escuchar a este hombre. Y cada caravana, cuando al terminar la travesía saliese del desierto, llevaría consigo la noticia de que, allá afuera en el desierto, un orate o profeta loco predicaba a todos los que osaban detenerse y escuchar.

--¿Y por qué no viene ése a las aldeas --se decían-- a proclamar su mensaje? ¿No sabe que todos los profetas respetables predican en las plazas de mercado, que es donde la gente puede escucharlos? ¿Cree ese tonto que la gente va a salir allá, a ese horno infernal, para escucharlo? ¿Quién que esté en sus cabales va a ir a ese desierto sin caminos ni sendas y pararse allí bajo ese ardiente sol que levanta ampollas, para escuchar a un hombre que hace demandas a las cuales nadie va a responder? Ciertamente ese hombre está enajenado.

Con todo, sucedió. Algunos que iban en las caravanas en su viaje de regreso, buscaban al profeta del desierto hasta hallarlo. La gente común y corriente de las aldeas situadas al borde del desierto salía a él para escucharlo. Corazones que buscaban, almas vacías, espíritus hambrientos --que ansiaban desesperadamente encontrar algo que sabían que no tenían-- osaban penetrar con su vida vacía en aquella inexplorada desolación para hallar al Profeta.

Al principio tan solamente unos cuantos lo escucharon. Pero luego los mismos regresaron para contarles a sus amigos y familiares todo lo que habían experimentado. Se difundieron rumores acerca de ese hombre semisalvaje del desierto por toda Judea y Galilea.

Primeramente los oyentes vinieron de uno en uno y de dos en dos; luego, por decenas y por veintenas y después, por millares. Venían a pie a través de esas arenas ardientes. Su número aumentaba día a día. Bien pronto algunos hombres emprendedores empezaron a organizar caravanas enteras que entraban al desierto para escuchar a ese hombre.

Todos ellos escuchaban atentamente. Algunos lloraban. Otros caían de rodillas con gran seriedad. Muchos clamaban en alta voz por un inmerecido perdón. Otras más se regocijaban. Nadie se mofaba. Ni una palabra de crítica salió de boca alguna, al menos no entre la gente común.

Sin embargo, aquellos que nunca le habían oído, que vivían en la distante ciudad de Jerusalén... ellos lo juzgaron, lo procesaron, y lo condenaron... sin haberlo visto ni escuchado. El veredicto fue simple. Y muy familiar. Se le endilga a todo disidente a lo largo de todos los tiempos: “Está endemoniado.”

Luego vinieron algunos hombres y se sentaron directamente a los pies de Juan. Su propósito era claro: querían ser sus discípulos. Y así mismo sucedió.

Ese puñado de discípulos asumiría el estilo de vida de Juan. Los mismos llegarían a ser sus constantes compañeros. Y como él, vendrían a ser hombres austeros, de aspecto grave y deshumorado. Llevarían muy metida en el corazón, como él la llevaba en el suyo, la carga de los pecados de todo Israel. Aquellos hombres se unieron a Juan en su titánica tarea de preparar el camino para la venida del propio Mesías de Dios.

Escuchar a Juan era escuchar lo inesperado, porque cada día era diferente. Juan hablaba cada día, pero cada vez que hablaba, discurría acerca de algo que la multitud nunca había oído a nadie más decirlo. Su osadía y su intrepidez en introducir algún tópico aterraba a la multitud y a sus discípulos.

Un día particularmente muy caluroso, cuando las multitudes parecían extenderse hasta el horizonte, Juan exclamó:

--El día siguiente al próximo Sabbath voy a ir al río Jordán y allí sumergiré en las aguas del Jordán a todos aquellos que se han arrepentido de su manera de vivir. Bautizaré a todos los que preparan su vida para la venida del Señor.

Fue ese día que Juan recibió un nuevo nombre, un nombre que en breve estaría en los labios de todo Israel, porque en ese día él pasó a ser conocido como Juan el Bautizador.

6



La gente venía a escuchar a Juan porque buscaba algo que pudiese llenar el profundo vacío que había en su vida.

Venían mercaderes para escucharlo, y se arrepentían de sus injustas prácticas comerciales, y entonces eran bautizados en las legendarias aguas del Jordán. Venían soldados, se arrepentían de las brutalidades que cometían, y eran bautizados también. Venían camelleros, venían agricultores, venían pescadores rústicos, venían esposas, venían mujeres de renombre y mujeres de la calle. Venía gente de toda clase y de todo nivel social. Y todos los que venían, al parecer venían con algún pecado secreto, pero se arrepentían del mismo y desaparecían bajo las aguas del Jordán sumergiéndose en ellas.

Todo judío conocía el antiguo significado de ser sumergido en las aguas de ese río en particular. Significaba el término de la vida, el cese de todo. Todos los que esperaban ser bautizados se paraban en la ribera oriental, que era tierra extraña. Desde allí entraban en el agua caminando y desaparecían en ella --para allí morir. Pero cada cual surgía nuevamente y subía del agua caminando por la ribera occidental, seguro ya dentro de los límites de la tierra prometida, para comenzar allí una nueva vida con Dios. Ese simple y sencillo drama resultaba inolvidable.

Pero hubo un día especial en el Jordán que se destacó de todos los demás. Todo empezó con la llegada de carros tirados por caballos. Había llegado una delegación de signatarios. ¿Qué personajes de importancia habían salido a ese oscuro lugar?

Eran los líderes religiosos de la nación.

Cuando Juan vio a aquellos hombres bien vestidos, todos los músculos de su cuerpo quedaron inmóviles. No hubo ni un solo movimiento externo en su semblante que revelase sus sentimientos internos. Mientras aquellos signatarios religiosos atravesaban la multitud, Juan observó cómo la gente común inclinaba la cabeza o doblaba la rodilla en un gesto de honra. Aquello no le agradó en absoluto al más grande disidente de todos los tiempos.

Juan escudriñó a cada uno de esos hombres conforme salían de los carros. Obviamente algunos habían venido para mofarse, para reunir evidencias contra Juan, y para condenar. Otros venían con una gran incertidumbre, esperando poder descubrir para sí mismos si Juan era o no un verdadero profeta. Incluso había entre ellos algunos, los más jóvenes, que venían creyendo de verdad que Juan era un hombre de Dios. Esos hombres jóvenes tenían la esperanza de que los dirigentes de mayor edad y más respetados estuviesen de acuerdo con su inexpresada opinión. Después de todo, si los dirigentes de mayor edad daban su bendición a Juan, algunos de los dirigentes jóvenes sabían que estarían libres para hacerse discípulos dé Juan.

Pero Juan veía más que eso. Escudriñaba el corazón de cada hombre que ahora se abría paso entre la multitud, y discernía la debilidad fundamental de cada cual. No había ni uno solo entre ellos que fuera suficientemente atrevido como para romper, por su propia cuenta, con las tradiciones religiosas aceptas.

La multitud siguió dándoles paso a esos vanagloriosos dirigentes. La delegación avanzaba hacia el frente de la multitud, para ocupar sus legítimos puestos de honor. Aquello ya era más de lo que el profeta del desierto podía jamás esperar soportar. ¿El sistema religioso de sus días venía allí? ¿Y osaba imponer sus abominables prácticas allí? ¡Pero, cómo osaban venir! ¡Cómo osaban traer su arrogancia, su menosprecio, su desdén, y su orgullo a ese lugar!

Juan no había venido a este mundo para contemporizar, ni para ganarse a tales hombres para los caminos de Dios. Después de todo, aquellos hombres se veían a sí mismos como autoridades en los caminos de Dios. Juan no intentaría hacer lo imposible. No llamaría a los dirigentes del sistema religioso para que salieran de ese sistema. No obstante, la presencia de ellos allí ya estaba pervirtiendo la libertad que los bautizados habían adquirido al desechar la sistematización de este mundo.

Por lo tanto, Juan declaró la guerra. Una guerra abierta y sin cuartel, sin tregua... contra los personajes más venerados de Israel. Quería que todo ser humano allí presente supiera cómo pensaba él acerca de las cadenas que los tradicionalistas habían forjado sobre el corazón y el alma del pueblo de Dios. Y, ¿cómo pensaba él? Juan opinaba que toda aquella cultura religiosa debía perecer.

No había nada que Juan pudiera hacer mejor que tronar, y en esa ocasión rugió como un león. Extendió la mano y señalándolos con el dedo índice estremeció cielos y tierra con su denuncia:

--¿Quién... quién, pregunto yo... quién les ha dicho a ustedes que se arrepientan?

Sí, ustedes, generación de víboras, ¿qué están haciendo aquí?

La multitud quedó pasmada. Nunca nadie había hablado de esa manera a aquellos hombres. Instintivamente, muchos de entre la multitud se pusieron de pie; un momento después amplías sonrisas irónicas empezaron a aparecer en algunos rostros. Pero todos los ojos estaban fijos ahora en los dirigentes religiosos. ¿Cuál sería la reacción de ellos? Y ¿era posible... había cometido Juan alguna clase de blasfemia? La gente conocía los rumores que circulaban en cuanto a que él estaba poseído por un demonio; y esto no iba a ayudar nada. Lo apreciaban por su denuedo, pero nadie soñaba siquiera que él desafiaría a los dirigentes religiosos de la nación. ¡Nadie había hecho eso nunca!

Aquel sobresalto se convirtió en incredulidad cuando Juan prosiguió:

--Les pregunto otra vez, a ustedes, generación de víboras, ¿quién les ha dicho que huyan de la ira que viene sobre ustedes?

Entonces aquellos dirigentes religiosos se detuvieron. Nadie podía hablarles de esa manera. Después de un breve momento, uno de los dirigentes se subió la capa alrededor de sí, se volvió y susurró algo a los más próximos a él. Ellos, a su vez, les hicieron señas a los otros a que hicieran una súbita retirada.

Pero Juan no había terminado aún.

--¡Su árbol! Un hacha ha sido puesta a las raíces de su árbol. La ira de Dios está sobre ustedes. El hacha cortará su árbol y destruirá las raíces del mismo. No está lejano el día en que todo lo que ustedes son será destruido bajo la ira de Dios.

Con eso, los miembros de la delegación, todos a una, se recogieron los extremos de sus capas y se apresuraron a regresar a sus carros, cada cual ideando en su corazón alguna forma de venganza que tomar contra Juan.

Alguien en la multitud comenzó a regocijarse. De inmediato alguien más batió las manos. Con eso, la multitud entera puesta de pie hizo suyo el aplauso. Por dondequiera hombres y mujeres sentían caer grilletes y cadenas de su alma. ¡Por fin, alguien había osado desafiar al sistema religioso!

Entonces, en forma espontánea, la multitud se fue aproximando hacia Juan. Parecía que cada uno allí presente que no había sido bautizado, quería en gran manera hacerlo ahora. Todos a una habían vislumbrado algo más profundo del mensaje de Juan, algo que nunca antes habían comprendido.

Fue un día glorioso. Con todo, nadie parecía haber captado lo obvio de aquello. Una conducta como ésa traería como consecuencia que mataran a Juan.

Y luego, hubo aquel otro día muy memorable.

7

La puerta que da paso desde el otro ámbito a éste se abrió, como una ventana, justamente sobre el río Jordán. Entonces, desde el centro mismo del ser de Dios Padre salió su propio sagrado Espíritu, el Espíritu Santo, aleteando como si fuese una paloma al salir a través de la puerta abierta, y viniendo a reposar sobre uno de los espectadores que escuchaba a Juan.

Los ojos de Juan escudriñaban la multitud y su fiera mirada enfocaba cada rostro. Pero ¿qué fue eso? Una luz de origen no natural que aparecía de no se sabe dónde, como si fuese una paloma que salía volando por una ventana, y venía a reposar sobre alguien allá afuera entre la multitud.

Juan comprendió que estaba viendo algo que ningún otro ojo podía ver. Esa era la señal del Mesías. Entonces Juan guardó silencio. Su único pensamiento era: “¿Dónde se posó aquella paloma iluminada? ¿Quién está por allí?”

Un murmullo de susurros recorrió a toda la multitud. Muchos trataron de seguir la mirada escrutadora de Juan.

De pronto Juan rugió espontáneamente:

--¡Miren allí al Cordero de Dios!

--Yo no soy nada. Este hombre lo es todo. No me miren más a mí, mírenlo a él. En cuanto a mí, yo no soy digno siquiera de encorvarme para desatar las correas de las sandalias que lleva éste en los pies.

Al parecer el Padre estaba de acuerdo. Parado en la puerta que está entre los dos ámbitos, exclamó:

--Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.

Y así como Dios estaba complacido, de la misma manera Juan también estaba complacido. Tampoco incomodó a Juan en absoluto ver que las multitudes lo abandonaban y comenzaban a seguir a Jesús. Después de todo, Juan sabía que él había venido al mundo por esta sola razón.

Lo que Juan no sabía era que los días más fáciles de su obra habían transcurrido ya. Los más difíciles estaban aún por venir.

8

Háblame de mi primo --requirió Juan.

--Al presente tu primo se encuentra en Galilea. Él, como tú, tiene doce discípulos. También hay otros, quizá unos cincuenta o sesenta más, que están siempre con él. Él viaja de población en población predicando.

La voz era de Nadab, un seguidor de Juan, que había estado en Galilea y había presenciado el ministerio de Jesús.

--En ocasiones él les habla a grandes multitudes, pero la mayor parte de las veces habla en la casa de alguien.

--¿Y acerca de qué habla?

--Mayormente cuenta parábolas. Y muchas de ellas contienen bastantes agudezas.

Nadab hizo una pausa. Luego continuó:

--Maestro, ¿sabías que él bebe? Quiero decir que ¡bebe vino! Y los doce, sus doce discípulos, no son como nosotros. Ellos ríen mucho.

--Él recibe muchas invitaciones a banquetes. Y según parece, él siempre acepta. Algunos dicen que come demasiado y bebe demasiado o, al menos, que sus discípulos sí.

Juan mostró interés al escuchar, pero su semblante no reveló ninguna evidencia de sus pensamientos íntimos. Nadie de los presentes tenía la más ligera idea de lo que él pensaba del informe de Nadab. Ese era un típico rasgo de Juan que se remontaba hasta su infancia.

Nadab continuó hablando:

--Los que lo acompañan, mayormente son cobradores de impuestos, rameras, y... bueno, gente como ésa.

Entonces uno de los otros discípulos de Juan interrumpió con una observación:

--Maestro, nosotros ayunamos, a veces casi hasta el punto de inanición. Oramos hasta que nuestras rodillas quedan doloridas. Nosotros seguimos tu ejemplo en estas cosas. Tú ayunas, pasas tu vida en oración, vives una vida de gran restricción y disciplina en todas las cosas. Sin embargo, tu primo cuenta parábolas, habla de lirios y de pajarillos, de semillas y de ovejas, a menudo va a banquetes en los cuales come y bebe. Por lo general, parece que él se divierte en gran manera. Algunos hasta lo han llamado bebedor de vino y comilón. ¿Puedes comprender por qué algunos de nosotros estamos un poco confundidos?

Luego de una larga pausa, se vio claramente que él no iba a responder. Por último, Juan respiró profundamente y poniéndose de pie, dijo:

--La gente está esperando y yo tengo algo muy importante que decirles.

Juan salió caminando y se metió en medio de la multitud reunida allí y se subió a una gran roca. Era al caer la tarde. Una fresca brisa que venía desde el mar de Galilea estaba soplando a través del campo. El sol se estaba poniendo y al hacerlo, emitía enormes rayos dorados a través del cielo.

Juan recorrió con su mirada a la gente y trajo otra vez a la memoria la tarea de su vida: traer a Israel a un completo arrepentimiento, allanar los montes, llenar los valles y preparar el camino para la obra final y más grande de Dios sobre la tierra.

--¡Nuestro rey --exclamó Juan-- ha tomado para sí la esposa de su propio hermano! Herodes está haciendo descender la ira de Dios sobre sí. Y su mujer Herodías tampoco será librada.

No sería más tarde que a la mañana siguiente cuando Herodes el Tetrarca se habría de enterar de la denuncia de Juan. Y cuando él la oyó, montó en cólera. Pero su ira no fue nada comparada con la de su nueva esposa, quien juró la venganza más negra posible en contra de Juan el Bautizador. Y en ese vehemente deseo de venganza, le gritó a su marido chillando y exigiendo que Juan fuese arrestado y tirado en una mazmorra. ¡Inmediatamente! Pero aquello no marcó el término de su malvado plan.

9

Proteus levantó la vista para ver la causa del bullicio que venía desde arriba de la escalera. Pudo distinguir la silueta de un prisionero parado entre dos guardas romanos. Lenta y laboriosamente, el prisionero encadenado fue descendiendo por la larga y angosta escalera.

Proteus no pudo menos que pensar para sus adentros: “Siempre me imaginé que eras un hombre gigantesco; sin embargo, aquí, en este lugar, pareces desde todo punto de vista tan común, tan corriente. Pareces... casi vulnerable.”

Ahora el prisionero quedaba bien a la vista. Proteus empezó a escudriñar el rostro de Juan, pero al igual que tantos otros, no pudo hallar en el semblante de este hombre ni un solo indicio que delatara cuáles eran sus pensamientos. ¿Estaba atemorizado? ¿O ansioso? ¿U hostil? Proteus estaba acostumbrado a poder leer las emociones de un preso en ese momento en particular. Pero hoy este prisionero no le proporcionó nada.

Entonces Proteus se volvió hacia uno de los soldados que estaban detrás de él.

--Celda número tres.

El soldado abrió la puerta de rejas de hierro. Justamente al otro lado de la reja, el piso de la celda caía a plomo en un foso como de tres metros y medio de profundidad. Entonces uno de los soldados se puso a atar una cuerda a una de las barras de la reja para descender por ella al fondo del foso, pero Proteus lo interrumpió diciéndole:

--Un momento, soldado. Yo encadenaré al prisionero.

Acto seguido Proteus se volvió hacia los dos guardas romanos y les indicó que quitaran las cadenas al prisionero. Entonces caminó hasta la puerta de la celda y, con ayuda de la cuerda, se deslizó al fondo de ese foso infestado de ratas.

Aquel lugar era oscuro, húmedo y todo lo que se supone que una mazmorra sea. Desde abajo, Proteus gritó a los soldados:

--Retrocedan del prisionero.

A continuación, dirigiéndose a Juan, le dijo:

--Juan, baja aquí por esa cuerda. --Juan agarró la cuerda y deslizándose por ella descendió a ese foso infernal.

--Estas cadenas fijadas a la pared... tengo que asegurártelas a tus pies y manos. Las cadenas son suficientemente largas como para permitirte algún movimiento. Herodes mismo ordenó ponértelas. Siento tener que hacerlo. Permanecerás en esta prisión hasta que él decida qué hacer contigo.

Proteus pasó varios minutos en ponerle a Juan trabajosamente las manillas y grilletes de hierro alrededor de las muñecas y de los tobillos. Cuando terminó, dio un paso atrás.

--Tres de tus discípulos han pedido poder verte. Se les permitirá venir la semana entrante. Entiendo que te traerán algún alimento.

Enseguida Proteus agarró la cuerda para subir con ayuda de ella. Pero hizo una pausa, se volvió y miró a Juan de lleno.

--He oído decir que tú hablas en el desierto. Lo lamento

--Está bien --respondió Juan--. La culpa no es tuya.

Entonces Proteus subió por la cuerda al piso de arriba, cerró la puerta de la celda y se dirigió a todos los soldados que estaban de guardia:

--Escúchenme. Dentro de los límites que esta detestable celda permita, hagan que este hombre se sienta confortable, en lo que cabe; provéanle alimentos y agua, y cualquier otra cosa que necesite. Suplan sus necesidades hasta los límites que permitan las restricciones que Herodes le ha impuesto. Y una cosa más. He colocado en forma bien clara el nombre de Juan en la pared junto a la puerta de su celda. Quiero que todos los que estén en este recinto recuerden quién está en este foso.

En ese momento una voz gritó desde la primera celda:

--¿Qué fue lo que dijiste? ¿Han traído a Juan el Bautista a este lugar?

Proteus suspiró. El y todos los demás que estaban en ese recinto sabían qué era lo que vendría a continuación.

10

Eso lo hizo Herodes, ¿no es así? ¡Ese detestable monstruo!

--¿Juan, eres tú? ¿No te acuerdas de mí? Yo fui a verte, cuando tú no eras más que un muchachito. Yo era un hombre grande e importante entonces. ¡Mírame ahora!

--Herodes me quitó la casa, tomó mi dinero. Sin ningún proceso, ¡y sin siquiera una audiencia! Luego me echó en este foso infernal. ¡Ahora Herodes es el que es rico! Rico con mi dinero, y ya no soy más que un desgraciado. ¡Maldito seas con maldición, Herodes... monstruo... malvado.

--Lo serví durante veinte años. Fielmente. Nunca ha vivido nadie en esta tierra que haya sido tratado tan injustamente como yo. Es del todo injusto lo que él me hizo, te lo digo yo. Ahora mira lo que ese nefando hombre ha hecho; el monstruo ha salido para traer a un profeta de Dios a este maldito lugar.

--Te lo digo yo, todo problema, todo dolor, toda desgracia que hay en Judea tiene su origen en Herodes. No hay justicia en esta tierra, no hay misericordia... no hay compasión. Todo es culpa suya. Todo, todo.

--Juan, ¿puedes oírme? No olvides mis palabras: te pudrirás aquí como el resto de nosotros. Allá afuera en tu desierto, dijiste algo que es muy cierto. La perversidad del corazón humano no tiene límites. Y Herodes es el peor de todos. Hoy yo sería un hombre feliz y próspero, si no fuera por ese Herodes de sangre fría, y los otros... los demás... esos perversos que conspiraron con él contra mí para quitarme todo lo que yo tenía.

--Parnach, controla tu lengua --gritó uno de los guardas.

Hubo una pausa. El prisionero de la primera celda se calló. Pero, desafortunadamente, sus gritos habían despertado al prisionero de la celda próxima a la de él.

11

Un hombre delgado y huesudo vino hasta la puerta de su celda y miró desatinadamente a los ojos del capitán de la guardia.

--¿Juan? ¿Aquí? --preguntó--. ¿Me estás diciendo que Juan ha sido encarcelado aquí en la prisión de Machaerus? Proteus, ¿estás diciendo, que él ha sido echado en la celda número tres, de entre todos los sitios?

--Sí, Hannel, así es. Herodes mandó arrestar a Juan y lo ha hecho traer aquí.

--¿Pero es que Dios no tiene misericordia? ¿No tiene sentimientos? --preguntó Hannel con una voz fría y apagada.

--¿Es que la devoción no significa nada para él? Una vez yo también confiaba en Dios, así como Juan confía. ¿Estás realmente aquí, Juan? ¿Te acuerdas de mí? Yo vivía una vida devota y santa delante de Dios. Te acuerdas, ¿no es así, Juan? Bueno, mira lo que eso me ha traído. Y tú, ¿ves lo que la devoción a Dios te ha traído? ¿Ha de ser éste el final de los hombres que han amado a Dios y lo han obedecido? ¿Qué clase de Dios es éste que permite cosas tales como las que nosotros sufrimos ahora? ¡Dios, tú has echado a uno de tus propios siervos tuyos en un sucio foso!

Con un rápido movimiento Hannel pasó un brazo por entre las barras de la puerta de su celda, apretó el puño, alzó el rostro y espetó maldiciones a Dios. Luego terminó sus desvaríos con una declaración final:

--Nunca más volveré a servir a un Dios que trata a los hombres de este modo. Cuándo tuve necesidad de él, ¿dónde estaba él? Juan, ¿dónde está tu Dios cuando más lo necesitas?

Ni un solo sonido salió de la tercera celda. Cualquier cosa que Juan pudiera estar pensando, lo estaba guardando en secreto. Por otra parte, Proteus no pudo menos que preguntarse, para sus adentros: “El prisionero de la primera celda culpa de todo a los hombres. El prisionero de la segunda celda le echa la culpa de todo a Dios. Me pregunto, ¿a quién irá a inculpar el prisionero de la tercera celda? ¿Al hombre? ¿A Dios?”

“¿O tal vez a su primo?”

12

El escenario es una población de Galilea llamada Naín. Es al caer la tarde. Las calles de la ciudad están repletas de gente que espera para presentar sus enfermos a Jesús.

Algunos de los enfermos son ciegos, otras son impedidos, uno es sordo; a otro más que está echando espumarajos por la boca lo están sujetando sus familiares. Una angustiada madre sostiene en sus brazos a su pequeño bebé que tiene fiebre. Un poco más allá, otra madre está meciendo en su regazo a un niño lisiado. Hay gente de toda clase allí, atormentada por todo tipo de enfermedades conocidas por el hombre. Todos ellos tienen una cosa en común: están buscando a Jesús, con la esperanza de recibir sanidad o liberación por sus manos.

El centro de atención de esa multitud es una casa situada en una de las calles secundarias de la población. Por todas partes las calles que llevan hacia esa casa se encuentran atestadas de gente. Pásese por el patio de la casa y se verá que ése también está completamente repleto.

Hay patetismo y ansiedad por todas partes. Tal vez lo que es más difícil para aquellos que están esperando, es oír los gritos de gozo que salen periódicamente de la casa y luego, un momento después, ver irse a alguien que alaba a Dios por su sanación.

En esas circunstancias, tres hombres toscamente vestidos, o más bien, cubiertos de pieles aparecen en el portón de entrada del patio. Uno de los discípulos de Jesús los reconoce y entra a la casa corriendo. En ese mismo momento, justo cuando el discípulo está a punto de decirle a su maestro la noticia de la llegada de esos hombres, un tullido se levanta poniéndose de pie, alza las manos hacia el cielo y exclama en voz alta alabando a Dios por su sanación.

--Señor, los discípulos de Juan están aquí.

Jesús levantó la vista. Por un breve momento hubo ansiedad en su mirada.

--Despidan a la gente que está allá afuera --dijo--. Traigan a los discípulos de Juan aquí. Inmediatamente.

A continuación, el Señor se sentó en el suelo y esperó pensativamente que entraran los discípulos de Juan.

Sin pérdida de tiempo, los tres hombres tomaron asiento solemnemente delante de Jesús. Hubo una larga pausa. Al fin Nadab rompió el silencio.

--Venimos de parte de Juan. Él está en la cárcel. Herodes lo mandó arrestar por...

--Sí, lo sé --respondió el Señor.

--Hace unos días se nos permitió visitar a nuestro maestro. Se encuentra encadenado en una sucia mazmorra. Se rumorea que no pasará mucho tiempo antes de que Herodes lo mande matar.

Nadab hizo una pausa aquí esperando ver sí Jesús tenía alguna respuesta a sus palabras.

--Juan nos envió a ti, para hacerte una pregunta. Eso fue lo único que nos pidió que hiciéramos. Hemos hecho un largo viaje para hallarte, pero venimos con el solo propósito de recibir tu respuesta a esta pregunta.

De nuevo Nadab hizo una pausa. Y de nuevo ninguno habló.

--Maestro, la pregunta que Juan quería hacerte es ésta --y una vez más Nadab hizo una pausa, y su rostro se ruborizó--. La pregunta de Juan es ésta: ‘¿Eres tú el Mesías, o debemos esperar a otro?’

Entonces siguió un largo y sobrecogedor silencio. Todos los que estaban en esa habitación sintieron dolor en su corazón. Se lo podía ver en el rostro de los tres discípulos de Juan, era evidente en el rostro de los doce, pero donde era más evidente era en el rostro del Señor mismo.

Jesús suspiró hondamente. Por un breve momento bajó la cabeza en lo que pareció un gesto de angustia. Entonces, levantando la vista de nuevo, abordó el asunto.

--Nadab, retorna nuevamente a Juan. Dile de mi parte lo siguiente:

--En primer lugar, dile a Juan que los ciegos ven, los cojos andan y los sordos oyen.

--Después dile a mi primo que el evangelio es anunciado. Y no sólo anunciado, sino recibido con gozo. Y que hombres y mujeres están recibiendo liberación.

Aquí el Señor hizo una pausa, y respiró honda y laboriosamente. Luego continuó despacio y con determinación:

--Por último, Nadab, dile a Juan... dile a Juan... --La voz del Señor se ahogó por un momento, y en sus palabras se denotaba dolor--. Dile a mi hermano Juan:

--Y bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí.

Entonces hubo otra pausa. Jesús se puso de pie, abrazó a los tres hombres y luego se volvió hacia sus discípulos:

--La hora está muy avanzada. Es tiempo de irnos de aquí. Debemos ir a la siguiente ciudad. Vayan y despidan a los que están esperando afuera.

Los tres discípulos de Juan quedaron atónitos. Después de un largo momento de obvia confusión, los tres se volvieron y salieron para irse. El patio que habían atravesado entre tanta gente, ahora estaba vacío, al igual que las calles por las que habían pasado al venir.

El mañana traería para Jesús aún una población más. Para los discípulos de Juan, el mañana retendría el enigma de este día.

¿Pero qué tendría el mañana para aquellos que fueron despedidos de vuelta a sus casas esa tarde? Todos ellos partieron sin haber sido sanados. ¿Y Juan? ¿Cuál habría de ser su reacción a las extrañas palabras de su primo?


13

Los tres discípulos de Juan se pusieron en cuclillas en el viscoso suelo de la oscura y sucia mazmorra que había pasado a ser el hogar de Juan.

--Maestro, hemos visto a tu primo.

--¿Le hicieron mi pregunta?

--Sí, se la hicimos.

--¿Y cuál fue su respuesta?

--Maestro, su respuesta es muy extraña. No la entendemos.

Juan suspiró. Fue como si él supiera que ésa sería la respuesta de Nadab.

--¿Su respuesta? --inquirió de nuevo.

--Maestro, él nos dijo que te dijéramos que los ciegos reciben la vista, los sordos oyen y los cojos son sanados. Entonces nos dijo que te dijéramos que el evangelio es anunciado y recibido con gozo.

Muy detenida y lentamente Juan meditó sobre esas palabras. Unos minutos después, frunció las cejas. El prisionero se inclinó hacia adelante y preguntó:

--¿Eso es todo?

--No, maestro, él nos dijo una cosa más, y entonces despidió a la multitud y nos despidió a nosotros también. Lo que nos dijo fue esto: “Díganle a Juan: ‘Y bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí.”’

Hubo un largo silencio mientras tres hombres escudriñaban el rostro de Juan, esperando poder siquiera vislumbrar su reacción a esas palabras. Pero, como siempre, no hubo ninguna.

Finalmente Juan inquirió:

--¿Dónde se encontraba mi primo?

--En una población de Galilea llamada Naín --respondió Nadab--. Había enfermos dondequiera; calles, callejones y caminos estaban todos llenos de gente que esperaba ser sanada. El lugar se hallaba invadido por almas sufrientes.

--¿Estaban siendo sanados?

--Sí, maestro, muchos estaban siendo sanados.

Al oír esas palabras, el interés de Juan se avivó, y él mismo se enderezó.

--¿Dijiste: muchos? --preguntó.

--Sí, maestro, muchos.

--¿Muchos? --volvió a preguntar Juan.

Nadab mostró perplejidad al responder:

--Sí, maestro, así es --dijo nuevamente--. Muchos estaban siendo sanados.

--Muchos --repitió Juan en voz baja, como para sí, mismo. Entonces se inclinó hacia adelante otra vez y preguntó:

--¿Muchos, Nadab? ¿Muchos, pero no todos?

Por un breve instante Nadab quedó confuso por lo que Juan le acababa de preguntar. Pero casi de inmediato sus propios ojos se iluminaron, revelando la inquietud que la observación de Juan le había producido.

--Sí, maestro, es cierto. Eran muchos los que estaban siendo sanados, pero no todos.

--...no... todos --repitió Juan.

Su mirada se perdió en el espacio. ¿Había hallado al fin la respuesta a las preguntas que lo habían turbado tan hondamente con respecto a Jesús? ¿O simplemente había añadido más preguntas a su dilema?

Pero en ese momento mismo había alguien más que estaba luchando con ese mismo dilema.

14

Déjenme solo --dijo Jesús a sus compañeros.

Enseguida y sin decir nada más, salió caminando hacia un lugar apartado, a fin de estar solo. Nunca antes en sus treinta y un años de vida en la tierra, ni en toda su preexistencia en la eternidad, había deseado tan intensamente contestar el clamor y la pregunta de alguien que lucha por comprender los misteriosos caminos de su Dios.

Si había habido jamás un momento en que el Señor hubiese de dar una clara respuesta; si había habido jamás alguien a quien debía hablar con claridad, ciertamente ese momento era ahora y esa persona era Juan. Si había existido jamás alguien que tenía derecho a que se le diera una explicación, ése era su pariente: su primo.

--Juan, sé que tu angustia es grande --musitó como para sí mismo--. Yo la siento. Esta noche necesitas tan desesperadamente comprenderme, sondear mis caminos, atisbar dentro del enigma de mi soberanía. Tu corazón está desfalleciendo. Pero, Juan, tú no eres el primero que tienes esta necesidad. Tú no eres sino uno en un larguísimo tren del género humano, que se extiende a través de todas las centurias de la existencia del hombre, que ha clamado a mí con interrogantes y dudas. Tú no eres más que una voz entre tantos y tantos que se hacen preguntas y agonizan en lo que a mis caminos concierne.

Al terminar de decir estas palabras, comenzó a emerger ante los ojos del Señor la escena de un acontecimiento que había tenido lugar hacía mucho tiempo.

Jesús se estremeció. Delante de él se encontraba Egipto. El Señor del tiempo entró a las calles de la ciudad de Faraón.

--Yo he estado aquí antes --se dijo--. He caminado por estas calles escuchando los silenciosos gritos, las murmuraciones, las quejas, las oraciones de mi propio pueblo... mantenido aquí en esclavitud.

El Señor hizo una pausa y miró alrededor. Podía escuchar con claridad todas las oraciones que hacía su pueblo. Las mismas parecían ascender a él en armonía con el sonido de sus cadenas.

--Ustedes, que son descendientes de un hombre llamado Jacob, estuvieron clamando a mí durante mucho tiempo, sufrieron durante mucho tiempo y lloraron durante mucho tiempo. Ustedes alzaron su rostro al cielo a lo largo de innumerables años. Pero los cielos eran como de piedra. Parecía que su Dios se había quedado sordo. Ustedes nacieron en esclavitud. Luego crecieron, clamaran por su libertad, y después murieron, sin que sus oraciones fueran jamás contestadas. Después vinieron sus hijos, para tomar el lugar de ustedes. Ellos también fueron encadenados con las mismas gastadas cadenas que habían llevado sus padres. Luego ellos también clamaron pidiendo su liberación, pero ellos también murieron con sus cadenas todavía unidas a sus manos.

El Señor siguió caminando.

--Luego los hijos de los hijos de ustedes crecieron, y envejecieron. También ellos vinieron a mí innumerables veces con sus oraciones, clamando: “Oh, Dios nuestro, libéranos de Faraón, libéranos de este amo esclavizador que no conoció a José, nuestro padre. ¡Oh, Dios nuestro, llévanos de regreso a nuestra tierra!”

--Pero yo no respondí, ni siquiera una palabra. Y así siguió transcurriendo todo para ustedes y para los descendientes de ustedes... por doce generaciones.

--Los dejé en esclavitud cerca de cuatrocientos años. Nunca, ni una vez en todo ese tiempo, fueron contestadas sus oraciones. Ustedes clamaban a mí, pero yo no respondía. Nunca les fue dada ninguna palabra clara, ni ningún discernimiento de mis caminos, ni ninguna explicación de mis propósitos, ni tampoco ninguna razón de por qué yo no les contestaba su clamor. Ustedes tenían el corazón quebrantado delante de mí.

--Pero mi corazón también estaba quebrantado junto con el de ustedes.

--¡Al cabo de cuatrocientos años aún había hombres y mujeres que seguían creyendo en mí! ¡Al cabo de cuatrocientos años de no oír nada de mi parte, ustedes todavía creían!

En ese momento llegó hasta él un penetrante clamor. Era la voz de una madre:

--Oh, Dios, si estás ahí ¿no responderás? Mañana este hermoso niño será quitado de mis brazos, para siempre. Será encadenado, esclavizado y destinado para siempre a hacer ladrillos junto al río Nilo. Moriré sin volver a ver nunca a mi hijo. Envejecerá y morirá en las cadenas que mañana habrán de poner sobre sus muñecas. ¿Es que no oirás mi clamor?

Los ojos del Señor se llenaron de lágrimas.

--Oh, Israel, confrontas un simple hecho.

--Oh, mujer, tú, al igual que todos los que han pasado antes de ti... tú, al igual que mi primo Juan, que está pudriéndose en una mazmorra... estás confrontando una verdad desnuda:

--Tu Dios no ha obrado de conformidad con tus expectativas.

25

La escena cambió. Una vez más el lugar era Egipto, pero habían transcurrido muchos años. Ahora el Señor del tiempo entró en un drama en pleno desarrollo que era una escena, no de esclavitud, sino de muerte.

Se veía a mujeres que corrían frenéticamente por las calles, y a soldados egipcios que las perseguían. Todo niño varón primogénito de los hebreos sería muerto ese día. Esto es, todos menos uno. Ese solitario superviviente crecería para liberar a Israel de la esclavitud de Egipto. Pero aquellas madres presas de pánico no sabían eso. Vivirían el resto de su vida sin que siquiera una de ellas supiera jamás, que de allí a ochenta años Dios vengaría la muerte de sus hijos y liberaría a Israel.

--Ellas no lo saben --suspiró el Señor--. La sabrán, pero no aquí en la tierra. Todo lo que sabrán jamás en esta vida es que yo no he venido a ellas en la hora de su mayor necesidad. Ellas hoy, al igual que todos los demás, conocen a un Dios a quien no comprenden.

--Así ha sido en todo el pasado, y así será a través de todas las edades por venir.

La escena cambió de nuevo. El Señor del espacio y del tiempo estaba de vuelta en Galilea otra vez, solo. Y una vez más habló:

--Si es que yo cuidé jamás de aquellos que vivieron en esclavitud en Egipto; si es que cuidé jamás de Job cuando estaba sentado sobre su montón de cenizas, o de Jeremías cuando se encontraba en la cisterna cenagosa; si es que cuidé jamás de mi pueblo cuando los ejércitos de Nabucodonosor rodearon a Jerusalén y luego se los llevaron en esclavitud; si es que alguna vez he deseado intensamente dar una respuesta y una explicación; sí hubiese un día sobre todos los demás en que yo quisiera hablar, hoy sería ese día.

--En este día tengo carne y sangre. Tengo una madre humana que amaba a Elisabet y que ama al hijo de Elisabet. Ella no desea verlo morir e, igual que todos los demás, desea tanto poder entender. Hoy tengo hermanos, tengo hermanas. Soy un hombre de esta tierra; por mis venas corre sangre; tengo emociones humanas y responsabilidades familiares. Juan y yo somos los hijos mayores de nuestras dos familias. Y es con ojos humanos que miro esta obra impía de Herodes. Pero esto no es todo. Adondequiera que miro, veo a mi pueblo enredado en circunstancias que no son de su propia hechura.

--Si ha habido jamás un momento en que yo haya deseado mucho contestar las preguntas de algún hombre o mujer, es ahora. Y es a ti, Juan, que quiero dar una explicación de mis caminos.

--Juan, vi cómo entraste caminando en aquel desierto cuando eras sólo un muchacho de doce años.
Vi cómo tus días se tornaban en semanas y tus semanas en años, en tanto tú ayunabas, en tanto tú comías de los mendrugos del desierto, en tanto te vestías con los desechos del desierto. He visto cómo tu piel suave se tornaba en cuero. Te he visto envejecer desmedidamente. Tu fidelidad para conmigo no tiene paralelo. Desde cuando Eva dio a luz a su primer hijo, no ha habido nunca nadie semejante a ti.

--Te di una tarea mayor que la que le di a Moisés. Eres un profeta mayor que cualquiera que haya venido jamás antes.

--Pero, sobre todo, tú eres mi pariente próximo. Tú eres mi propia sangre.

--Si es que alguna vez he querido de veras dar una respuesta a las preguntas de un hombre, explicar mis caminos soberanos, es hoy. Sin embargo he sido para ti, como para todos los demás, un Señor no plenamente comprendido, un Dios que raras veces aclara exactamente lo que está haciendo en la vida de uno de sus hijos.

Los ángeles rogarán

para que seas liberado,

la muerte llorará

cuando venga por ti.

Con todo, nunca te llegará

una respuesta de mí.

16

Cuando amaneció en la población de Naín, la multitud que se había reunido allí la tarde anterior, recibió una insoportable desazón. Jesús había partido de la población durante la noche, poco después de haber despedido a la multitud cuando anochecía. Se había ido, y nadie sabía a dónde.

Esa mañana una madre, que había venido caminando desde Damasco cargando a su hijito lisiado, comenzaría la larga jornada de regreso a su hogar, cargando aún a su amado hijito que tenía un pie torcido y que ahora no se sanaría nunca. Durante todo el resto de su larga vida, esa madre se preguntaría siempre por qué el Señor no esperó tan sólo unos momentos más antes de despedir a la multitud, siendo así que ella era la siguiente en la cola de espera.

“Y bienaventurado eres

si no hallas tropiezo en mí.”

Esa misma mañana un anciano regresaría a su hogar guiado por un amigo, donde se preguntaría siempre, hasta el día de su muerte, cómo habría sido haber podido recibir la vista, si tan sólo hubiese podido llegar hasta el maestro sanador nada más unos minutos antes. Pero su destino seguiría siendo siempre una vida de tinieblas... y de hacerse preguntas.

“Y bienaventurado es aquel

que no halle tropiezo en mí.”

Una madre regresaría a su hogar con su joven hija quien permanecería siempre desfigurada debido a un accidente ocurrido en su infancia. Durante todo ese día de frustración, y en adelante a lo largo de las siguientes semanas y años, esa madre miraría el rostro de su hija, y con frecuencia la oiría preguntarle por qué ella no había sido sanada ese día en Galilea.

--Oh, Mamá --diría--, después de todo, tantos otros fueron sanados.

La madre le daría primero una respuesta y luego otra; y esas respuestas no satisfarían ni a la madre ni a la hija. Las dos se preguntarían siempre por qué el Señor las dejó aquella tarde, no demostrando suficiente solicitud por ellas quedándose tan sólo un poco más de tiempo. Esa madre moriría y descendería a su sepulcro, y su hija crecería y llegaría a ser mujer, portando su deformidad durante toda su vida.

“Y bienaventurado es el que

no halle tropiezo en mí.”

Una criaturita enferma moriría. Un niño epiléptico continuaría teniendo ataques mientras viviese. Una jovencita afiebrada sufriría semanas de dolor antes de recuperar su salud. Un sordo mudo pasaría todo el resto de su vida mendigando a la puerta de la ciudad. Estos y muchos otros, con historias aún más trágicas, partieron de la población de Naín esa mañana... todos ellos tan abatidos, que meras palabras no podían expresar sus sentimientos de desesperanza. Lo peor de todo, que de parte de Dios no vino ninguna explicación en lo que a sus caminos concernía.

Muchos fueron sanados. Pero no todos.

“Y bienaventurado es aquel

que no halle tropiezo en mí.”

17

Proteus abrió la pesada puerta de la prisión empuñándola y salió a la luz del sol para escapar del hedor de los calabozos y, por un momento, respirar aire fresco. De inmediato sus oídos captaron la música procedente del palacio de Herodes. Esa tarde el rey estaba dando un gran banquete a sus amigos. “¡Celebrando su propio cumpleaños! --recordó Proteus y pensó--: Habrá orgía. Habrá...”

Súbitamente un frío estremecimiento se apoderó de él, avivándole la imaginación.

“¡Precisamente... --siguió pensando-- puede ser que Herodes haga subir a Juan el Bautista allá al salón de banquete para hacer escarnio de él!

“¡Eso es exactamente lo que va a hacer!”

Proteus dio media vuelta y rápidamente entró de regreso a la cárcel... Quería poner sobre aviso a Juan respecto de lo que pudiera ocurrirle antes de que terminase la noche de orgía. Pero antes de que pudiese alcanzar la celda de Juan, Proteus sintió una mano fuerte sobre su hombro. De inmediato se volvió. Era uno de los guardaespaldas personales de Herodes.

--Es Juan ¿no es verdad? --le preguntó Proteus--. Has venido por Juan. Herodes va a hacer escarnio de él.

--Mucho peor que eso --replicó el guardaespaldas, revelando su propia aprensión--. Mucho, muchísimo peor que eso. Salomé, la hija de la mujer de Herodes, ha danzado para los invitados, Herodes está borracho, y en su estupor ofreció a Salomé darle todo lo que ella quisiera, hasta la mitad de su reino. Ella a su vez, le preguntó a su madre qué había de pedir en vista de una oferta tan lucrativa. --Entonces el guardaespaldas hizo una pausa.

--Proteus, parece que esta noche los invitados de Herodes no serán entretenidos haciendo escarnio de Juan el Bautista. Oh no, será mucho más macabro que eso. La cabeza de Juan ha de ser llevada ¡en un plato a la sala de banquete!

Proteus perdió el equilibrio; su vista se nubló. El guardaespaldas le agarró el brazo y lo afianzó.

--A mí me ocurrió lo mismo cuando escuché esto --observó el guarda.

--¿Y ahora, qué? --preguntó Proteus.

--Yo diría que a Juan le quedan menos de cinco minutos de vida. Tráemelo.

--Que los dioses tengan misericordia de nosotros --susurró Proteus--. Y si hay un solo Dios, y si en verdad ese Dios es el Dios de los judíos, seríamos muy necios si creyésemos que él va a tener misericordia de nosotros por lo que estamos a punto de hacer.

18

Juan, han venido por ti. Mucho antes de lo que habías pensado. Dentro de unos minutos tú ya no serás. No hay tiempo para avisar a tus discípulos. Ni a María, mi madre, que se ha preocupado tanto por tu seguridad. No se te va a dar la oportunidad de decirle ni una sola palabra a nadie. Ni podrás hacerme otra vez las preguntas que me hiciste.

--Ahora, en menos de cuatro minutos, estarás muerto. ¿Cuántos pensamientos se pueden amontonar en la mente en sólo cuatro minutos? ¿Cuántas dudas? ¿Y cuántas preguntas? No muchas. Pero, Juan, lo peor de todo, no habrá respuestas.

--Y bienaventurada eres, Juan,

si no hallas tropiezo en mí.

--Te han quitado los grilletes. Las escaleras están delante de ti. Allá arriba la puerta se encuentra abierta. Puedes ver la luz del día encima de ti.

--¿Por qué te está sucediendo esto a ti, Juan? ¿A ti, entre toda la gente? ¿Tu cabeza... separada de tu cuerpo? ¿Por qué? Por causa de una danza obscena ejecutada por una muchacha adolescente. ¡Qué ironía!

--No vivirás para ver tu trigésimo tercer cumpleaños, ni sabrás exactamente por qué te llamé. Tampoco sabrás sí tu vida en esta tierra valió para algo. Durante aquellos largos años en el agostador desierto te negaste todo la que esta tierra proporciona, menos alimentos y agua, y sólo lo suficiente para mantenerte vivo. Hiciste todo eso por mí. No obstante, ahora que encaras la muerte no hay evidencia de que tu vida no haya sido más que desperdiciada. ¿Te he abandonado en la hora que más me necesitas?

--Y bienaventurado eres

si no hallas tropieza en mí.

--Has llegado ahora a la parte alta de las escaleras. No estás seguro de hacia qué lado te harán doblar. Un guarda señala hacia la izquierda. Tú lo sigues. ¿Está esto sucediendo? Ahora tienes menos de un minuto antes de llegar a ese inmutable blanco. Te acuerdas de esas largas vigilias que pasaste delante de mi rostro. ¿Me entendiste mal? ¿Estabas equivocado? ¿Tal vez no escuchaste mi voz en absoluto?

--Durante todos aquellos años que viviste solo en el desierto, nunca ni una sola vez recibiste amor o consuelo de otro ser humano. ¿No te ofreceré yo tal consuelo ahora, al fin? Nunca tuviste el placer de que tus propios hijos se subieran a tu regazo para proporcionarte gozo terrenal. Nunca, ni una vez, entraste en contacto con una mujer; nunca tuviste esposa. Nunca conociste un amor íntimo. Nunca tuviste siquiera un amigo. Viviste toda tu vida por tu llamado, y por mí. ¿No rasgaré ahora, en este último momento de tu vida, el velo para dejarte ver algo... siquiera un detalle de mi propósito en tu vida y en tu muerte? Morirás preguntándote por qué yo comía y bebía como lo hacía, por qué yo no ayunaba como tú ayunabas. ¿No había de ser el Mesías un varón de dolores, experimentado en quebranto?

--Hoy vas a morir a manos de romanos gentiles, paganos, incircuncisos, inmundos. Pero tu muerte a manos de ellos ocurrirá tan sólo con mi soberano permiso. Y tú morirás sin entender por qué yo he permitido este acto aparentemente sin sentido.

--Y bienaventurado eres

si no hallas tropiezo en mí.

--No verás cómo las multitudes van a exclamar con júbilo a mi entrada a Jerusalén. Tampoco me verás crucificado, ni oirás hablar de mi resurrección ni de mi triunfo sobre la muerte. Morirás sin saber que has proclamado la venida de nada menos que el Hijo de Dios.

--La muerte está a unos segundos de distancia, y todavía no hay respuesta a tu pregunta. Morirás sin haber entendido.

--Y bienaventurado eres, Juan,

si no hallas tropiezo en mí.

--Han abierto el portón que da al patio. Allí está, el tajo sobre el cual vas a colocar tu cabeza, y allí está el hombre que te va a quitar la vida. Serás recordado como uno de los hombres más grandes que hayan vívido jamás. Pero no has oído ni sabrás que el Hijo de Dios ha dicho de ti que “entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan”.

--Incluso ahora que te vas a arrodillar, te preguntas si no serás un completo fracaso. Has dado tanto, has derramado tu vida en forma tan completa, has vivido por Dios de modo tan singular.

No obstante, a pesar de todo esto, no has podido siquiera ganarte el favor de Dios hasta el punto de que te diera una respuesta a tu pregunta. Después de todo, ésta ha sido la única petición que hayas hecho nunca.

--No te he dado ninguna respuesta. Nunca. La pregunta de porqué siempre queda sin respuesta en todos mis tratos con los hombres; éste es mí modo de obrar. Pero si hubiese un ser humano en esta tierra a quien yo le aclararía mi propósito, ése serías tú. Y el momento sería ahora. Sobre todo otro hombre o mujer que hayan vivido jamás, te daría una respuesta a ti.

Juan se arrodilló y puso su cabeza sobre el tajo.

--Cuando te llamé, Juan, y te dije que tú anunciarías la venida del Mesías, asumiste que, debido a que tú irías a preparar el camino para mí, tendrías el gozo de ver ese maravilloso día de mi venida en gloria. Pero hoy has conocido un Dios a quien no comprendes. Tal es el misterio de mi soberanía. Así son mis caminos en todas las generaciones. Nadie me ha comprendido nunca; no plenamente. Nadie lo logrará jamás. Yo seré siempre algo distinto de lo que los hombres esperan que yo sea. Llevaré a cabo mi voluntad en formas diferentes de la que los hombres prevén.

--El guarda ha equilibrado el peso de su cuerpo. La hoja está levantada por encima de ti. La muerte está a tu lado. Muere, mi hermano Juan, en la presencia de un Dios que no ha obrado según tú esperabas.

--Y bienaventurado eres

si no hallas tropiezo en mí.



¿Desdeñaremos
que Dios haya revelado tan poco
en lo que a sus caminos concierne,
o nos regocijaremos
porque ha revelado tanto?


19

Un día como el que esperaba a Juan nos espera a todos nosotros. Esto es inevitable, porque todo creyente se imagina que su Dios es de cierta manera, y está bastante seguro de que su Señor hará ciertas cosas bajo ciertas condiciones. Pero tu Señor nunca es enteramente lo que tú te has imaginado que Él es.

Ahora has llegado a estar cara a cara con un Dios a quien no entiendes plenamente. Has conocido a un Dios que no ha obrado de conformidad con lo que esperabas. Todo creyente tiene que afrontar a un Dios que no ha hecho las cosas enteramente de la manera que se esperaba.

Tendrás que conocer a tu Señor por fe, o no lo conocerás en absoluto. Fe en Él, confianza puesta en Él... no en sus caminos.

Hoy estás resentido por aquellos que te hieren con tanta insensibilidad. Pero no, no realmente. La verdad es que te sientes enojado con Dios porque, básicamente, no estás lidiando con hombres, sino que estás tratando con la soberana mano de tu Señor. Detrás de todos los acontecimientos, detrás de todas las cosas, está siempre su mano soberana.

La pregunta no es: “¿Por qué Dios está haciendo esto? ¿Por qué Él es así?” La pregunta no es: “¿Por qué no me contesta?” La pregunta no es: “Lo necesito desesperadamente, ¿por qué no viene a rescatarme?” Y la pregunta no es: “¿Por qué Dios permitió que esta tragedia me ocurriera a mí, a mis hijos, a mi esposa, a mi esposo, a mi familia?” Ni tampoco es: “¿Por qué Dios permite las injusticias?”

En realidad la pregunta es ésta: “¿Seguirás a un Dios que no entiendes? ¿Seguirás a un Dios que no obra de conformidad con lo que tú esperas?”

Tu Señor ha colocado algo en tu vida que no puedes soportar. Simplemente la carga es demasiado grande. ¡No se suponía que Él hiciese esto nunca! Pero la pregunta sigue siendo: “¿Continuarás siguiendo a este Dios que no ha obrado de conformidad con lo que tú esperabas?”

“Y bienaventurado eres
si no hallas tropiezo en mí.”




Epílogo


Capitán, la tercera celda está vacía.

--No lo estará por mucho tiempo. Acabo de recibir noticia de que vamos a recibir un nuevo preso.

--¿Y qué es lo que ha hecho éste?

--No lo sé. Siempre hay la posibilidad de que éste sea tan inocente como era Juan.

La respuesta del soldado fue sencilla:

--¡Aborrezco tener a tales prisioneros! Tenemos un preso en la primera celda que protesta contra la injusticia, contra los hombres y contra las circunstancias. Tenemos otro preso en la segunda celda que se muestra hostil hacia Dios, por lo que su Dios le ha hecho...

--Ha llegado el nuevo prisionero --gritó una voz desde la parte alta de las escaleras.

--Toma la cuerda --dijo Proteus al guarda--. Baja al preso a la mazmorra cenagosa.

¿Y quién es este preso? ¿Quién es éste que ahora va a quedar encerrado en esa tercera celda? ¿Qué nombre se inscribirá junto a la puerta de su celda?

Una cosa es cierta: Era inevitable que esta persona fuera enviada aquí. Inevitable, ineludible y un soberano acto de Dios.

¿Y el nombre del prisionero? Ciertamente la pregunta no es necesaria. ¡Tú eres el prisionero de la tercera celda!

“Y bienaventurado eres

si no hallas tropiezo en mí.”




--¿Primo?

--Sí, Juan.

--¿Jesús?

--Sí, Juan. Soy yo.

--¡Mi Señor y mi Dios... pero yo tenía tantas preguntas que hacerte cuando encaré la muerte!

--Yo también tuve muchas cuando afronté la muerte. Y justamente como yo no te contesté, tampoco mi Padre me contestó a mí. Tú y yo morimos en forma bastante similar.

--¿Tú moriste? ¿Moriste tan ignominiosamente como yo?

--Sí, Juan. Pero yo resucité de los muertos.

--¿Resucitaste de los muertos? ¿Pero cómo?

--Ven, hermano Juan... tómame la mano. Ha llegado el momento. Ahora te llevaré a ese lugar donde tú conoces... como eres conocido.


Apreciado lector, nadie puede comprender plenamente el dolor que sientes al sufrir tu presente situación. Sea que la misma te haya sobrevenido a causa de las circunstancias o por obra de los hombres, una cosa es cierta: antes de que esta presente tragedia entrara en tu vida, primero pasó por la soberana mano de Dios.

“Y bienaventurado eres...”



Gene Edwards es un ministro bautista del sur, retirado, que sirvió en calidad de pastor y evangelista antes de entrar de lleno en el ministerio de vida cristiana más profunda, que tuvo por veinticinco años. Ahora su pluma interpreta algunas de las mas profundas verdades de la fe cristiana en los términos más sencillos.

El autor Edwards obtuvo su licenciatura en literatura inglesa y en historia en la Universidad Estatal del Este de Texas, y su maestría en teología en el Seminario Teológico Bautista Southwestern. Al presente él y su esposa, Helen, residen en la Nueva Inglaterra.

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