Siendo ateo, podía hacer lo que quería, pero vivía sin propósito.
Siendo discípulo de jesuitas, tenía ideales, pero nada más.
Hasta que le abrí espacio a Jesucristo, y Él... sí que me convenció. Ahora le tengo a Él. Y con eso me conformo. ¿Para que quiero más?
Les comparto, un escrito que me compartieron.
EL DIA QUE JESÚS GUARDÓ SILENCIO
Aún no llego a comprender como ocurrió, si fue real o un sueño. Solo recuerdo que ya era tarde y estaba en mi sofá preferido con un buen libro en la mano. El cansancio me fue venciendo y empecé a cabecear...
En algún lugar en la semi-inconsciencia y los sueños, me encontré en ese inmenso salón; no tenía nada especial salvo una pared llena de tarjeteros como los que tienen las grandes bibliotecas. Los ficheros iban del suelo al techo y parecían interminables en ambas direcciones.
Tenían diferentes rótulos. Al acercarme, me llamó la atención un cajón titulado: “Muchachas que me han gustado”. Lo abrí descuidadamente y empecé a pasar las fichas. Tuve que detenerme por la impresión, había reconocido el nombre de cada una de ellas: ¡Se trataba de las muchachas que a Mí me habían gustado!.
Sin que nadie me lo dijera, empecé a sospechar en donde me encontraba.
Este inmenso salón, con interminables ficheros, era un crudo catálogo de toda mi existencia. Estaban escritas las acciones de cada momento de mi vida, pequeños y grandes detalles, momentos que mi memoria había ya olvidado.
Un sentimiento de expectación y curiosidad, acompañado de intriga, empezó a recorrerme mientras abría los ficheros al azar para explorar su contenido.
Algunos me trajeron alegría y momentos dulces; otros, por el contrario, un sentimiento de vergüenza y culpa tan inmensos que tuve que volverme para ver si alguien me observaba.
El archivo “Amigos” estaba al lado de “Amigos que traicioné” y “Amigos que abandoné cuando más me necesitaban”. Los títulos iban de lo mundano a lo ridículo”. “Libros que he leído”, “Mentiras que he dicho”, “Personas que he lastimado”, “Consuelo que he dado”, “Chistes que conté”, otros títulos eran: “Asuntos por los que he peleado con mis hermanos”, “Cosas hechas cuando estaba molesto”, “Murmuraciones cuando Mamá me reprendía de niño”, “videos que he visto”...
No dejaba de sorprenderme de los títulos. En algunos ficheros había muchas más tarjetas de las que esperaba y otras veces menos de lo que yo pensaba.
Estaba atónito del volumen de información de mi vida que había acumulado. ¿Sería posible que hubiera tenido el tiempo de escribir cada una de esos millones de tarjetas? Pero cada tarjeta confirmaba la verdad. Cada una escrita con mi letra, cada una llevaba mi firma.
Cuando vi el archivo “canciones que he escuchado”, quedé atónito al descubrir que tenía mas de tres cuadras de profundidad y, ni aun así, vi su fin. Me sentí avergonzado, no por la calidad de la música, sino por la gran cantidad de tiempo que demostraba haber perdido.
Cuando llegué al archivo: “Pensamientos lujuriosos” un escalofrío recorrió mi cuerpo. Solo abrí el cajón unos centímetros... me avergonzaría conocer su tamaño. Saque una tarjeta al azar y me conmoví por su contenido. Me sentí asqueado al constatar que “ese” momento, escondido en la oscuridad, había quedado registrado... No necesitaba ver más... Un instinto animal afloró en mi. Un pensamiento dominaba mi mente: Nadie debe ver estas tarjetas jamás. Nadie debe de entrar en este salón...
¡Tengo que destruirlo!. En un frenesí insano arranque un cajón, tenía que vaciar y quemar su contenido. Pero descubrí que no podía siquiera desglosar una sola tarjeta del cajón. Me desesperé y trate de tirar con más fuerza, solo para descubrir que eran mas duras que el acero cuando intentaba arrancarlas. Vencido y completamente indefenso, devolví el cajón a su lugar.
Apoyando mi cabeza al interminable archivo, testigo invencible de mis miserias, empecé a llorar. En eso, el título de un cajón parecía aliviar en algo mi situación: “Personas a las que les he compartido el Evangelio” la manija brillaba, al abrirlo encontré menos de 10 tarjetas. Las lagrimas volvieron a brotar de mis ojos. Lloraba tan profundo que no podía respirar. Casi de rodillas al suelo llorando amargamente de vergüenza. Un nuevo pensamiento cruzaba mi mente: nadie debería entrar a este salón, necesito encontrar la llave y cerrarlo para siempre.
Y mientras me limpiaba las lagrimas, lo vi. ¡OH no!, ¡Por favor no!, ¡El no!, cualquiera menos JESÚS. Impotente vi como Jesús abría los cajones y leía cada una de mis fichas. No soportaría ver su reacción. En ese momento no deseaba encontrarme con su mirada. Intuitivamente Jesús se acercó a los peores archivos. ¿Por qué tenía que leerlos todos?; con tristeza en sus ojos, buscó mi mirada y yo baje la cabeza de vergüenza, me llevé las manos al rostro y empecé a llorar de nuevo. El se acercó, puso sus manos en mis hombros. Pudo haber dicho muchas cosas, pero El no dijo una sola palabra. Allí estaba junto a mí, en silencio. ERA EL DÍA EN QUE JESÚS GUARDÓ SILENCIO... y lloró conmigo.
Volvió a los archivos y, desde un lado del salón, empezó a abrirlos, uno por uno, y en cada tarjeta firmaba su nombre sobre el mío. ¡No! Le grité corriendo hacia Él. Lo único que atiné a decir fue solamente ¡No! ¡No!, ¡No!, Cuando le arrebaté la ficha de su mano. Su nombre no tenía porque estar en esas fichas. No eran sus culpas, ¡Eran las mías! Pero ahí estaban, escritas en un rojo vivo. Su nombre cubría el mío, escrito por su propia sangre. Tomó la ficha de mi mano, me miró con una sonrisa triste y siguió firmando las tarjetas.
No entiendo como lo hizo tan rápido. Al siguiente instante lo vi cerrar el último archivo y venir a mi lado. Me miró con ternura a los ojos y me dijo: Consumado es, está terminado, Yo he cargado con tu vergüenza y culpa.
(Publicado en el foro de la Web Cristiana.)
Siendo discípulo de jesuitas, tenía ideales, pero nada más.
Hasta que le abrí espacio a Jesucristo, y Él... sí que me convenció. Ahora le tengo a Él. Y con eso me conformo. ¿Para que quiero más?
Les comparto, un escrito que me compartieron.
EL DIA QUE JESÚS GUARDÓ SILENCIO
Aún no llego a comprender como ocurrió, si fue real o un sueño. Solo recuerdo que ya era tarde y estaba en mi sofá preferido con un buen libro en la mano. El cansancio me fue venciendo y empecé a cabecear...
En algún lugar en la semi-inconsciencia y los sueños, me encontré en ese inmenso salón; no tenía nada especial salvo una pared llena de tarjeteros como los que tienen las grandes bibliotecas. Los ficheros iban del suelo al techo y parecían interminables en ambas direcciones.
Tenían diferentes rótulos. Al acercarme, me llamó la atención un cajón titulado: “Muchachas que me han gustado”. Lo abrí descuidadamente y empecé a pasar las fichas. Tuve que detenerme por la impresión, había reconocido el nombre de cada una de ellas: ¡Se trataba de las muchachas que a Mí me habían gustado!.
Sin que nadie me lo dijera, empecé a sospechar en donde me encontraba.
Este inmenso salón, con interminables ficheros, era un crudo catálogo de toda mi existencia. Estaban escritas las acciones de cada momento de mi vida, pequeños y grandes detalles, momentos que mi memoria había ya olvidado.
Un sentimiento de expectación y curiosidad, acompañado de intriga, empezó a recorrerme mientras abría los ficheros al azar para explorar su contenido.
Algunos me trajeron alegría y momentos dulces; otros, por el contrario, un sentimiento de vergüenza y culpa tan inmensos que tuve que volverme para ver si alguien me observaba.
El archivo “Amigos” estaba al lado de “Amigos que traicioné” y “Amigos que abandoné cuando más me necesitaban”. Los títulos iban de lo mundano a lo ridículo”. “Libros que he leído”, “Mentiras que he dicho”, “Personas que he lastimado”, “Consuelo que he dado”, “Chistes que conté”, otros títulos eran: “Asuntos por los que he peleado con mis hermanos”, “Cosas hechas cuando estaba molesto”, “Murmuraciones cuando Mamá me reprendía de niño”, “videos que he visto”...
No dejaba de sorprenderme de los títulos. En algunos ficheros había muchas más tarjetas de las que esperaba y otras veces menos de lo que yo pensaba.
Estaba atónito del volumen de información de mi vida que había acumulado. ¿Sería posible que hubiera tenido el tiempo de escribir cada una de esos millones de tarjetas? Pero cada tarjeta confirmaba la verdad. Cada una escrita con mi letra, cada una llevaba mi firma.
Cuando vi el archivo “canciones que he escuchado”, quedé atónito al descubrir que tenía mas de tres cuadras de profundidad y, ni aun así, vi su fin. Me sentí avergonzado, no por la calidad de la música, sino por la gran cantidad de tiempo que demostraba haber perdido.
Cuando llegué al archivo: “Pensamientos lujuriosos” un escalofrío recorrió mi cuerpo. Solo abrí el cajón unos centímetros... me avergonzaría conocer su tamaño. Saque una tarjeta al azar y me conmoví por su contenido. Me sentí asqueado al constatar que “ese” momento, escondido en la oscuridad, había quedado registrado... No necesitaba ver más... Un instinto animal afloró en mi. Un pensamiento dominaba mi mente: Nadie debe ver estas tarjetas jamás. Nadie debe de entrar en este salón...
¡Tengo que destruirlo!. En un frenesí insano arranque un cajón, tenía que vaciar y quemar su contenido. Pero descubrí que no podía siquiera desglosar una sola tarjeta del cajón. Me desesperé y trate de tirar con más fuerza, solo para descubrir que eran mas duras que el acero cuando intentaba arrancarlas. Vencido y completamente indefenso, devolví el cajón a su lugar.
Apoyando mi cabeza al interminable archivo, testigo invencible de mis miserias, empecé a llorar. En eso, el título de un cajón parecía aliviar en algo mi situación: “Personas a las que les he compartido el Evangelio” la manija brillaba, al abrirlo encontré menos de 10 tarjetas. Las lagrimas volvieron a brotar de mis ojos. Lloraba tan profundo que no podía respirar. Casi de rodillas al suelo llorando amargamente de vergüenza. Un nuevo pensamiento cruzaba mi mente: nadie debería entrar a este salón, necesito encontrar la llave y cerrarlo para siempre.
Y mientras me limpiaba las lagrimas, lo vi. ¡OH no!, ¡Por favor no!, ¡El no!, cualquiera menos JESÚS. Impotente vi como Jesús abría los cajones y leía cada una de mis fichas. No soportaría ver su reacción. En ese momento no deseaba encontrarme con su mirada. Intuitivamente Jesús se acercó a los peores archivos. ¿Por qué tenía que leerlos todos?; con tristeza en sus ojos, buscó mi mirada y yo baje la cabeza de vergüenza, me llevé las manos al rostro y empecé a llorar de nuevo. El se acercó, puso sus manos en mis hombros. Pudo haber dicho muchas cosas, pero El no dijo una sola palabra. Allí estaba junto a mí, en silencio. ERA EL DÍA EN QUE JESÚS GUARDÓ SILENCIO... y lloró conmigo.
Volvió a los archivos y, desde un lado del salón, empezó a abrirlos, uno por uno, y en cada tarjeta firmaba su nombre sobre el mío. ¡No! Le grité corriendo hacia Él. Lo único que atiné a decir fue solamente ¡No! ¡No!, ¡No!, Cuando le arrebaté la ficha de su mano. Su nombre no tenía porque estar en esas fichas. No eran sus culpas, ¡Eran las mías! Pero ahí estaban, escritas en un rojo vivo. Su nombre cubría el mío, escrito por su propia sangre. Tomó la ficha de mi mano, me miró con una sonrisa triste y siguió firmando las tarjetas.
No entiendo como lo hizo tan rápido. Al siguiente instante lo vi cerrar el último archivo y venir a mi lado. Me miró con ternura a los ojos y me dijo: Consumado es, está terminado, Yo he cargado con tu vergüenza y culpa.
(Publicado en el foro de la Web Cristiana.)