Te comento esto porque en la búsqueda de una vida sabia es preciso que la mente esté despierta para que pueda encontrar la verdad divina allí donde se presente. Sé tú el centinela de la Verdad; sé tú ese enamorado suyo que aguarda su amanecer con perseverancia y dulce esperanza.
Las palabras de Cristo, tan llenas de sencillez en su expresión y en sus comparaciones, son un modelo de esta honda percepción del misterio que se esconde aún en lo más sencillo. Decir cosas grandes con palabras sencillas es la señal del verdadero sabio; decir cosas triviales con palabras grandilocuentes es lo propio de los necios y de los embaucadores. Fascínate, pues, de la sencilla expresividad del verbo de Cristo, cuyas palabras han alcanzado las cotas más altas de la belleza, la verdad y la bondad.
Toma, por ejemplo, la palabra “cuando”. Mil frases distintas la utilizan, casi siempre con una connotación temporal, que es la más obvia, pero también de modo condicional. Ella es una palabra que relaciona las posibilidades o imposibilidades de los seres, una especie de puente o medio de navegación entre lo posible de lo real. ¡Qué hondas consideraciones pueden seguirse de ahí!
Ahora piensa en la frase “cuando el Señor llegó a mi vida”, propia de un testimonio de alguna persona. ¿No estaba “antes” el Señor? Si Dios es inmutable, ¿qué “medio” une su eternidad con la sucesión de “cuandos” de la Historia humana en general y con la historia de aquella persona en particular? ¿Hay algún género de “cuando” en Dios? Estas preguntas u otras semejantes han atraído a las más penetrantes inteligencias en todos los tiempos.
Más allá de esa pregunta o serie de preguntas en particular, ves que hay un tema o problema más hondo que asoma. Hemos llegado a esas cuestiones porque hemos aplicado el lenguaje humano a Dios. ¿Hay algún modo de hablar de Dios que no sea “humano”, o por decirlo menos oscuramente, que supere las limitaciones inherentes a la expresión “humana” del lenguaje que le asigna a Dios cualidades propias de tu naturaleza?
Es atrayente, no cabe duda, la empresa de buscar un lenguaje así. En cierto modo los conceptos teológicos rigurosamente depurados llegan a convertirse en un lenguaje perfeccionado o superior que promete vencer sobre las limitaciones antropomórficas que padece, por ejemplo, el texto bíblico. Tal vez incluso alguien podría pensar que hay que hacer una especie de “traducción” del lenguaje rústico de la Biblia al lenguaje superior de los conceptos perfectos y la sintaxis regular y transparente.
Hay algo de bueno en ese intento, que no es otra cosa sino el origen de la teología como tal: una comprensión conceptual más perfecta permite responder mejor a las objeciones o caricaturas que se hagan de la revelación divina; ayuda a exponer de modo más ordenado las enseñanzas de la Escritura y tiende puentes hacia otras actividades mentales o intelectuales, particularmente hacia la ciencia y la filosofía. Además, la continuidad conceptual es de inmensa ayuda para la labor del Magisterio de los pastores de la Iglesia, porque les permite recorrer, por decirlo así, la historia de los planteamientos, de modo que la misma Iglesia esté mejor dispuesta en el llamado a la fidelidad.
Con todo, la tarea conceptual entraña sus riesgos, como todo lo humano. También el edificio de los conceptos estructurados y lucientes puede ser una especie de Babel; si tal cosa sucede, la vida de la gracia desaparece, aunque siga viva su noción. Además, un armazón conceptual demasiado fuerte puede hacer ciego el corazón en la percepción de las riquezas siempre nuevas de la revelación. Además, no deja de ser irónico que el mensaje de Jesús, tan cercano a los humildes, se aleje como irremisiblemente de ellos en la maraña de las preguntas y respuestas cada vez más técnicas.
No es fácil tener un equilibrio entre la sencillez, la vastedad, la nitidez y la profundidad; pero de una cosa puedes estar seguro: la sabiduría que une estas cuatro realidades no se identifica con ninguna de ellas. Quiso Dios que fuera así para que en todo lo que tu mente medita, y que puede llegar a sentir como “suyo”, jamás olvide en quién tiene su origen y a quién radicalmente pertenece.
Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.
Por Ángel
Lunes, 20 de diciembre de 1999
Las palabras de Cristo, tan llenas de sencillez en su expresión y en sus comparaciones, son un modelo de esta honda percepción del misterio que se esconde aún en lo más sencillo. Decir cosas grandes con palabras sencillas es la señal del verdadero sabio; decir cosas triviales con palabras grandilocuentes es lo propio de los necios y de los embaucadores. Fascínate, pues, de la sencilla expresividad del verbo de Cristo, cuyas palabras han alcanzado las cotas más altas de la belleza, la verdad y la bondad.
Toma, por ejemplo, la palabra “cuando”. Mil frases distintas la utilizan, casi siempre con una connotación temporal, que es la más obvia, pero también de modo condicional. Ella es una palabra que relaciona las posibilidades o imposibilidades de los seres, una especie de puente o medio de navegación entre lo posible de lo real. ¡Qué hondas consideraciones pueden seguirse de ahí!
Ahora piensa en la frase “cuando el Señor llegó a mi vida”, propia de un testimonio de alguna persona. ¿No estaba “antes” el Señor? Si Dios es inmutable, ¿qué “medio” une su eternidad con la sucesión de “cuandos” de la Historia humana en general y con la historia de aquella persona en particular? ¿Hay algún género de “cuando” en Dios? Estas preguntas u otras semejantes han atraído a las más penetrantes inteligencias en todos los tiempos.
Más allá de esa pregunta o serie de preguntas en particular, ves que hay un tema o problema más hondo que asoma. Hemos llegado a esas cuestiones porque hemos aplicado el lenguaje humano a Dios. ¿Hay algún modo de hablar de Dios que no sea “humano”, o por decirlo menos oscuramente, que supere las limitaciones inherentes a la expresión “humana” del lenguaje que le asigna a Dios cualidades propias de tu naturaleza?
Es atrayente, no cabe duda, la empresa de buscar un lenguaje así. En cierto modo los conceptos teológicos rigurosamente depurados llegan a convertirse en un lenguaje perfeccionado o superior que promete vencer sobre las limitaciones antropomórficas que padece, por ejemplo, el texto bíblico. Tal vez incluso alguien podría pensar que hay que hacer una especie de “traducción” del lenguaje rústico de la Biblia al lenguaje superior de los conceptos perfectos y la sintaxis regular y transparente.
Hay algo de bueno en ese intento, que no es otra cosa sino el origen de la teología como tal: una comprensión conceptual más perfecta permite responder mejor a las objeciones o caricaturas que se hagan de la revelación divina; ayuda a exponer de modo más ordenado las enseñanzas de la Escritura y tiende puentes hacia otras actividades mentales o intelectuales, particularmente hacia la ciencia y la filosofía. Además, la continuidad conceptual es de inmensa ayuda para la labor del Magisterio de los pastores de la Iglesia, porque les permite recorrer, por decirlo así, la historia de los planteamientos, de modo que la misma Iglesia esté mejor dispuesta en el llamado a la fidelidad.
Con todo, la tarea conceptual entraña sus riesgos, como todo lo humano. También el edificio de los conceptos estructurados y lucientes puede ser una especie de Babel; si tal cosa sucede, la vida de la gracia desaparece, aunque siga viva su noción. Además, un armazón conceptual demasiado fuerte puede hacer ciego el corazón en la percepción de las riquezas siempre nuevas de la revelación. Además, no deja de ser irónico que el mensaje de Jesús, tan cercano a los humildes, se aleje como irremisiblemente de ellos en la maraña de las preguntas y respuestas cada vez más técnicas.
No es fácil tener un equilibrio entre la sencillez, la vastedad, la nitidez y la profundidad; pero de una cosa puedes estar seguro: la sabiduría que une estas cuatro realidades no se identifica con ninguna de ellas. Quiso Dios que fuera así para que en todo lo que tu mente medita, y que puede llegar a sentir como “suyo”, jamás olvide en quién tiene su origen y a quién radicalmente pertenece.
Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.
Por Ángel
Lunes, 20 de diciembre de 1999