La veía todas las mañanas barriendo el antejardín de su casa. Era alegre y muy amable. Con apenas setenta años de edad, reflejaba ganas de vivir. Se llamaba Mary y jamás pase de un corto saludo: “Buenos días” o “Buenas tardes”. Alguna vez pensé hablarle sobre la obra redentora de Jesucristo, pero inmediatamente reflexioné (admito, de manera egoísta): “En otra ocasión será”. Y nunca llegó esa ocasión...porque Mary hospitalizada repentinamente.

“El próximo sábado la visitaré en el hospital y le compartiré sobre la Salvación que hay en Cristo Jesús”, medité. Pero tampoco se dio la ocasión...Doña Mary murió el viernes en la tarde y nunca le hice partícipe del mensaje de Redención...No le di la oportunidad que conociera al Salvador...

Igual ocurrió con mi abuelo materno. En el funeral estábamos mi hermano y yo. Era irónico. El, un sacerdote y este servidor, un pastor y evangelista. El, católico, yo protestante. Y lo más grave: ni mi hermano ni yo le hablamos jamás de Jesucristo.

Le decíamos lo bien que se veía su semblante, de su evidente disminución de peso y cuantos halagos más venían a nuestra cabeza, pero no le compartimos lo más importante: Que Jesús había muerto por sus pecados y le abría las puertas a una nueva vida, y cuando cruzara el umbral de la muerte, el camino a la eternidad. Y falleció cuando menos lo esperábamos. No puedo decirle dónde se encuentra, porque es probable que al igual que yo nadie la habló nunca de Jesucristo.

Un excelente predicador, pero...

Estos dos incidentes que estoy seguro le habrán ocurrido a muchos cristianos más, marcaron mi vida.

Hoy reflexiono ¿Qué ocurrirá con muchos de nosotros cuando lleguemos a la presencia del Señor?

Se abrirá la puerta de la eternidad y probablemente entraremos solos ¿La razón? Porque nuca pasamos de ser un buen cristiano, un líder excepcional o un excelente predicador y nada más... En el púlpito, fabulosos expositores de la Palabra, pero le predicamos siempre a las mismas personas que se dan cita en el culto.

¿Y las almas que se pierden? Allá, en la calle, mientras que usted y yo probablemente nos limitamos a predicar en las cuatro paredes del templo. Estamos al amparo de un auditorio que no nos costó esfuerzo reunir, mientras que afuera las vidas de millares de seres humanos caminan hacia la perdición, dominados por un vacío e incertidumbre absolutas.

Miles se dirigen al infierno y nosotros, Biblia en mano, reservamos los “poderosos” mensajes a unos cuantos que vemos cada día en el templo. Parecemos socios y directivos del “exclusivo club social” en el que hemos convertido nuestras congregaciones.

A toda criatura

Cuando nuestro Señor Jesucristo delegó en sus discípulos, y en todos nosotros, la misión de predicar las Buenas Nuevas de Salvación. Hizo particular énfasis en que no se hicieran excepciones: “Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura”. Su mandato fue claro y no dio lugar a marginar a nadie de este llamado a una Nueva Vida.

El evangelio debe ser compartido al mendigo, al raponero, a la prostituta, al conductor de transporte urbano, y por supuesto, a nuestra familia. Numerosos pasajes de la Escritura señalan que los primeros que recibían el Mensaje de Redención eran los más próximos (Lea Juan 1:43-51; Hechos 10:24, 33; 16:29-34).

Bajo ninguna circunstancia debe pasar un día sin que le hablemos al mundo del poder transformador del Evangelio. Esa persona con la que habló hoy sobre diversos temas, seguro no la volverá a ver. Lo grave es que desconocemos cuánto tiempo más morirá... Y si muere esta noche sin aceptar a Jesucristo como su único y suficiente Salvador... ¡Usted puede marcar una diferencia para esa vida! ¡Háblele de Jesús a todos!

No olvide que los campos están blancos para la siega.

Por Fernando Alexis Jiménez
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.
Este web está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.