(1ª Juan 3:4)
Quien desee tener nociones claras sobre la santidad cristiana, debe empezar estudiando el vasto y solemne tema del pecado. Si se quiere edificar muy alto, primero se ha de cavar muy hondo. Cualquier error sobre este punto es fatal. Por lo general, las ideas equivocadas que sobre la santidad se tienen son resultado de nociones erróneas con respecto a la depravación de la naturaleza humana. Para una comprensión apropiada del teme de la santidad, hay que entender primero el tema del pecado.
Es evidente, y bíblico al mismo tiempo, que el conocimiento del pecado constituye la raíz misma de la fe cristiana. Sin él, doctrinas tales como la justificación, la conversión, la santificación, no son más que meras palabras que no aportan conocimiento alguno a la mente. Cuando dios se propone hacer una nueva criatura en Cristo, lo que primeramente hace es enviar luz al corazón del pecador, a fin de que éste puede ver su estado de culpabilidad. La creación material del Génesis empezó con luz, y con luz empieza también la creación espiritual. Por la obra del Espíritu Santo, Dios brilla en nuestros corazones, y es así como la vida espiritual empieza (2ª Corintios 4:6). Gran parte de los errores, herejías y doctrinas falsas tan comunes en nuestro tiempo, se originan y tienen su causa en ideas poco claras y poco profundas sobre el pecado. Si una persona no se ha dado cuenta de la peligrosa naturaleza de la enfermedad de su alma, no nos extrañe que se contente con remedios falsos o imperfectos. Una de las necesidades más imperiosas de nuestro siglo ha sido, y es, la de una enseñanza más clara y completa de lo que es el pecado.
I – Definición de pecado.
Todos estamos familiarizados con los términos ‘pecado’ y ‘pecadores’. Con frecuencia hablamos del ‘pecado’ en el mundo, y de personas cometiendo ‘pecados’. Pero ¿qué es lo que queremos decir cuando usamos estos términos y estas frases? ¿Comprendemos lo que decimos? Mucho me temo que sobre este tema reina mucha confusión y mucha oscuridad. De una manera tan breve como pueda trataré de definir lo que es el pecado.
Como se declara en una de nuestros artículos doctrinales, el pecado ‘es la culpa y corrupción de la naturaleza de cada hombre que desciende de Adán; y por la cual el hombre está muy lejos de la justicia original, y por propia naturaleza está inclinado al mal; de manera que la carne codicia continuamente contra el espíritu; por consiguiente, y en toda persona nacida en este mundo, el pecado merece la ira y condenación de Dios’. El pecado es, pues, aquel mal tan común y universal que aflige a toda la raza humana, sin distinción de rango, clase, nombre, nación, pueblo o lengua; es un mal del que sólo se libró un hombre: el Señor Jesús.
Además, y de una manera más particular, el pecado consiste en hacer, decir, pensar o imaginar, cualquier cosa que no está en perfecta conformidad con la ley y mente de Dios. Como dice la Escritura: ‘El pecado es la transgresión de la ley’. El más insignificante alejamiento (externo o interno) por nuestra parte de la voluntad revelada de Dios, constituye pecado y nos hace, por consiguiente, culpables delante de Dios.
A los que con atención leen la Biblia no es necesario que les diga que aunque una persona no cometa abierta y externamente un acto malo, en su corazón y en su mente puede haber traspasado la ley de Dios. En el Sermón del Monte el Señor Jesús estableció, sin dar lugar a dudas, esta posibilidad (Mateo 5:21-28). Con gran acierto ha dicho uno de nuestros poetas: ‘Un hombre puede sonreír y sonreír, y aún así ser un villano’.
Tampoco es necesario que haga observar al estudiante diligente del Nuevo Testamento, que hay no sólo pecados de comisión, sino también pecados de omisión; y que a menudo pecamos por ‘haber hecho las cosas que no debíamos haber hecho’, como pecamos también por ‘no haber hecho las cosas que debíamos haber hecho’. Esto bien claramente se prueba por aquellas palabras del Maestro que encontramos en el evangelio según San Mateo: ‘Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno; porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber’ (Mateo 25:41-42). Profunda y acertada fue la confesión de aquel santo hombre, el arzobispo Usher, antes de morir: ‘Señor, perdona todos mis pecados, y de una manera muy especial, mis pecados de omisión’.
Pero particularmente en los tiempos en que vivimos, creo que es necesario recordar a mis lectores que una persona puede cometer pecado, y aunque sea tan ignorante del mismo que se imagine inocente, no por ello deja de ser culpable. No puedo encontrar la sanción bíblica a la aserción moderna de que ‘el pecado no es pecado, a menos que seamos conscientes del mismo’. La Palabra de Dios nos enseña todo lo contrario; en los capítulos 4 y5 del libro del Levítico (por cierto tan descuidado) y en el 15 de Números, encontramos que de una manera clara se enseña a Israel que había pecados de ignorancia que dejaban al pueblo en una condición impura y un necesidad de sacrificios expiatorios. Y según las palabras tan evidentes del Señor Jesús, al siervo que ‘no entendió e hizo cosas dignas de azotes’, no se le excusó a causa de su ignorancia, sino que fue ‘azotado’ o castigado (Lucas 12:48). Haremos bien en recordar que si hacemos de nuestro conocimiento y conciencia (tan miserablemente imperfectos) la medida de nuestra pecaminosidad, nos colocaremos en terreno muy peligroso. Un buen estudio del libro de Levítico nos puede ayudar mucho en este aspecto.
II – Causa y origen del pecado.
Mucho me temo que sobre este particular la manera de pensar de muchos cristianos es tristemente defectuosa y poco sólida; por eso no dejaré sin tratar este punto. Acordémonos siempre de que la pecaminosidad del hombre no viene de fuera, sino que brota del interior de su corazón. No es el resultado de una formación deficiente en la infancia; no se debe a las malas compañías y a los malos ejemplos, como muchos cristianos débiles con demasiada indulgencia conceden. ¡No! Es una enfermedad familiar que todos hemos heredado de nuestros primeros padres Adán y Eva, con la cual hemos nacido. Nuestros primeros padres fueron creados ‘a imagen de Dios’ y en estado de justicia e inocencia, pero cayeron de esta justicia original y se convirtieron en pecadores. Y desde aquel día, todo hombre y mujer que viene a este mundo nace con la imagen del Adán caído, y en consecuencia hereda un corazón y una naturaleza inclinada al mal. ‘El pecado entró en el mundo por un hombre’. ‘Lo que es nacido de la carne es enemistad contra Dios’. ‘Porque de dentro, del corazón de los hombres (como si fuera una fuente), salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones’ y cosas semejantes (Romanos 5:12; Juan 3:6; Efesios 2:3; Romanos 8:7; Marcos 7:21).
El más hermoso de los bebés que haya nacido este año, y que se ha convertido en el centro de los afectos y atenciones de la familia, no es, como favoritamente lo llama su madre, un ‘pequeño ángel’ o un ‘pequeño inocente’, sino un ‘pequeño pecador’. ¡Ah! Por mucho que sonría y se mueva en la cunita, pensad que en su corazón lleva las semillas de la iniquidad. Vigiladle estrechamente mientras crece en estatura y su mente se desarrolla, y pronto descubriréis en él una tendencia constante hacia aquello que es malo, y un alejamiento de todo aquello que es bueno. Descubriréis en él los brotes y los orígenes del engaño, de un temperamento malo, del egoísmo, de la voluntad propia, de la obstinación, de la avaricia, de la envidia, de los celos y de las pasiones que, de no ser reprimidas y controladas a tiempo, se desarrollarán con dolorosa rapidez. ¿Quién enseñó al niño estas cosas? ¿Dónde las aprendió? Sólo la Biblia puede dar respuesta a estas preguntas. De todas las tonterías que cualquier padre puede decir de sus hijos, la peor es aquella de que ‘en el fondo mi hijo tiene buen corazón’. ‘No es lo que debería ser, pero es que ha caído en malas manos. Las escuelas públicas son lugares malos... Los maestros descuidan a los niños y..... Pero aun con todo, en el fondo, tiene buen corazón’. Pero en realidad, la verdad es lo diametralmente opuesto a las afirmaciones del padre: la causa primera de todo pecado está en la corrupción natural del corazón del muchacho y no en la escuela o las compañías.
III – El alcance del pecado.
No nos equivoquemos en este particular. Veamos cuál es el testimonio de la Escritura con referencia a los límites del pecado. ‘Todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal’. ‘Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso’ (Génesis 6:5; Jeremías 17:9). La enfermedad del pecado corre por todas las partes de nuestra constitución moral y por todas las facultades de nuestro ser. Los afectos, las facultades intelectuales y la voluntad, están todas, más o menos, infectadas por la plaga del pecado. Incluso la conciencia es tan ciega que no constituye un guía seguro del cual podamos depender, y si no es iluminada por el Espíritu Santo, muy posiblemente nos llevará por un sendero equivocado. En resumen: ‘Desde la planta del pie hasta la cabeza, no hay en él cosa ilesa’ (Isaías 1:6). La enfermedad quizá esté encubierta bajo una delgada capa de cortesía, educación y decoro, pero se encuentra arraigada en lo profundo de nuestra naturaleza.
Admito plenamente que el hombre, aun después de la caída, posee grandes y nobles facultades, y que en las ciencias, en las artes y en la literatura da muestras de una capacidad maravillosa. Pero en lo que a las cosas espirituales concierne está totalmente ‘muerto’, y carece de u verdadero conocimiento, amor y temor natural de Dios. Lo mejor del hombre está tan mezclado con la corrupción, que el contraste aún pone más de relieve la verdad y alcance de la caída. Como resultado del pecado, en el hombre se dan grandes contrastes: en algunas cosas puede ascender a grandes alturas y en otras descender a un nivel muy bajo; en la concepción y realización de cosas materiales puede ser sublime, pero en sus afectos ruin y despreciable; puede diseñar y construir edificios como los de Karnak y Luxor en Egipto y el Partenón de Atenas, y sin embargo adorar a grotescas divinidades, a pájaros, animales, reptiles; es capaz de producir tragedias como las de Esquilo y Sófocles e historias como las de Tucídides, y sin embargo ser esclavo de vicios abominables, tales como los que se nos describen en el primer capítulo de la epístola a los Romanos. Este contraste constituye una gran dificultad para aquellos que se burlan de la Palabra de Dios y se ríen de nosotros como pobres ‘biblistas’. Sin embargo, nosotros, con la Biblia en la mano, podemos explicar el porqué de esta contradicción en el hombre. Reconocemos y podemos ver en el hombre las huellas y señales de lo que en un principio fue un templo majestuoso; un templo en el que Dios llegó a morar, pero que ahora, después de la caída, está completamente en ruinas. Una ventana rota aquí, una puerta y un pasillo aquí, todavía nos dan idea de la magnífica estructura original; pero con todo, se trata de un templo que ha perdido su gloria y que ahora permanece en ruinas. Nada puede explicar la presente condición del hombre a no ser la doctrina del pecado original y las consecuencias de la caída.
Recordemos, además, que cualquier parte y rincón del mundo nos ofrece testimonio de que el pecado es una enfermedad universal de la raza humana. Escudriñad el globo de este a oeste y de polo a polo, investigad cuidadosamente todas las clases sociales de nuestro país desde las más altas a las más humildes, y lo que descubriréis será siempre lo mismo. Las islas más remotas del Océano Pacífico (completamente separadas de Europa, Asia, África, y América, y habitadas por gente que ignora completamente o que sean los libros, el dinero, la pólvora, el vapor, y que no ha sido influenciada por los vicios de la civilización moderna), una vez fueron descubiertas, manifestaron que en ellas también reinaban las formas más bajas de la lujuria, la crueldad, la superchería y la superstición. Por ignorantes que hayan sido los moradores de estas islas, ¡siempre han sabido pecar! En todas partes el corazón humano es por naturaleza ‘engañoso más que todas las cosas, y perverso’ (Jeremías 17:9). El poder, alcance y universalidad del pecado, para mí constituyen la prueba más convincente de la inspiración del Génesis y la narración mosaica del origen el hombre. Una vez se acepta el hecho de que el género humano proviene de Adán y Eva, y de que éstos, tal como dice el Génesis, cayeron en el pecado, entonces se entiende y tiene explicación el estado y condición presente de la raza humana. Pero de negarse la narración del Génesis (como hacen tantas personas) se cae en dificultades insuperables. La prevalencia y universalidad de la depravación humana viene a ser para los incrédulos una dificultad que no pueden evadir ni explicar.
Una de las pruebas más evidentes del alcance y poder del pecado la constituye el hecho de que, aún después de la conversión, y cuando la persona ya ha venido a ser el objeto de la obra del Espíritu Santo, el pecado todavía persiste y hace mella en el creyente. Esto se expresa en el Artículo Noveno de nuestra confesión con aquellas palabras de que ‘la infección de la naturaleza por el pecado, permanece incluso en los que han sido regenerados’. Las raíces de la corrupción humana están tan profundamente arraigadas aún después de haber sido el creyente regenerado, lavado, santificado, justificado y hecho miembro vivo de Cristo que, al igual que la lepra en el cuerpo, el creyente no podrá verse completamente libre de estas raíces hasta que el tabernáculo terrestre se haya deshecho.
Cierto es que en el creyente el pecado ‘ya no tiene más dominio’ sino que gracias al principio liberador de la gracia, es reprimido, controlado, mortificado y crucificado. La vida del creyente es una vida de victoria y no de derrota. Sin embargo, las luchas que tienen lugar en su interior, la vigilancia tan estrecha que debe ejercitar en todo momento sobre su íntima personalidad, la contienda entre la carne y el espíritu, los ‘gemidos’ interiores que sólo el creyente conoce, todo, todo esto evidencia la misma gran verdad: el enorme poder y vitalidad del pecado. En verdad debe ser poderoso cuando, aún después de haber sido crucificado, ¡todavía está vivo! Bienaventurado el creyente que ha entendido esto y se goza en el Señor Jesús, pero que no tiene confianza en la carne; y mientras dice, ‘Gracias a Dios que nos da la victoria¡, nunca se olvida de velar y orar para no caer en la tentación.
IV – La culpabilidad y carácter vil y ofensivo del pecado.
Sobre este punto mis palabras serán pocas y breves. No creo que desde un plano natural y como criaturas podamos darnos verdadera cuenta de la tremenda pecaminosidad que a los ojos de Dios, santo y perfecto, tiene el pecado. Por otra parte, Dios es aquel Ser eterno ‘que nota necedad en sus ángeles’, y en cuyos ojos ni aun ‘los cielos son limpios’ (Job 4:18; 15:15). Dios lee los pensamientos, los sentimientos y las acciones, y ‘ama la verdad en lo íntimo’ (Salmo 51:6). Por otra parte, nosotros no somos más que pobres criaturas ciegas nacidas en pecado, que hoy estamos aquí y mañana retornamos al polvo; nuestra morada está entre pecadores y nuestra atmósfera es de maldad, enfermedad e imperfecciones. De ahí que no seamos capaces de formarnos un concepto correcto del carácter vil y terrible del pecado; pues no podemos sondear sus profundidades, ni tenemos vara para medirlo.
El ciego no puede apreciar diferencia alguna entre las obras maestras de Ticiano o Rafael y la cabeza de la reina de Inglaterra pintada en una pancarta del pueblo. El sordo no puede distinguir entre el silbido de un pito de niño y el sonido de un órgano de catedral. La hediondez que nosotros notamos en ciertos animales está bien lejos de ser percibida por éstos. Y el hombre, el hombre caído, no puede hacerse una idea justa de lo abominable que es el pecado a los ojos de Dios, de este Dios tan santo cuya obra es tan perfecta ya sea mirándola a través de un telescopio, a simple vista o por medio de un microscopio; perfecta en la creación de un planeta tan enorme como Júpiter y que guarda un tiempo matemático en sus vueltas alrededor del sol; perfecta en la creación de más pequeño insecto que se arrastra sobre un pedazo de tierra menor que una huella de pie.
No nos olvidemos nunca de que el pecado ‘es aquella cosa tan abominable que Dios aborrece’, que Dios es ‘muy limpio de ojos para ver el mal y que no puede ver el agravio’, que la más insignificante transgresión de la ley de Dios nos ‘hace culpables de todos los mandamientos’, que ‘el alma que pecare morirá’, que Dios ‘juzgará los secretos del hombre’, que ‘la paga del pecado es muerte’, que hay un lugar ‘donde el gusano no muere y el fuego nunca se apaga’, que ‘los malos serán trasladados al infierno’ e ‘irán a la condenación eterna’ y que no entrará en el cielo ‘ninguna cosa sucia’ (Jeremías 44:4; Habacuc 1:13; Santiago 2:10; Ezequiel 18:4; Romanos 2:16; Romanos 6:23; Marcos 9:44; Salmo 9:17; Mateo 25:46; Apocalipsis 21:27). Estas palabras son en verdad terribles, y más aún si pensamos que se hallan escritas en el Libro de un dios de misericordia.
La cruz, pasión y obra redentora de nuestro Señor Jesucristo, constituyen la prueba más abrumadora e irrefutable de la universalidad y profundidad del pecado. ¡Qué terrible y negra debía ser la culpa del pecado, cuando nada, a no ser la sangre de Cristo, podía hacer satisfacción por ella! Pesada había de ser la carga del pecado humano cuando hizo que Jesús derramara sudor de sangre en la agonía de Getsemaní, y clamara en el Gólgota: ‘Dios mío, ¿por qué me has desamparado?’ (Mateo 27:46). Lo que más nos pasmará en el despertar del día de la resurrección, será la clara visión que tendremos del pecado, y de nuestras faltas y defectos. Hasta entonces no llegaremos a tener una visión completa de la ‘pecaminosidad del pecado’. Bien podía Whitefield decir: ‘La antífona del cielo será: ¡Lo que Dios ha obrado!’.
V – El carácter engañoso del pecado.
Este punto es de gran importancia, y mucho me tomo que no se le de la que merece. Podemos ver este carácter engañoso del pecado en la sorprendente inclinación que muestra el hombre a darle una importancia muy inferior a la que en realidad tiene delante de Dios, y a la prontitud con que atenúa, excusa y minimiza la culpabilidad del mismo. ‘Dios es misericordioso’, se nos dice, ‘se trata de un pequeño pecado’. ‘¡Dios no es tan estricto como para culparnos de lo que hacemos por equivocación! Nuestras intenciones, a pesar de todo, ¡son buenas! ¡No se puede ser tan escrupuloso! ¿Dónde está el mal? ¡A fin de cuentas hacemos lo que hace la demás gente!’.
¿A quién no le es familiar esta manera de hablar? Con estas frases el hombre trata de allanar y suavizar lo que Dios ha designado como perverso y ruinoso para el alma. Con aquello de que una persona es ‘pronta’, ‘achispada’, ‘alocada’, ‘inconsciente’, ‘irreflexiva’, ‘sin ataduras’, etcétera, la gente se engaña a sí misma con la creencia de que el pecado no es tan ‘pecante’ como Dios dice, y que no son tan malos como en realidad son. Esto puede apreciarse incluso en la tendencia de padres creyentes a permitir que sus hijos hagan ciertas cosas que son muy cuestionables. ¡Qué poco nos damos cuenta de la astucia del pecado! Somos demasiado propensos a olvidar que la tentación al pecado raramente se presentará a nosotros en sus colores verdaderos, y diciéndonos: ‘Yo soy vuestro enemigo mortal y deseo vuestra ruina eterna en el infierno’ ¡Oh, no! La tentación se acerca a nosotros como Judas, con un beso; y como Joab, con mano amiga y palabras aduladoras. El fruto prohibido tenía una apariencia buena y deseable a los ojos de Eva, pero fue la causa de que nuestros primeros padres fueran arrojados del Edén. Aquel paseo ocioso por la terraza del palacio parecía muy inocente a David, y sin embargo terminó en adulterio y homicidio. En sus principios, el pecado raramente parece pecado. Velemos y oremos, no sea que caigamos en tentación. Podemos dar nombres suaves a la maldad pero no podemos alterar con ello su naturaleza y carácter perverso delante de dios. Acordémonos de las palabras del apóstol Pablo: ‘Exhortaos los unos a los otros cada día, para que ninguno de vosotros se endurezca con engaño de pecado’ (Hebreos 3:13).
Y antes de proseguir adelante en el estudio del tema, deseo brevemente mencionaros dos pensamientos que con irresistible fuerza se abren paso en mi mente, El primero es éste: Lo dicho sobre el pecado es motivo más que sobrado para una profunda humillación por nuestra parte. Parémonos delante de la imagen que del pecado nos presenta la Biblia, y démonos cuenta de cuán viles, depravados y culpables somos delante de Dios. ¡Cuán necesario es que en nosotros tenga lugar aquel cambio total y completo de corazón que se llama regeneración, nuevo nacimiento o conversión! ¡Qué masa de imperfección y enfermedad se pega aún a los mejores de nosotros y en lo mejor de nosotros! ¡Cuán solemne es el pensamiento de que ‘sin santidad nadie verá al Señor’ (Hebreos 12:14). Al pensar en nuestros pecados de comisión y de omisión, ¡qué motivos tenemos para clamar cada noche con el publicano: ‘Señor, sé propicio a mí, pecador’ (Lucas 18:13). Cuán apropiadas son aquellas palabras del Ritual de nuestra Iglesia: ‘El recuerdo de nuestras ofensas nos es doloroso; nos resulta una carga insoportable. Ten misericordia de nosotros, Padre de misericordia; por amor de tu Hijo nuestro Señor Jesucristo, perdónanos todo lo pasado’. El hombre más santo, en su propia estimación es un miserable pecador, y hasta el último momento de su existencia será un deudor de la misericordia y de la gracia.
Con todo mi corazón me identifico con las palabras de Hooker, que cito a continuación: ‘Examinemos aún las cosas mejores y más santas de nuestra vida espiritual; por ejemplo: la oración. Es en la oración cuando nuestros sentimientos hacia Dios más se conmueven; sin embargo, aun mientras oramos, ¡cuán a menudo nuestros afectos se distraen! ¡Qué poca reverencia mostramos hacia la sublime majestad del Dios con quien hablamos! ¡Qué poco remordimiento por nuestras propias miserias! ¡Qué poco gustamos de la dulce influencia de sus tiernas misericordias! ¿No es cierto que muchas veces no tenemos deseos de orar? Parece como si Dios, al decirnos ‘Clama a mí’, nos hubiera impuesto una labor pesada. Lo que digo quizá pueda parecer un poso extremado, pero permitid que vuestro corazón haga recto examen de todo esto, y veréis que es así. Sabéis que Dios dijo a Abraham que si encontraba cincuenta, cuarenta, veinte o aunque sólo fueran diez personas justas, por amor a las tales no destruiría la ciudad de Sodoma. Imaginad que ahora Dios viene a nosotros con una propuesta distinta: la de que escudriñemos a todas las generaciones desde la caída de nuestro padre Adán hasta nuestro día en busca de alguna persona que pueda haber realizado una obra que ante los ojos de Dios sea pura y sin sombra alguna de pecado, y que por amor a esta obra inmaculada Dios estaría dispuesto a librar a los hombres y a los ángeles caídos de la condenación. ¿Creéis que esta obra, este rescate, podría hallarse entre todos los hijos de los hombres? ¡No! Aún en lo más perfecto que pueda haber en nosotros hay mucho que necesita perdón’.
Estoy persuadido de que cuanta más luz se tiene, más se llega a ver la pecaminosidad del corazón; de ahí que cuanto más cerca esté el creyente del cielo más debe revestirse de humildad. Si estudiáramos las biografías de los santos más eminentes, como Bradford, Rutherford y McCheyne, nos daríamos cuenta de que ellos han sido también los hombres más humildes.
En segundo lugar deseo que mis lectores se den cuenta de cuán agradecidos deberíamos estar por el glorioso Evangelio de la gracia de Dios. Existe un remedio para las necesidades del hombre que es tan ancho y profundo, como para cubrir su enfermedad. No debemos, pues, tener miedo de mirar al pecado y estudiar su naturaleza, origen, poder, alcance y carácter engañoso si al mismo tiempo miramos a la medicina todopoderosa que en la persona y obra de Cristo tenemos a nuestro alcance. Aunque el pecado abundó, la gracia ha sobreabundado. En la obra que Él hizo muriendo por nuestros pecados y resucitando para nuestra justificación, en los oficios que Él desempeña como Sacerdote, Sustituto, Médico, Pastor y Abogado, en la preciosa sangre que derramó y que nos puede limpiar de todo pecado, en la justicia eterna que Él adquirió, en la intercesión continua que como representante nuestro ejerce a la diestra de Dios, en su poder para salvar al peor de los pecadores y su buena disposición para recibir y perdonar al más inicuo, en la gracia que el Espíritu Santo implanta en los corazones de los creyentes, renovándolos y santificándolos y haciendo que las cosas viejas pasen y que todas sean hechas nuevas, en todo ese, ¡y qué resumen más breve hemos hecho!, en todo eso, digo, se descubre una medicina completa y perfecta para la horrible enfermedad del pecado. Por terrible y espantosa que resulte la visión correcta del pecado, no hay motivo para desmayar ni desesperar; ¡Miremos a Cristo! No es de extrañar que el gran siervo de Dios, Flavel, termina cada capítulo de su admirable obra ‘La Fuente de la Vida’ con aquellas conmovedoras palabras: ‘Bendito sea Dios por Jesucristo’.
En lo que llevamos dicho, no he hecho más que estudiar la superficie del tema, y es que la amplitud del mismo escapa a los horizontes de este escrito. Quien desee profundizar más sobre el mismo, tendrá que acudir a los estudios completos y exhaustivos de los maestros de la teología experimental, tales como Owen, Burgess, Manton, Charnock y otros gigantes de la escuela puritana. En temas como el que nos ocupa ningún escritos puede compararse con los puritanos. Ahora sólo me resta establecer unas conclusiones prácticas que de la doctrina del pecado podemos inferir.
a. El concepto bíblico de pecado es uno de los mejores antídotos contra la oscura, vaga y nebulosa teología de nuestro tiempo. La base doctrinas del cristianismo mayoritario de nuestro tiempo, si bien no podemos decir que no sea evangélica, tenemos motivos suficientes para sospechar que no da el peso, no llega a los 1000 gramos el kilo. Es un cristianismo en el que, sin duda alguna, ‘hay algo de Cristo, algo de gracia, algo sobre la fe, algo sobre el arrepentimiento y algo sobre la santidad’, pero no es la cosa verdadera tal como se encuentra en la Biblia. Todo se encuentra fuera de lugar y fuera de proporción. En una mezcla doctrinal confusa, que ni puede influenciar la conducta diaria, ni brindar consuelo en la vida, ni dar paz en la hora de la muerte; y los que la profesan se dan cuenta de ello cuando es demasiado tarde. La mejor manera de subsanar un cristianismo endeble, es predicar y llevar a primer plano la vieja doctrina bíblica de la pecaminosidad del pecado. La gente no volverá sus rostros hacia el cielo, hasta que no llegue a experimentar la realidad del pecado y el peligro del infierno. Esforcémonos para predicar en todas partes esta olvidada doctrina del pecado. No olvidemos que ‘la ley es buena, si alguno usa de ella legítimamente’ y que ‘por la ley viene el conocimiento del pecado’ (1ª Timoteo 1:8; Romanos 3:20; 7:17). Confrontemos a la gente con la ley. Expongamos los Diez Mandamientos y golpeemos las conciencias con la amplitud, profundidad y altura de sus requerimientos. Esto fue lo que hizo el Señor Jesús en el Sermón del Monte; y lo mejor que nosotros podemos hacer es imitarle. La gente nunca acudirá verdaderamente a Jesús, permanecerá con Jesús y vivirá con Jesús, a menos que vea su necesidad y sepa por qué ha de acudir. Las almas que verdaderamente acuden a Jesús, son aquellas a las que el Espíritu Santo ha dado convicción de pecado. Sin una convicción genuina de pecado los hombres podrán actual como si en verdad siguieran a Jesús, pero tarde o temprano volverán al mundo.
El concepto bíblico del pecado es uno de los mejores antídotos contra la teología liberal y modernista tan en boga en nuestros días. La tendencia del pensamiento moderno es la de rechazar credos, dogmas y cualquier encasillamiento doctrinal. Se considera como principio sabio y sublime el no condenar ninguna opinión, y considerar a los inteligentes y sinceros maestros de la época como dignos de ser oídos y respetados, pese a la heterogeneidad de su pensamiento y a los efectos destructivos de sus sistemas. En pocas palabras: según el sentir de hoy en día todo el mundo tiene razón y nadie está equivocado. ¡Todo es verdad y nada es mentira! ¡Todo el mundo se salvará, y nadie se perderá! La obra de la Redención y de la Sustitución, la personalidad del diablo, el elemento sobrenatural y milagroso de la Escritura, la realidad y eternidad del castigo futuro, todas estas grandes y enormes piedras fundamentales son serenamente arrojadas por la borda, como si fueran maderas, para aligerar el barco del cristianismo y poder así navegar a compás con el barco de la ciencia. Y si alguien se atreve a alzar su voz en contra de estas innovaciones, enseguida se le tildará de ignorante, atrasado, y de fósil teológico. Si citamos la Biblia se nos dirá que ‘toda la verdad no se contiene en las páginas de este viejo libro judío, y que la investigación actual ha encontrado y descubierto muchas cosas desde que el Libro se terminó’. Para contrarrestar esta plaga moderna no hay mejor método que el de predicar claramente la naturaleza, realidad, engaño, poder y culpa del pecado. Debemos atacar las conciencias de estos hombres de ‘ideas tan amplias’, con nociones claras sobre el pecado. Debemos pedirles que con la mano sobre el corazón, nos digan si sus opiniones favoritas les son de consuelo en los días de enfermedad, en la hora de la muerte, o junto al lecho de muerte de sus padres, o junto a la sepultura de la esposa amada o el hijo querido. Debemos preguntarles si una vaga ‘buena fe’, sin contenido doctrinal definido, puede darles paz en tales circunstancias. Debemos preguntarles si de vez en cuando no sienten como un corroer interior, y si en verdad toda esta investigación, filosofía y ciencia del mundo, les llega a satisfacer. Y hemos de explicarles que este algo que corroe, es un sentimiento de pecado y culpabilidad que ellos tratan de acallar e ignorar. Sobre todas las cosas debemos decirles que sólo una sincera sumisión a las viejas doctrinas de la caída y ruina del hombre y de la rendición a Cristo, pueden proporcionar verdadero descanso.
El concepto bíblico del pecado es uno de los mejores antídotos contra un cristianismo ritualista. Puedo comprender bien que para un alma que no ha sido iluminada por el Espíritu, una liturgia florida y un ritualismo elaborado tengan un gran atractivo. Pero me resisto a creer que una vez la conciencia ha sido despertada y vivificada, un culto ritualista pueda satisfacerle plenamente. Mientras no tenga hambre, con fastuosos juguetes y sonajeros podremos acallar al bebé, pero tan pronto como sienta los imperiosos deseos que reclaman satisfacción, nada lo calmará a no ser la comida. Y así sucede con el hombre en lo que concierne a su alma. La música, las flores, los cirios, el incienso, etc. Podrán complacer el alma bajo ciertas condiciones, pero una vez esta alma ‘se levanta de los muertos’ ya no se contentará con estas cosas; las considerará como bagatelas y pérdida de tiempo. Cuando un pecador ve su pecado lo único que desea ver es al Salvador. Experimenta sobre sí los efectos de una enfermedad terrible, y sólo el gran Médico puede curar sus dolencias. Tiene hambre y sed, y desea el agua de vida y el pan de vida. No tendríamos tanto romanismo en nuestro país si en los últimos veinticinco años la doctrina de la pecaminosidad del pecado hubiera sido predicada.
El concepto bíblico del pecado es uno de los mejores antídotos contra las teorías forzadas que sobre la perfección y santificación cristiana prevalecen en nuestro tiempo. No me extenderé mucho sobre este punto, y confío que lo poco que diga no ofenda a nadie. Estoy de acuerdo con aquellos que buscan la perfección en el uso diligente y constante de los medios de gracia y en el progresivo desarrollo de las gracias del carácter cristiano. Pero si se nos dice que en este mundo el creyente puede conseguir un estado libre del pecado, y que puede vivir años y años en una ininterrumpida comunión con Dios y por largos meses puede no tener no un solo pensamiento malo, con toda honestidad debe decir que tal creencia me parece totalmente desprovista de base bíblica. Y aún diré más: tal creencia es muy peligrosa para el que la tiene, y redundará en perjuicio propio y de aquellos qe sinceramente buscan su salvación.
No encuentro en la Biblia esta noción de que mientras estamos en la carne podamos alcanzar tal perfección. Creo que las palabras del Artículo Quince de nuestra confesión son estrictamente verdaderas: ‘Sólo Cristo fue sin pecado y todos nosotros, aunque bautizados y nacidos de nuevo en Cristo, ofendemos en muchas cosas; y si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros’. Aún en nuestra mejores obras hay imperfección; no amamos a Dios como deberíamos, es decir, con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas; no tememos a Dios como deberíamos; nuestras oraciones están manchadas de imperfección. Damos, perdonamos, creemos, vivimos y esperamos, pero de una manera imperfecta; luchamos contra el diablo, el mundo y la carne de una manera imperfecta. No nos avergoncemos, pues, de confesar nuestro estado de imperfección. Repito de nuevo lo que ya he dicho: el mejor antídoto en contra de esta ilusión vana de perfeccionamiento que nubla algunas mentes, es el que se deriva de una noción clara y profunda de la naturaleza, pecaminosidad y engaño del pecado.
En último lugar, el concepto bíblico del pecado viene a ser un antídoto admirable contra el concepto tan pobre que hoy en día se tiene de la santidad personal. Ya sé que este tema es muy delicado y doloroso, pero no por ello lo pasaré por alto. Ya desde hace tiempo, mi triste convicción es de que la regla de vida diaria ha ido descendiendo y va empobreciéndose cada vez más entre los que profesan ser creyentes. Mucho me temo que aquella caridad a la semejanza de Cristo, aquella amabilidad y buen temperamento, aquel desinterés y mansedumbre, aquel celo y deseo de hacer el bien, aquella consagración y separación del mundo, que eran tan apreciadas por nuestros antepasados, en nuestro tiempo, no tienen la estima que deberían tener.
No pretendo desarrollar exhaustivamente las causas que han ocasionado este estado de cosas, sino que haré algunas conjeturas para la consideración del lector. Quizá se deba a que cierta profesión de fe religiosa se ha puesto tan de moda y fácil, que las corrientes que eran estrechas y profundas ahora se han ensanchado y perdido profundidad; lo que se ha ganado en apariencia externa, se ha perdido en calidad. Quizá se deba a la prosperidad material registrada en los últimos veinte años y que ha introducido en el cristianismo una plaga mundana de indulgencia propia y ‘amor a la buena vida’. Lo que antes eran lujos, ahora son necesidades; la abnegación y el espíritu de sacrificio ahora casi se desconocen. Quizá la gran controversia religiosa de nuestro tiempo haya secado la vida espiritual de muchos. A menudo nos hemos contentado con mostrar celo por la pureza doctrinal del Evangelio y hemos descuidado las sobrias realidades de una vida de piedad. Sean cuales sean las causas, los resultados permanecen: el nivel de santidad personal del creyente ha bajado, y ¡el Espíritu Santo está siendo contristado! Todo esto requiere, por nuestra parte, una sincera y profunda humillación y un examen de corazón.
El remedio para todo este estado de cosas hay que buscarlo en una comprensión clara y bíblica de la pecaminosidad del pecado. No es necesario ir a Egipto o adoptar prácticas semi-romanas para reavivar nuestra vida espiritual. No hay necesidad de que instauremos de nuevo el confesionario o volvamos al monasticismo y al ascetismo. ¡Nada de eso! Debemos, simplemente, arrepentirnos y hacer nuestras primeras obras; debemos acudir de nuevo a las ‘sendas antiguas’. Debemos arrodillarnos humildemente en la presencia de dios, y mirar de frente a lo que el Señor Jesús llama pecado y a lo que el Señor Jesús llama ‘hacer su voluntad’. Démonos entonces cuenta de que es terriblemente posible vivir una vida despreocupada, fácil y medio mundana, y mantener, al mismo tiempo, principios evangélicos y considerarnos evangélicos. Una vez nos hayamos percatado de que el pecado es abominable, que mora en nosotros de una manera muy intensa y que se adhiere a nosotros más de lo que llegamos a suponer, seremos llevados a confiar, creer y permanecer más cerca de Cristo. Una vez cerca de Cristo, beberemos más profundamente de Su plenitud, y aprenderemos de una manera más real a ‘vivir la vida de fe’ tal como hizo San Pablo. Una vez hayamos sido enseñados a vivir la vida de la fe en Cristo, morando en Él, llevaremos más fruto y estaremos más fortalecidos para el desempeño de nuestras obligaciones, seremos más pacientes en la tribulación, ejerceremos más vigilancia sobre nuestros pobres y débiles corazones y nos transformaremos más a la semejanza de nuestro Maestro. En la misma proporción en que apreciemos lo que Cristo ha hecho por nosotros, nos esforzaremos en vivir y trabajar para Él. Siendo mucho lo que sintamos haber sido perdonados, mucho le amaremos. En resumen y como dice el apóstol: ‘mirando a cara descubierta como en u espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma semejanza, como por el Espíritu del Señor’ (2ª Corintios 3:18).
A simple vista parece experimentarse en nuestro tiempo un creciente deseo de santidad. Las conferencias para promover una vida de santidad son muy comunes y frecuentes. El tema de la ‘vida espiritual’ es el de muchos congresos y el de muchas reuniones y ha despertado interés general en nuestra nación. De ello deberíamos alegrarnos. Todo movimiento que, basado en sanos principios, tenga como meta profundizar las raíces de nuestra vida espiritual y aumentar la santidad personal, vendrá a ser una verdadera bendición para nuestras iglesias, hará mucho para reunir a los cristianos y salvar las tristes divisiones entre los creyentes. Puede traernos un derramamiento fresco de la gracia del Espíritu y venir a ser vida para los muertos. Pero tal como dije al principiar este escrito, si queremos edificar alto, primero debemos cavar hondo; y estoy convencido de que el primer paso para conseguir una santidad de vida más elevada consiste en darse cuenta de la terrible pecaminosidad del pecado.
Autor: J. C. Ryle (1816 – 1900)
Obra: Perlas Cristianas
Editada por: The Banner of Truth
Es evidente, y bíblico al mismo tiempo, que el conocimiento del pecado constituye la raíz misma de la fe cristiana. Sin él, doctrinas tales como la justificación, la conversión, la santificación, no son más que meras palabras que no aportan conocimiento alguno a la mente. Cuando dios se propone hacer una nueva criatura en Cristo, lo que primeramente hace es enviar luz al corazón del pecador, a fin de que éste puede ver su estado de culpabilidad. La creación material del Génesis empezó con luz, y con luz empieza también la creación espiritual. Por la obra del Espíritu Santo, Dios brilla en nuestros corazones, y es así como la vida espiritual empieza (2ª Corintios 4:6). Gran parte de los errores, herejías y doctrinas falsas tan comunes en nuestro tiempo, se originan y tienen su causa en ideas poco claras y poco profundas sobre el pecado. Si una persona no se ha dado cuenta de la peligrosa naturaleza de la enfermedad de su alma, no nos extrañe que se contente con remedios falsos o imperfectos. Una de las necesidades más imperiosas de nuestro siglo ha sido, y es, la de una enseñanza más clara y completa de lo que es el pecado.
I – Definición de pecado.
Todos estamos familiarizados con los términos ‘pecado’ y ‘pecadores’. Con frecuencia hablamos del ‘pecado’ en el mundo, y de personas cometiendo ‘pecados’. Pero ¿qué es lo que queremos decir cuando usamos estos términos y estas frases? ¿Comprendemos lo que decimos? Mucho me temo que sobre este tema reina mucha confusión y mucha oscuridad. De una manera tan breve como pueda trataré de definir lo que es el pecado.
Como se declara en una de nuestros artículos doctrinales, el pecado ‘es la culpa y corrupción de la naturaleza de cada hombre que desciende de Adán; y por la cual el hombre está muy lejos de la justicia original, y por propia naturaleza está inclinado al mal; de manera que la carne codicia continuamente contra el espíritu; por consiguiente, y en toda persona nacida en este mundo, el pecado merece la ira y condenación de Dios’. El pecado es, pues, aquel mal tan común y universal que aflige a toda la raza humana, sin distinción de rango, clase, nombre, nación, pueblo o lengua; es un mal del que sólo se libró un hombre: el Señor Jesús.
Además, y de una manera más particular, el pecado consiste en hacer, decir, pensar o imaginar, cualquier cosa que no está en perfecta conformidad con la ley y mente de Dios. Como dice la Escritura: ‘El pecado es la transgresión de la ley’. El más insignificante alejamiento (externo o interno) por nuestra parte de la voluntad revelada de Dios, constituye pecado y nos hace, por consiguiente, culpables delante de Dios.
A los que con atención leen la Biblia no es necesario que les diga que aunque una persona no cometa abierta y externamente un acto malo, en su corazón y en su mente puede haber traspasado la ley de Dios. En el Sermón del Monte el Señor Jesús estableció, sin dar lugar a dudas, esta posibilidad (Mateo 5:21-28). Con gran acierto ha dicho uno de nuestros poetas: ‘Un hombre puede sonreír y sonreír, y aún así ser un villano’.
Tampoco es necesario que haga observar al estudiante diligente del Nuevo Testamento, que hay no sólo pecados de comisión, sino también pecados de omisión; y que a menudo pecamos por ‘haber hecho las cosas que no debíamos haber hecho’, como pecamos también por ‘no haber hecho las cosas que debíamos haber hecho’. Esto bien claramente se prueba por aquellas palabras del Maestro que encontramos en el evangelio según San Mateo: ‘Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno; porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber’ (Mateo 25:41-42). Profunda y acertada fue la confesión de aquel santo hombre, el arzobispo Usher, antes de morir: ‘Señor, perdona todos mis pecados, y de una manera muy especial, mis pecados de omisión’.
Pero particularmente en los tiempos en que vivimos, creo que es necesario recordar a mis lectores que una persona puede cometer pecado, y aunque sea tan ignorante del mismo que se imagine inocente, no por ello deja de ser culpable. No puedo encontrar la sanción bíblica a la aserción moderna de que ‘el pecado no es pecado, a menos que seamos conscientes del mismo’. La Palabra de Dios nos enseña todo lo contrario; en los capítulos 4 y5 del libro del Levítico (por cierto tan descuidado) y en el 15 de Números, encontramos que de una manera clara se enseña a Israel que había pecados de ignorancia que dejaban al pueblo en una condición impura y un necesidad de sacrificios expiatorios. Y según las palabras tan evidentes del Señor Jesús, al siervo que ‘no entendió e hizo cosas dignas de azotes’, no se le excusó a causa de su ignorancia, sino que fue ‘azotado’ o castigado (Lucas 12:48). Haremos bien en recordar que si hacemos de nuestro conocimiento y conciencia (tan miserablemente imperfectos) la medida de nuestra pecaminosidad, nos colocaremos en terreno muy peligroso. Un buen estudio del libro de Levítico nos puede ayudar mucho en este aspecto.
II – Causa y origen del pecado.
Mucho me temo que sobre este particular la manera de pensar de muchos cristianos es tristemente defectuosa y poco sólida; por eso no dejaré sin tratar este punto. Acordémonos siempre de que la pecaminosidad del hombre no viene de fuera, sino que brota del interior de su corazón. No es el resultado de una formación deficiente en la infancia; no se debe a las malas compañías y a los malos ejemplos, como muchos cristianos débiles con demasiada indulgencia conceden. ¡No! Es una enfermedad familiar que todos hemos heredado de nuestros primeros padres Adán y Eva, con la cual hemos nacido. Nuestros primeros padres fueron creados ‘a imagen de Dios’ y en estado de justicia e inocencia, pero cayeron de esta justicia original y se convirtieron en pecadores. Y desde aquel día, todo hombre y mujer que viene a este mundo nace con la imagen del Adán caído, y en consecuencia hereda un corazón y una naturaleza inclinada al mal. ‘El pecado entró en el mundo por un hombre’. ‘Lo que es nacido de la carne es enemistad contra Dios’. ‘Porque de dentro, del corazón de los hombres (como si fuera una fuente), salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones’ y cosas semejantes (Romanos 5:12; Juan 3:6; Efesios 2:3; Romanos 8:7; Marcos 7:21).
El más hermoso de los bebés que haya nacido este año, y que se ha convertido en el centro de los afectos y atenciones de la familia, no es, como favoritamente lo llama su madre, un ‘pequeño ángel’ o un ‘pequeño inocente’, sino un ‘pequeño pecador’. ¡Ah! Por mucho que sonría y se mueva en la cunita, pensad que en su corazón lleva las semillas de la iniquidad. Vigiladle estrechamente mientras crece en estatura y su mente se desarrolla, y pronto descubriréis en él una tendencia constante hacia aquello que es malo, y un alejamiento de todo aquello que es bueno. Descubriréis en él los brotes y los orígenes del engaño, de un temperamento malo, del egoísmo, de la voluntad propia, de la obstinación, de la avaricia, de la envidia, de los celos y de las pasiones que, de no ser reprimidas y controladas a tiempo, se desarrollarán con dolorosa rapidez. ¿Quién enseñó al niño estas cosas? ¿Dónde las aprendió? Sólo la Biblia puede dar respuesta a estas preguntas. De todas las tonterías que cualquier padre puede decir de sus hijos, la peor es aquella de que ‘en el fondo mi hijo tiene buen corazón’. ‘No es lo que debería ser, pero es que ha caído en malas manos. Las escuelas públicas son lugares malos... Los maestros descuidan a los niños y..... Pero aun con todo, en el fondo, tiene buen corazón’. Pero en realidad, la verdad es lo diametralmente opuesto a las afirmaciones del padre: la causa primera de todo pecado está en la corrupción natural del corazón del muchacho y no en la escuela o las compañías.
III – El alcance del pecado.
No nos equivoquemos en este particular. Veamos cuál es el testimonio de la Escritura con referencia a los límites del pecado. ‘Todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal’. ‘Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso’ (Génesis 6:5; Jeremías 17:9). La enfermedad del pecado corre por todas las partes de nuestra constitución moral y por todas las facultades de nuestro ser. Los afectos, las facultades intelectuales y la voluntad, están todas, más o menos, infectadas por la plaga del pecado. Incluso la conciencia es tan ciega que no constituye un guía seguro del cual podamos depender, y si no es iluminada por el Espíritu Santo, muy posiblemente nos llevará por un sendero equivocado. En resumen: ‘Desde la planta del pie hasta la cabeza, no hay en él cosa ilesa’ (Isaías 1:6). La enfermedad quizá esté encubierta bajo una delgada capa de cortesía, educación y decoro, pero se encuentra arraigada en lo profundo de nuestra naturaleza.
Admito plenamente que el hombre, aun después de la caída, posee grandes y nobles facultades, y que en las ciencias, en las artes y en la literatura da muestras de una capacidad maravillosa. Pero en lo que a las cosas espirituales concierne está totalmente ‘muerto’, y carece de u verdadero conocimiento, amor y temor natural de Dios. Lo mejor del hombre está tan mezclado con la corrupción, que el contraste aún pone más de relieve la verdad y alcance de la caída. Como resultado del pecado, en el hombre se dan grandes contrastes: en algunas cosas puede ascender a grandes alturas y en otras descender a un nivel muy bajo; en la concepción y realización de cosas materiales puede ser sublime, pero en sus afectos ruin y despreciable; puede diseñar y construir edificios como los de Karnak y Luxor en Egipto y el Partenón de Atenas, y sin embargo adorar a grotescas divinidades, a pájaros, animales, reptiles; es capaz de producir tragedias como las de Esquilo y Sófocles e historias como las de Tucídides, y sin embargo ser esclavo de vicios abominables, tales como los que se nos describen en el primer capítulo de la epístola a los Romanos. Este contraste constituye una gran dificultad para aquellos que se burlan de la Palabra de Dios y se ríen de nosotros como pobres ‘biblistas’. Sin embargo, nosotros, con la Biblia en la mano, podemos explicar el porqué de esta contradicción en el hombre. Reconocemos y podemos ver en el hombre las huellas y señales de lo que en un principio fue un templo majestuoso; un templo en el que Dios llegó a morar, pero que ahora, después de la caída, está completamente en ruinas. Una ventana rota aquí, una puerta y un pasillo aquí, todavía nos dan idea de la magnífica estructura original; pero con todo, se trata de un templo que ha perdido su gloria y que ahora permanece en ruinas. Nada puede explicar la presente condición del hombre a no ser la doctrina del pecado original y las consecuencias de la caída.
Recordemos, además, que cualquier parte y rincón del mundo nos ofrece testimonio de que el pecado es una enfermedad universal de la raza humana. Escudriñad el globo de este a oeste y de polo a polo, investigad cuidadosamente todas las clases sociales de nuestro país desde las más altas a las más humildes, y lo que descubriréis será siempre lo mismo. Las islas más remotas del Océano Pacífico (completamente separadas de Europa, Asia, África, y América, y habitadas por gente que ignora completamente o que sean los libros, el dinero, la pólvora, el vapor, y que no ha sido influenciada por los vicios de la civilización moderna), una vez fueron descubiertas, manifestaron que en ellas también reinaban las formas más bajas de la lujuria, la crueldad, la superchería y la superstición. Por ignorantes que hayan sido los moradores de estas islas, ¡siempre han sabido pecar! En todas partes el corazón humano es por naturaleza ‘engañoso más que todas las cosas, y perverso’ (Jeremías 17:9). El poder, alcance y universalidad del pecado, para mí constituyen la prueba más convincente de la inspiración del Génesis y la narración mosaica del origen el hombre. Una vez se acepta el hecho de que el género humano proviene de Adán y Eva, y de que éstos, tal como dice el Génesis, cayeron en el pecado, entonces se entiende y tiene explicación el estado y condición presente de la raza humana. Pero de negarse la narración del Génesis (como hacen tantas personas) se cae en dificultades insuperables. La prevalencia y universalidad de la depravación humana viene a ser para los incrédulos una dificultad que no pueden evadir ni explicar.
Una de las pruebas más evidentes del alcance y poder del pecado la constituye el hecho de que, aún después de la conversión, y cuando la persona ya ha venido a ser el objeto de la obra del Espíritu Santo, el pecado todavía persiste y hace mella en el creyente. Esto se expresa en el Artículo Noveno de nuestra confesión con aquellas palabras de que ‘la infección de la naturaleza por el pecado, permanece incluso en los que han sido regenerados’. Las raíces de la corrupción humana están tan profundamente arraigadas aún después de haber sido el creyente regenerado, lavado, santificado, justificado y hecho miembro vivo de Cristo que, al igual que la lepra en el cuerpo, el creyente no podrá verse completamente libre de estas raíces hasta que el tabernáculo terrestre se haya deshecho.
Cierto es que en el creyente el pecado ‘ya no tiene más dominio’ sino que gracias al principio liberador de la gracia, es reprimido, controlado, mortificado y crucificado. La vida del creyente es una vida de victoria y no de derrota. Sin embargo, las luchas que tienen lugar en su interior, la vigilancia tan estrecha que debe ejercitar en todo momento sobre su íntima personalidad, la contienda entre la carne y el espíritu, los ‘gemidos’ interiores que sólo el creyente conoce, todo, todo esto evidencia la misma gran verdad: el enorme poder y vitalidad del pecado. En verdad debe ser poderoso cuando, aún después de haber sido crucificado, ¡todavía está vivo! Bienaventurado el creyente que ha entendido esto y se goza en el Señor Jesús, pero que no tiene confianza en la carne; y mientras dice, ‘Gracias a Dios que nos da la victoria¡, nunca se olvida de velar y orar para no caer en la tentación.
IV – La culpabilidad y carácter vil y ofensivo del pecado.
Sobre este punto mis palabras serán pocas y breves. No creo que desde un plano natural y como criaturas podamos darnos verdadera cuenta de la tremenda pecaminosidad que a los ojos de Dios, santo y perfecto, tiene el pecado. Por otra parte, Dios es aquel Ser eterno ‘que nota necedad en sus ángeles’, y en cuyos ojos ni aun ‘los cielos son limpios’ (Job 4:18; 15:15). Dios lee los pensamientos, los sentimientos y las acciones, y ‘ama la verdad en lo íntimo’ (Salmo 51:6). Por otra parte, nosotros no somos más que pobres criaturas ciegas nacidas en pecado, que hoy estamos aquí y mañana retornamos al polvo; nuestra morada está entre pecadores y nuestra atmósfera es de maldad, enfermedad e imperfecciones. De ahí que no seamos capaces de formarnos un concepto correcto del carácter vil y terrible del pecado; pues no podemos sondear sus profundidades, ni tenemos vara para medirlo.
El ciego no puede apreciar diferencia alguna entre las obras maestras de Ticiano o Rafael y la cabeza de la reina de Inglaterra pintada en una pancarta del pueblo. El sordo no puede distinguir entre el silbido de un pito de niño y el sonido de un órgano de catedral. La hediondez que nosotros notamos en ciertos animales está bien lejos de ser percibida por éstos. Y el hombre, el hombre caído, no puede hacerse una idea justa de lo abominable que es el pecado a los ojos de Dios, de este Dios tan santo cuya obra es tan perfecta ya sea mirándola a través de un telescopio, a simple vista o por medio de un microscopio; perfecta en la creación de un planeta tan enorme como Júpiter y que guarda un tiempo matemático en sus vueltas alrededor del sol; perfecta en la creación de más pequeño insecto que se arrastra sobre un pedazo de tierra menor que una huella de pie.
No nos olvidemos nunca de que el pecado ‘es aquella cosa tan abominable que Dios aborrece’, que Dios es ‘muy limpio de ojos para ver el mal y que no puede ver el agravio’, que la más insignificante transgresión de la ley de Dios nos ‘hace culpables de todos los mandamientos’, que ‘el alma que pecare morirá’, que Dios ‘juzgará los secretos del hombre’, que ‘la paga del pecado es muerte’, que hay un lugar ‘donde el gusano no muere y el fuego nunca se apaga’, que ‘los malos serán trasladados al infierno’ e ‘irán a la condenación eterna’ y que no entrará en el cielo ‘ninguna cosa sucia’ (Jeremías 44:4; Habacuc 1:13; Santiago 2:10; Ezequiel 18:4; Romanos 2:16; Romanos 6:23; Marcos 9:44; Salmo 9:17; Mateo 25:46; Apocalipsis 21:27). Estas palabras son en verdad terribles, y más aún si pensamos que se hallan escritas en el Libro de un dios de misericordia.
La cruz, pasión y obra redentora de nuestro Señor Jesucristo, constituyen la prueba más abrumadora e irrefutable de la universalidad y profundidad del pecado. ¡Qué terrible y negra debía ser la culpa del pecado, cuando nada, a no ser la sangre de Cristo, podía hacer satisfacción por ella! Pesada había de ser la carga del pecado humano cuando hizo que Jesús derramara sudor de sangre en la agonía de Getsemaní, y clamara en el Gólgota: ‘Dios mío, ¿por qué me has desamparado?’ (Mateo 27:46). Lo que más nos pasmará en el despertar del día de la resurrección, será la clara visión que tendremos del pecado, y de nuestras faltas y defectos. Hasta entonces no llegaremos a tener una visión completa de la ‘pecaminosidad del pecado’. Bien podía Whitefield decir: ‘La antífona del cielo será: ¡Lo que Dios ha obrado!’.
V – El carácter engañoso del pecado.
Este punto es de gran importancia, y mucho me tomo que no se le de la que merece. Podemos ver este carácter engañoso del pecado en la sorprendente inclinación que muestra el hombre a darle una importancia muy inferior a la que en realidad tiene delante de Dios, y a la prontitud con que atenúa, excusa y minimiza la culpabilidad del mismo. ‘Dios es misericordioso’, se nos dice, ‘se trata de un pequeño pecado’. ‘¡Dios no es tan estricto como para culparnos de lo que hacemos por equivocación! Nuestras intenciones, a pesar de todo, ¡son buenas! ¡No se puede ser tan escrupuloso! ¿Dónde está el mal? ¡A fin de cuentas hacemos lo que hace la demás gente!’.
¿A quién no le es familiar esta manera de hablar? Con estas frases el hombre trata de allanar y suavizar lo que Dios ha designado como perverso y ruinoso para el alma. Con aquello de que una persona es ‘pronta’, ‘achispada’, ‘alocada’, ‘inconsciente’, ‘irreflexiva’, ‘sin ataduras’, etcétera, la gente se engaña a sí misma con la creencia de que el pecado no es tan ‘pecante’ como Dios dice, y que no son tan malos como en realidad son. Esto puede apreciarse incluso en la tendencia de padres creyentes a permitir que sus hijos hagan ciertas cosas que son muy cuestionables. ¡Qué poco nos damos cuenta de la astucia del pecado! Somos demasiado propensos a olvidar que la tentación al pecado raramente se presentará a nosotros en sus colores verdaderos, y diciéndonos: ‘Yo soy vuestro enemigo mortal y deseo vuestra ruina eterna en el infierno’ ¡Oh, no! La tentación se acerca a nosotros como Judas, con un beso; y como Joab, con mano amiga y palabras aduladoras. El fruto prohibido tenía una apariencia buena y deseable a los ojos de Eva, pero fue la causa de que nuestros primeros padres fueran arrojados del Edén. Aquel paseo ocioso por la terraza del palacio parecía muy inocente a David, y sin embargo terminó en adulterio y homicidio. En sus principios, el pecado raramente parece pecado. Velemos y oremos, no sea que caigamos en tentación. Podemos dar nombres suaves a la maldad pero no podemos alterar con ello su naturaleza y carácter perverso delante de dios. Acordémonos de las palabras del apóstol Pablo: ‘Exhortaos los unos a los otros cada día, para que ninguno de vosotros se endurezca con engaño de pecado’ (Hebreos 3:13).
Y antes de proseguir adelante en el estudio del tema, deseo brevemente mencionaros dos pensamientos que con irresistible fuerza se abren paso en mi mente, El primero es éste: Lo dicho sobre el pecado es motivo más que sobrado para una profunda humillación por nuestra parte. Parémonos delante de la imagen que del pecado nos presenta la Biblia, y démonos cuenta de cuán viles, depravados y culpables somos delante de Dios. ¡Cuán necesario es que en nosotros tenga lugar aquel cambio total y completo de corazón que se llama regeneración, nuevo nacimiento o conversión! ¡Qué masa de imperfección y enfermedad se pega aún a los mejores de nosotros y en lo mejor de nosotros! ¡Cuán solemne es el pensamiento de que ‘sin santidad nadie verá al Señor’ (Hebreos 12:14). Al pensar en nuestros pecados de comisión y de omisión, ¡qué motivos tenemos para clamar cada noche con el publicano: ‘Señor, sé propicio a mí, pecador’ (Lucas 18:13). Cuán apropiadas son aquellas palabras del Ritual de nuestra Iglesia: ‘El recuerdo de nuestras ofensas nos es doloroso; nos resulta una carga insoportable. Ten misericordia de nosotros, Padre de misericordia; por amor de tu Hijo nuestro Señor Jesucristo, perdónanos todo lo pasado’. El hombre más santo, en su propia estimación es un miserable pecador, y hasta el último momento de su existencia será un deudor de la misericordia y de la gracia.
Con todo mi corazón me identifico con las palabras de Hooker, que cito a continuación: ‘Examinemos aún las cosas mejores y más santas de nuestra vida espiritual; por ejemplo: la oración. Es en la oración cuando nuestros sentimientos hacia Dios más se conmueven; sin embargo, aun mientras oramos, ¡cuán a menudo nuestros afectos se distraen! ¡Qué poca reverencia mostramos hacia la sublime majestad del Dios con quien hablamos! ¡Qué poco remordimiento por nuestras propias miserias! ¡Qué poco gustamos de la dulce influencia de sus tiernas misericordias! ¿No es cierto que muchas veces no tenemos deseos de orar? Parece como si Dios, al decirnos ‘Clama a mí’, nos hubiera impuesto una labor pesada. Lo que digo quizá pueda parecer un poso extremado, pero permitid que vuestro corazón haga recto examen de todo esto, y veréis que es así. Sabéis que Dios dijo a Abraham que si encontraba cincuenta, cuarenta, veinte o aunque sólo fueran diez personas justas, por amor a las tales no destruiría la ciudad de Sodoma. Imaginad que ahora Dios viene a nosotros con una propuesta distinta: la de que escudriñemos a todas las generaciones desde la caída de nuestro padre Adán hasta nuestro día en busca de alguna persona que pueda haber realizado una obra que ante los ojos de Dios sea pura y sin sombra alguna de pecado, y que por amor a esta obra inmaculada Dios estaría dispuesto a librar a los hombres y a los ángeles caídos de la condenación. ¿Creéis que esta obra, este rescate, podría hallarse entre todos los hijos de los hombres? ¡No! Aún en lo más perfecto que pueda haber en nosotros hay mucho que necesita perdón’.
Estoy persuadido de que cuanta más luz se tiene, más se llega a ver la pecaminosidad del corazón; de ahí que cuanto más cerca esté el creyente del cielo más debe revestirse de humildad. Si estudiáramos las biografías de los santos más eminentes, como Bradford, Rutherford y McCheyne, nos daríamos cuenta de que ellos han sido también los hombres más humildes.
En segundo lugar deseo que mis lectores se den cuenta de cuán agradecidos deberíamos estar por el glorioso Evangelio de la gracia de Dios. Existe un remedio para las necesidades del hombre que es tan ancho y profundo, como para cubrir su enfermedad. No debemos, pues, tener miedo de mirar al pecado y estudiar su naturaleza, origen, poder, alcance y carácter engañoso si al mismo tiempo miramos a la medicina todopoderosa que en la persona y obra de Cristo tenemos a nuestro alcance. Aunque el pecado abundó, la gracia ha sobreabundado. En la obra que Él hizo muriendo por nuestros pecados y resucitando para nuestra justificación, en los oficios que Él desempeña como Sacerdote, Sustituto, Médico, Pastor y Abogado, en la preciosa sangre que derramó y que nos puede limpiar de todo pecado, en la justicia eterna que Él adquirió, en la intercesión continua que como representante nuestro ejerce a la diestra de Dios, en su poder para salvar al peor de los pecadores y su buena disposición para recibir y perdonar al más inicuo, en la gracia que el Espíritu Santo implanta en los corazones de los creyentes, renovándolos y santificándolos y haciendo que las cosas viejas pasen y que todas sean hechas nuevas, en todo ese, ¡y qué resumen más breve hemos hecho!, en todo eso, digo, se descubre una medicina completa y perfecta para la horrible enfermedad del pecado. Por terrible y espantosa que resulte la visión correcta del pecado, no hay motivo para desmayar ni desesperar; ¡Miremos a Cristo! No es de extrañar que el gran siervo de Dios, Flavel, termina cada capítulo de su admirable obra ‘La Fuente de la Vida’ con aquellas conmovedoras palabras: ‘Bendito sea Dios por Jesucristo’.
En lo que llevamos dicho, no he hecho más que estudiar la superficie del tema, y es que la amplitud del mismo escapa a los horizontes de este escrito. Quien desee profundizar más sobre el mismo, tendrá que acudir a los estudios completos y exhaustivos de los maestros de la teología experimental, tales como Owen, Burgess, Manton, Charnock y otros gigantes de la escuela puritana. En temas como el que nos ocupa ningún escritos puede compararse con los puritanos. Ahora sólo me resta establecer unas conclusiones prácticas que de la doctrina del pecado podemos inferir.
a. El concepto bíblico de pecado es uno de los mejores antídotos contra la oscura, vaga y nebulosa teología de nuestro tiempo. La base doctrinas del cristianismo mayoritario de nuestro tiempo, si bien no podemos decir que no sea evangélica, tenemos motivos suficientes para sospechar que no da el peso, no llega a los 1000 gramos el kilo. Es un cristianismo en el que, sin duda alguna, ‘hay algo de Cristo, algo de gracia, algo sobre la fe, algo sobre el arrepentimiento y algo sobre la santidad’, pero no es la cosa verdadera tal como se encuentra en la Biblia. Todo se encuentra fuera de lugar y fuera de proporción. En una mezcla doctrinal confusa, que ni puede influenciar la conducta diaria, ni brindar consuelo en la vida, ni dar paz en la hora de la muerte; y los que la profesan se dan cuenta de ello cuando es demasiado tarde. La mejor manera de subsanar un cristianismo endeble, es predicar y llevar a primer plano la vieja doctrina bíblica de la pecaminosidad del pecado. La gente no volverá sus rostros hacia el cielo, hasta que no llegue a experimentar la realidad del pecado y el peligro del infierno. Esforcémonos para predicar en todas partes esta olvidada doctrina del pecado. No olvidemos que ‘la ley es buena, si alguno usa de ella legítimamente’ y que ‘por la ley viene el conocimiento del pecado’ (1ª Timoteo 1:8; Romanos 3:20; 7:17). Confrontemos a la gente con la ley. Expongamos los Diez Mandamientos y golpeemos las conciencias con la amplitud, profundidad y altura de sus requerimientos. Esto fue lo que hizo el Señor Jesús en el Sermón del Monte; y lo mejor que nosotros podemos hacer es imitarle. La gente nunca acudirá verdaderamente a Jesús, permanecerá con Jesús y vivirá con Jesús, a menos que vea su necesidad y sepa por qué ha de acudir. Las almas que verdaderamente acuden a Jesús, son aquellas a las que el Espíritu Santo ha dado convicción de pecado. Sin una convicción genuina de pecado los hombres podrán actual como si en verdad siguieran a Jesús, pero tarde o temprano volverán al mundo.
El concepto bíblico del pecado es uno de los mejores antídotos contra la teología liberal y modernista tan en boga en nuestros días. La tendencia del pensamiento moderno es la de rechazar credos, dogmas y cualquier encasillamiento doctrinal. Se considera como principio sabio y sublime el no condenar ninguna opinión, y considerar a los inteligentes y sinceros maestros de la época como dignos de ser oídos y respetados, pese a la heterogeneidad de su pensamiento y a los efectos destructivos de sus sistemas. En pocas palabras: según el sentir de hoy en día todo el mundo tiene razón y nadie está equivocado. ¡Todo es verdad y nada es mentira! ¡Todo el mundo se salvará, y nadie se perderá! La obra de la Redención y de la Sustitución, la personalidad del diablo, el elemento sobrenatural y milagroso de la Escritura, la realidad y eternidad del castigo futuro, todas estas grandes y enormes piedras fundamentales son serenamente arrojadas por la borda, como si fueran maderas, para aligerar el barco del cristianismo y poder así navegar a compás con el barco de la ciencia. Y si alguien se atreve a alzar su voz en contra de estas innovaciones, enseguida se le tildará de ignorante, atrasado, y de fósil teológico. Si citamos la Biblia se nos dirá que ‘toda la verdad no se contiene en las páginas de este viejo libro judío, y que la investigación actual ha encontrado y descubierto muchas cosas desde que el Libro se terminó’. Para contrarrestar esta plaga moderna no hay mejor método que el de predicar claramente la naturaleza, realidad, engaño, poder y culpa del pecado. Debemos atacar las conciencias de estos hombres de ‘ideas tan amplias’, con nociones claras sobre el pecado. Debemos pedirles que con la mano sobre el corazón, nos digan si sus opiniones favoritas les son de consuelo en los días de enfermedad, en la hora de la muerte, o junto al lecho de muerte de sus padres, o junto a la sepultura de la esposa amada o el hijo querido. Debemos preguntarles si una vaga ‘buena fe’, sin contenido doctrinal definido, puede darles paz en tales circunstancias. Debemos preguntarles si de vez en cuando no sienten como un corroer interior, y si en verdad toda esta investigación, filosofía y ciencia del mundo, les llega a satisfacer. Y hemos de explicarles que este algo que corroe, es un sentimiento de pecado y culpabilidad que ellos tratan de acallar e ignorar. Sobre todas las cosas debemos decirles que sólo una sincera sumisión a las viejas doctrinas de la caída y ruina del hombre y de la rendición a Cristo, pueden proporcionar verdadero descanso.
El concepto bíblico del pecado es uno de los mejores antídotos contra un cristianismo ritualista. Puedo comprender bien que para un alma que no ha sido iluminada por el Espíritu, una liturgia florida y un ritualismo elaborado tengan un gran atractivo. Pero me resisto a creer que una vez la conciencia ha sido despertada y vivificada, un culto ritualista pueda satisfacerle plenamente. Mientras no tenga hambre, con fastuosos juguetes y sonajeros podremos acallar al bebé, pero tan pronto como sienta los imperiosos deseos que reclaman satisfacción, nada lo calmará a no ser la comida. Y así sucede con el hombre en lo que concierne a su alma. La música, las flores, los cirios, el incienso, etc. Podrán complacer el alma bajo ciertas condiciones, pero una vez esta alma ‘se levanta de los muertos’ ya no se contentará con estas cosas; las considerará como bagatelas y pérdida de tiempo. Cuando un pecador ve su pecado lo único que desea ver es al Salvador. Experimenta sobre sí los efectos de una enfermedad terrible, y sólo el gran Médico puede curar sus dolencias. Tiene hambre y sed, y desea el agua de vida y el pan de vida. No tendríamos tanto romanismo en nuestro país si en los últimos veinticinco años la doctrina de la pecaminosidad del pecado hubiera sido predicada.
El concepto bíblico del pecado es uno de los mejores antídotos contra las teorías forzadas que sobre la perfección y santificación cristiana prevalecen en nuestro tiempo. No me extenderé mucho sobre este punto, y confío que lo poco que diga no ofenda a nadie. Estoy de acuerdo con aquellos que buscan la perfección en el uso diligente y constante de los medios de gracia y en el progresivo desarrollo de las gracias del carácter cristiano. Pero si se nos dice que en este mundo el creyente puede conseguir un estado libre del pecado, y que puede vivir años y años en una ininterrumpida comunión con Dios y por largos meses puede no tener no un solo pensamiento malo, con toda honestidad debe decir que tal creencia me parece totalmente desprovista de base bíblica. Y aún diré más: tal creencia es muy peligrosa para el que la tiene, y redundará en perjuicio propio y de aquellos qe sinceramente buscan su salvación.
No encuentro en la Biblia esta noción de que mientras estamos en la carne podamos alcanzar tal perfección. Creo que las palabras del Artículo Quince de nuestra confesión son estrictamente verdaderas: ‘Sólo Cristo fue sin pecado y todos nosotros, aunque bautizados y nacidos de nuevo en Cristo, ofendemos en muchas cosas; y si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros’. Aún en nuestra mejores obras hay imperfección; no amamos a Dios como deberíamos, es decir, con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas; no tememos a Dios como deberíamos; nuestras oraciones están manchadas de imperfección. Damos, perdonamos, creemos, vivimos y esperamos, pero de una manera imperfecta; luchamos contra el diablo, el mundo y la carne de una manera imperfecta. No nos avergoncemos, pues, de confesar nuestro estado de imperfección. Repito de nuevo lo que ya he dicho: el mejor antídoto en contra de esta ilusión vana de perfeccionamiento que nubla algunas mentes, es el que se deriva de una noción clara y profunda de la naturaleza, pecaminosidad y engaño del pecado.
En último lugar, el concepto bíblico del pecado viene a ser un antídoto admirable contra el concepto tan pobre que hoy en día se tiene de la santidad personal. Ya sé que este tema es muy delicado y doloroso, pero no por ello lo pasaré por alto. Ya desde hace tiempo, mi triste convicción es de que la regla de vida diaria ha ido descendiendo y va empobreciéndose cada vez más entre los que profesan ser creyentes. Mucho me temo que aquella caridad a la semejanza de Cristo, aquella amabilidad y buen temperamento, aquel desinterés y mansedumbre, aquel celo y deseo de hacer el bien, aquella consagración y separación del mundo, que eran tan apreciadas por nuestros antepasados, en nuestro tiempo, no tienen la estima que deberían tener.
No pretendo desarrollar exhaustivamente las causas que han ocasionado este estado de cosas, sino que haré algunas conjeturas para la consideración del lector. Quizá se deba a que cierta profesión de fe religiosa se ha puesto tan de moda y fácil, que las corrientes que eran estrechas y profundas ahora se han ensanchado y perdido profundidad; lo que se ha ganado en apariencia externa, se ha perdido en calidad. Quizá se deba a la prosperidad material registrada en los últimos veinte años y que ha introducido en el cristianismo una plaga mundana de indulgencia propia y ‘amor a la buena vida’. Lo que antes eran lujos, ahora son necesidades; la abnegación y el espíritu de sacrificio ahora casi se desconocen. Quizá la gran controversia religiosa de nuestro tiempo haya secado la vida espiritual de muchos. A menudo nos hemos contentado con mostrar celo por la pureza doctrinal del Evangelio y hemos descuidado las sobrias realidades de una vida de piedad. Sean cuales sean las causas, los resultados permanecen: el nivel de santidad personal del creyente ha bajado, y ¡el Espíritu Santo está siendo contristado! Todo esto requiere, por nuestra parte, una sincera y profunda humillación y un examen de corazón.
El remedio para todo este estado de cosas hay que buscarlo en una comprensión clara y bíblica de la pecaminosidad del pecado. No es necesario ir a Egipto o adoptar prácticas semi-romanas para reavivar nuestra vida espiritual. No hay necesidad de que instauremos de nuevo el confesionario o volvamos al monasticismo y al ascetismo. ¡Nada de eso! Debemos, simplemente, arrepentirnos y hacer nuestras primeras obras; debemos acudir de nuevo a las ‘sendas antiguas’. Debemos arrodillarnos humildemente en la presencia de dios, y mirar de frente a lo que el Señor Jesús llama pecado y a lo que el Señor Jesús llama ‘hacer su voluntad’. Démonos entonces cuenta de que es terriblemente posible vivir una vida despreocupada, fácil y medio mundana, y mantener, al mismo tiempo, principios evangélicos y considerarnos evangélicos. Una vez nos hayamos percatado de que el pecado es abominable, que mora en nosotros de una manera muy intensa y que se adhiere a nosotros más de lo que llegamos a suponer, seremos llevados a confiar, creer y permanecer más cerca de Cristo. Una vez cerca de Cristo, beberemos más profundamente de Su plenitud, y aprenderemos de una manera más real a ‘vivir la vida de fe’ tal como hizo San Pablo. Una vez hayamos sido enseñados a vivir la vida de la fe en Cristo, morando en Él, llevaremos más fruto y estaremos más fortalecidos para el desempeño de nuestras obligaciones, seremos más pacientes en la tribulación, ejerceremos más vigilancia sobre nuestros pobres y débiles corazones y nos transformaremos más a la semejanza de nuestro Maestro. En la misma proporción en que apreciemos lo que Cristo ha hecho por nosotros, nos esforzaremos en vivir y trabajar para Él. Siendo mucho lo que sintamos haber sido perdonados, mucho le amaremos. En resumen y como dice el apóstol: ‘mirando a cara descubierta como en u espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma semejanza, como por el Espíritu del Señor’ (2ª Corintios 3:18).
A simple vista parece experimentarse en nuestro tiempo un creciente deseo de santidad. Las conferencias para promover una vida de santidad son muy comunes y frecuentes. El tema de la ‘vida espiritual’ es el de muchos congresos y el de muchas reuniones y ha despertado interés general en nuestra nación. De ello deberíamos alegrarnos. Todo movimiento que, basado en sanos principios, tenga como meta profundizar las raíces de nuestra vida espiritual y aumentar la santidad personal, vendrá a ser una verdadera bendición para nuestras iglesias, hará mucho para reunir a los cristianos y salvar las tristes divisiones entre los creyentes. Puede traernos un derramamiento fresco de la gracia del Espíritu y venir a ser vida para los muertos. Pero tal como dije al principiar este escrito, si queremos edificar alto, primero debemos cavar hondo; y estoy convencido de que el primer paso para conseguir una santidad de vida más elevada consiste en darse cuenta de la terrible pecaminosidad del pecado.
Autor: J. C. Ryle (1816 – 1900)
Obra: Perlas Cristianas
Editada por: The Banner of Truth