“Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. 2No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.” Romanos 12: 1,2
“Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad”. Juan 17:19
En este pasaje del capítulo ocho del libro de Levítico, es importante notar lo que aconteció en la consagración de Aarón y sus hijos al sacerdocio. Se trajo el carnero de las consagraciones; Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre la cabeza del animal, que luego fue sacrificado y su sangre derramada. Enseguida tornó Moisés de la sangre y la aplicó sobre cada uno de ellos, en distintas partes de sus cuerpos.
Aquí tenemos los dos aspectos de la consagración. La sangre derramada es el lado de la muerte; la sangre aplicada, el de la vida. La sangre derramada representa la vida sacrificada, entregada, abandonada; pero en la sangre aplicada al hombre tenemos la vida impartida para obrar en él activa y poderosamente. Cuando esto se reconoce, se entiende lo que es la consagración y también lo que significa la imposición de las manos, o sea el acto de identificación con una vida entregada a la muerte. La sangre aplicada representa una nueva posición; quiere decir que ahora no hay nada de la vida propia del hombre, todo es de Dios pues vive por Él y para Él únicamente. Esto es la consagración.
El capítulo diecisiete del evangelio según San Juan, se conoce corno la oración sacerdotal del Señor Jesús. Allí está, avanzando hacia el altar, en la consagración de sí mismo por Sus hijos, a los que quiere llevar a la gloria para que vean Su gloria, y para que ellos también gocen de esa misma gloria. Aquí tenemos, sin duda, lo que representan Aarón y sus hijos. El Sumo Sacerdote se santifica (se consagra) a sí mismo, como dice, para que ellos también sean santificados (consagrados). El resto de la oración es una maravillosa exposición del significado espiritual de esta parte de Levítico, capítulo ocho. Por medio de estas pocas líneas procuraremos entenderlo mejor.
El hombre entero entra en el terreno de la consagración, en sus dos aspectos de muerte y vida; por un lado la vida entregada, abandonada, y por otro la vida, hallada, que continua, pero sobre una nueva base. Esto concierne al hombre entero representado por su oído, mano y pie. Es un mensaje sencillo y claro para nuestros corazones.
EL GOBIERNO DEL OIDO
Empezamos por el oído:
“…. y tomó Moisés de la sangre, y la puso sobre el lóbulo de la oreja derecha de Aarón”
Esto simboliza que el Señor debe tener el gobierno supremo del oído, que debemos llegar al punto en que el oído está muerto a toda otra voz o influencia que quiera dominarnos, pero que está vivo para Dios y solamente para Él.
Está claro que, en cierto modo, el oído es lo que gobierna cada vida; no necesariamente el órgano exterior, sino la facultad de escuchar voz, de prestar oído a cualquier sugestión. Las sugestiones pueden venir de nuestro propio temperamento y de nuestra educación. Las cosas que nos inspiran en nuestra vida pueden ser nuestros deseos e inclinaciones naturales, las tendencias de nuestra constitución, ambiciones, aficiones e intereses profundamente arraigados en nosotros, sencillamente porque es así nuestra naturaleza. Escuchar esas voces es tener la vida gobernada por nuestros propios intereses. O tal vez sean otras cosas, como las sugestiones, deseos y ambiciones de otras personas para nosotros, la voz del mundo, la voz de los afectos humanos, el considerar lo que a otros agrada.
¡Oh, cuántas voces pueden llamarnos! Si las escuchamos, vendremos a ser sus servidores y esclavos; ellas gobernarán nuestro oído y, con él, nuestra vida.
Esta verdad significativa de Levítico ocho, nos dice definitiva y enfáticamente a usted y a mí, que esta muerte, esta inmolación, es la de nuestro oído con respecto a todas esas voces, y que la sangre aplicada demuestra que ahora tenemos oído solamente para el Señor, que es Su voz la que debe gobernar nuestra vida. La oreja derecha -al igual que la mano derecha-, representa el lugar de honor y poder en lo que se refiere a nuestro oír. Por lo tanto, usted y yo, al decir que somos hombres y mujeres consagrados, testificamos que hemos muerto con Cristo al gobierno o dominio que quiera ejercer sobre nosotros toda voz que no sea la del Señor mismo. No debemos consultar la voz de nuestros propios intereses, de nuestras propias ambiciones, inclinaciones, ni la voz de los deseos de otra persona cualquiera.
Es una palabra solemne y clara para cada uno de nosotros, especialmente para los más jóvenes, cuyas vidas pueden ser influenciadas por otras consideraciones, dado que la carrera de ellos recién se inicia. Puede ser que el sentido de la responsabilidad en cuanto a su vida sea muy fuerte, el sentimiento de que sería un desastre equivocarse y de malgastar el tiempo, además de ambicionar el tener éxito. Que esto sea la ley para toda su vida; y aunque las cosas se desarrollen de una manera inesperada, que los caminos del Señor le parezcan a veces extraños, que en medio de experiencias profundas tenga que estar atento a la exhortación que nos es dada en el libro de Proverbios 3:5:
“Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. “
...más tarde comprenderá usted que todo ha contribuido al éxito de Dios; verá que ha alcanzado lo que Dios quería y, en verdad, ¿hay algo más importante o de más valor que esto? El camino posiblemente sea muy distinto de lo que había usted esperado, pensado o juzgado razonable para su vida, pero qué importa eso ya que Dios ha alcanzado Su propósito en la vida de usted, ya que su vida es un éxito desde el punto de vista de Dios. Este es el secreto: un oído vivo para Él, y muerto para todo lo que venga de otra fuente que no sea el Señor mismo.
El capítulo diecisiete del evangelio según San Juan es un comentario de esta verdad.
“no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo...”
Si fuésemos de este mundo, aceptaríamos su criterio para nuestras vidas, lo que el mundo juzga como
siendo el camino del éxito, la prosperidad y el bienestar. El espíritu del mundo entra a veces en nuestros corazones para sugerirnos que seguir este u otro camino sería desastroso. Dar oído a esa voz es ser conformado a este siglo.
“Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional.” .
Y, desde el principio, en cuanto al gobierno de la vida, el sentido principal es el oído. La sangre debe ser aplicada a la oreja; es decir que ésta ha de estar bajo la sangre para que sea el medio por el cual Dios gobierne. Significa que debemos tener un oído espiritual. Como hijos de Dios, tenemos, por el nuevo nacimiento, la facultad de oír lo espiritual y debemos cuidar de ejercitarla como el Señor quiere.
Esto nos muestra que el oído debe estar atento. Muchas personas tienen oído, oyen, pero no escuchan.
El Señor nos dice muchas cosas y no escuchamos lo que está diciendo, aunque sabemos que está hablándonos. Debe haber en nosotros un “lugar quieto” para el Señor. El enemigo quiere llenar nuestras vidas de otras voces: peticiones, deberes e intereses para que nos sea imposible disfrutar de un oído atento al Señor. El oído debe desarrollarse, crecer en capacidad. El niñito tiene oído pero, aunque escuche, no siempre entiende lo que oye. El nene oye, pero no comprende el significado del sonido. A medida que crece va conociendo el significado de esos sonidos. De igual manera, el oído espiritual, el oído consagrado, debe tener las mismas marcas de desarrollo y progreso. Además, este oído debe ser obediente para que, oyendo, obedezcamos. Es así que Dios gobierna la vida desde el comienzo.
LA OBRA DE NUESTRAS MANOS
Luego llegamos a la mano:
“...tomó Moisés de la sangre , y la puso.........sobre el dedo pulgar de la mano derecha”.
El orden es así: primeramente la oreja, después la mano. El Señor ha de tener el lugar de honor y poder en las actividades de nuestra vida, en la obra de nuestras manos. Todo esto puede parecer muy sencillo, pero es menester escuchar lo que el Señor nos quiere decir a este respecto. Lo principal es que, en cualquier cosa que hagamos o tengamos la intención de hacer, en todo nuestro servicio, debe morir el “yo”; no sirviendo a nosotros mismos ni al mundo, no sirviendo para nuestra propia gratificación, nuestro placer, ventaja, honor, gloria, posición, exaltación o reputación. En la muerte de Aquel que se dio por nosotros, hemos muerto a todo eso; desde ahora, nuestra mano, en todo lo que hace, sea en los asuntos de este mundo o en los muchos quehaceres diarios, en cualquier actividad que tenga que ocuparse, nuestra mano ha de estar muerta a sí misma, y por otro lado trabajar con miras a los intereses del Señor.
“Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas. Eclesiastés 9:10
Recordemos cómo nos advierte el apóstol acerca del servicio hecho a los hombres como para agradar a los hombres y no al Señor. Hablaba sobre todo a los esclavos de entonces, los cuales tenían que hacer muchísimas cosas que no eran del agrado de ellos, pero él les dijo: Cumplid vuestro servicio, no como para esos hombres que son vuestros amos, sino como para el Señor. (Véase Colosenses 3:17. 22-24).
Debemos preguntarnos por qué ocupamos un cierto lugar, o qué es lo que nos lleva a desear tal lugar o trabajo particular. ¿Cuál es el motivo principal en nuestra ambición de servir? Deberíamos poder decir, delante de Dios, que toda consideración personal o mundana está muerta, y que ahora nuestro servicio no es del que se siente obligado a cumplirlo, sino el servicio de uno que voluntariamente se ofrece para hacer aun las cosas difíciles, penosas, las que no son agradables ni interesantes, haciéndolo todo para agradar al Señor.
Escriba en su corazón estas palabras: el Señor no le puede elevar y dar otro trabajo más útil, más provechoso y más glorioso para Él, mientras no le haya usted rendido su servicio fiel, enteramente como para El, en ese lugar y trabajo humilde, despreciado, monótono o desagradable. Ello significa la entrega del yo a la muerte continuamente. Es el camino al ascenso.
Es el camino por el que llegamos a una posición en la que el Señor recibe de nuestras vidas más de lo que pensamos. Hay un ministerio sacerdotal en hacer como para el Señor lo que nos es difícil y desagradable; pero en el momento en que lo hacemos no vemos que somos sacerdotes. La idea de llevar vestiduras sacerdotales cuando estamos barriendo el piso o fregando los platos, está muy lejos de nuestra imaginación. Sin embargo, damos un testimonio efectivo sin saberlo. Tal vez se vea un día. Alguien nos dirá: Tuve la prueba de que Jesucristo es una realidad, sencilla mente cuando vi cómo hacía usted las cosas que supe no le gustaban, porque las hacía de tal manera que me convenció de que Cristo es una viva realidad. Esto no es imaginación, es lo que verdaderamente acontece. El Señor esta atento a todo lo que hacemos.
EL ANDAR DIRIGIDO
Ahora consideremos el pie.
“.....tomó Moisés de la sangre, y la puso....sobre el dedo pulgar del pie derecho”
Esto indica que el Señor debe tener la dirección de nuestra vida, que todas nuestras salidas y entradas han de ser guiadas únicamente por los intereses del Señor. No siempre se nos manda que andemos. El andar es a veces más fácil; es el detenernos y esperar lo que cuesta. Deseamos tanto ir adelante que a menudo el Señor tiene dificultad en hacernos ir por Su camino. En todo caso, tenemos aquí un mensaje sencillo, una palabra directa. En nuestro andar, tanto en el quedarnos como en el salir, debemos estar muertos a todo lo que no es del Señor. Nuestra vida propia ha sido entregada, abandonada, es decir lo que era la vida vivida por y para nosotros mismos. Ahora vivimos en otro nivel.
EL SUPREMO EJEMPLO
Apliquemos, esto al Señor, nuestro Sumo Sacerdote. ¿Tuvo El alguna vez oído para sí mismo, o para el mundo? ¿No estaba atento Su oído al Padre solamente? Pensemos en cada paso de Su vida. Satanás vino a Él en el desierto y empezó a hablarle. No sabemos cómo sucedió. Sabemos que el Señor tuvo que haberlo contado en secreto a algunos de Sus discípulos, ya que nadie estaba con Él en aquel momento. Él estaba solo. No sabemos si Satanás se presentó en forma física y le habló con voz perceptible, pero es probable que no fuese así y que actuara más bien por medio de sugestiones interiores, acosando insistentemente al Señor en Su corazón con ciertas consideraciones, mostrándole Su propio interés. No cabe duda que Satanás le habló de un modo u otro, y Él oyó lo que Satanás le decía; pero Su oído estaba “crucificado” y el poder de esa voz fue paralizado por Su consagración al Padre. Él triunfó efectivamente sobre esta base: No tengo oído para ti. Mi oído es sólo para Mi Padre.
Satanás se le presentó de otras maneras, no siempre abiertamente, a veces de un modo encubierto. Es así que en una ocasión se sirvió de un discípulo amado, diciéndole: “Señor ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca” (Mateo 16:22). El Señor se volvió y le dijo: “¡Quítate de delante de Mí, Satanás! me eres tropiezo”(v.23). Reconoció esa voz como la de la consideración y preservación de sí mismo. Él estaba muerto a todo eso; este camino de la Cruz era el camino del Padre para Él. Tenía oído para el Padre solamente, y así fue en todo el camino.
¿Fue esto cierto en cuanto a Su servicio? ¿Hubo acaso un momento en que obrara buscando Su propia voluntad, Su propia gloria? ¡No! Si había algo en que pudiera servir a los intereses del Padre, ahí estaba El dispuesto, aunque estuviese cansado, rendido, agotado; nunca buscando Su propia gloria ni lo que sentía; y no dudo que a veces sufriera intensamente. Leemos de Él que estuvo “cansado” (Juan 4:6). Sabemos cómo es cuando estamos cansados; cuánto nos gustaría no solamente sentarnos al borde del pozo, sino quedarnos allí, aunque haya algo que hacer. Si somos del Señor, hemos de ser gobernados por los intereses del Señor y barrer todas las sugestiones hechas con el fin de que nos cuidemos, que pensemos en nosotros mismos. Fue así para el Señor en todo Su camino. Tanto si tenía que marchar como si tenía que pararse, todo Su andar sometió Él al Padre.
En cierta ocasión Sus hermanos quisieron persuadirle a que fuese a la fiesta, pero Él no cedió a las insistencias ni a los argumentos de ellos. El único criterio para Él era: ¿Qué piensa Mi Padre de esto? En las bodas de Caná, Su madre insistía diciéndole que no tenían vino. Su respuesta inesperada fue: “¿Qué tienes conmigo, mujer?” (Juan 2:4). Dicho de otra manera: ¿Qué dice Mi Padre acerca de esto? Fue así durante toda Su vida; por un lado, muerto a Sí mismo y al mundo, y, por otro, vivo para Dios solamente. ¡Qué vida fructífera la suya, vivida para la satisfacción de Dios!
Hay una unión con Cristo en la consagración. “Por ellos Yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” “Así que, hermanos, os ruego... que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” .Ahí está lo que es nuestro sacerdocio, nuestra consagración.
¿Prestaremos oído a este mensaje? ¿Lo llevaremos al Señor en oración? ¿Nos postraremos delante de Él con este mensaje? Tal vez sea el mensaje que ponga fin a algún conflicto, alguna lucha, y que elimine la inquietud, la irritación, la falta de paz y gozo. Es posible que hayamos estado preocupados pensando que hablamos malgastado nuestra vida y que esto nos haya afligido. ¿Le gobiernan sus propias ideas, su propia concepción de las cosas, lo que otros piensan de usted, lo que la gente u otros harían en su lugar? No son esas voces las que debemos escuchar, sino preguntarnos: ¿Qué dice el Señor? Es en esto que debe usted esperar y descansar. Puede ser que no lo entienda ahora, pero es cierto que una vida basada en esto, alcanzará el propósito de Dios. ¿Deseamos que Dios tenga éxito en nuestras vidas? Dios puede hacer por medio nuestro algo de lo cual nos creíamos absolutamente incapaces a causa de nuestro temperamento y constitución. Hasta ahora había usted pensado que su carácter, lo que es usted por naturaleza era lo que debía indicar el rumbo de su vida. No es así. Vengamos, pues, al Señor a este respecto y, si es necesario, consideremos de nuevo nuestra consagración.
“Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad”. Juan 17:19
En este pasaje del capítulo ocho del libro de Levítico, es importante notar lo que aconteció en la consagración de Aarón y sus hijos al sacerdocio. Se trajo el carnero de las consagraciones; Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre la cabeza del animal, que luego fue sacrificado y su sangre derramada. Enseguida tornó Moisés de la sangre y la aplicó sobre cada uno de ellos, en distintas partes de sus cuerpos.
Aquí tenemos los dos aspectos de la consagración. La sangre derramada es el lado de la muerte; la sangre aplicada, el de la vida. La sangre derramada representa la vida sacrificada, entregada, abandonada; pero en la sangre aplicada al hombre tenemos la vida impartida para obrar en él activa y poderosamente. Cuando esto se reconoce, se entiende lo que es la consagración y también lo que significa la imposición de las manos, o sea el acto de identificación con una vida entregada a la muerte. La sangre aplicada representa una nueva posición; quiere decir que ahora no hay nada de la vida propia del hombre, todo es de Dios pues vive por Él y para Él únicamente. Esto es la consagración.
El capítulo diecisiete del evangelio según San Juan, se conoce corno la oración sacerdotal del Señor Jesús. Allí está, avanzando hacia el altar, en la consagración de sí mismo por Sus hijos, a los que quiere llevar a la gloria para que vean Su gloria, y para que ellos también gocen de esa misma gloria. Aquí tenemos, sin duda, lo que representan Aarón y sus hijos. El Sumo Sacerdote se santifica (se consagra) a sí mismo, como dice, para que ellos también sean santificados (consagrados). El resto de la oración es una maravillosa exposición del significado espiritual de esta parte de Levítico, capítulo ocho. Por medio de estas pocas líneas procuraremos entenderlo mejor.
El hombre entero entra en el terreno de la consagración, en sus dos aspectos de muerte y vida; por un lado la vida entregada, abandonada, y por otro la vida, hallada, que continua, pero sobre una nueva base. Esto concierne al hombre entero representado por su oído, mano y pie. Es un mensaje sencillo y claro para nuestros corazones.
EL GOBIERNO DEL OIDO
Empezamos por el oído:
“…. y tomó Moisés de la sangre, y la puso sobre el lóbulo de la oreja derecha de Aarón”
Esto simboliza que el Señor debe tener el gobierno supremo del oído, que debemos llegar al punto en que el oído está muerto a toda otra voz o influencia que quiera dominarnos, pero que está vivo para Dios y solamente para Él.
Está claro que, en cierto modo, el oído es lo que gobierna cada vida; no necesariamente el órgano exterior, sino la facultad de escuchar voz, de prestar oído a cualquier sugestión. Las sugestiones pueden venir de nuestro propio temperamento y de nuestra educación. Las cosas que nos inspiran en nuestra vida pueden ser nuestros deseos e inclinaciones naturales, las tendencias de nuestra constitución, ambiciones, aficiones e intereses profundamente arraigados en nosotros, sencillamente porque es así nuestra naturaleza. Escuchar esas voces es tener la vida gobernada por nuestros propios intereses. O tal vez sean otras cosas, como las sugestiones, deseos y ambiciones de otras personas para nosotros, la voz del mundo, la voz de los afectos humanos, el considerar lo que a otros agrada.
¡Oh, cuántas voces pueden llamarnos! Si las escuchamos, vendremos a ser sus servidores y esclavos; ellas gobernarán nuestro oído y, con él, nuestra vida.
Esta verdad significativa de Levítico ocho, nos dice definitiva y enfáticamente a usted y a mí, que esta muerte, esta inmolación, es la de nuestro oído con respecto a todas esas voces, y que la sangre aplicada demuestra que ahora tenemos oído solamente para el Señor, que es Su voz la que debe gobernar nuestra vida. La oreja derecha -al igual que la mano derecha-, representa el lugar de honor y poder en lo que se refiere a nuestro oír. Por lo tanto, usted y yo, al decir que somos hombres y mujeres consagrados, testificamos que hemos muerto con Cristo al gobierno o dominio que quiera ejercer sobre nosotros toda voz que no sea la del Señor mismo. No debemos consultar la voz de nuestros propios intereses, de nuestras propias ambiciones, inclinaciones, ni la voz de los deseos de otra persona cualquiera.
Es una palabra solemne y clara para cada uno de nosotros, especialmente para los más jóvenes, cuyas vidas pueden ser influenciadas por otras consideraciones, dado que la carrera de ellos recién se inicia. Puede ser que el sentido de la responsabilidad en cuanto a su vida sea muy fuerte, el sentimiento de que sería un desastre equivocarse y de malgastar el tiempo, además de ambicionar el tener éxito. Que esto sea la ley para toda su vida; y aunque las cosas se desarrollen de una manera inesperada, que los caminos del Señor le parezcan a veces extraños, que en medio de experiencias profundas tenga que estar atento a la exhortación que nos es dada en el libro de Proverbios 3:5:
“Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. “
...más tarde comprenderá usted que todo ha contribuido al éxito de Dios; verá que ha alcanzado lo que Dios quería y, en verdad, ¿hay algo más importante o de más valor que esto? El camino posiblemente sea muy distinto de lo que había usted esperado, pensado o juzgado razonable para su vida, pero qué importa eso ya que Dios ha alcanzado Su propósito en la vida de usted, ya que su vida es un éxito desde el punto de vista de Dios. Este es el secreto: un oído vivo para Él, y muerto para todo lo que venga de otra fuente que no sea el Señor mismo.
El capítulo diecisiete del evangelio según San Juan es un comentario de esta verdad.
“no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo...”
Si fuésemos de este mundo, aceptaríamos su criterio para nuestras vidas, lo que el mundo juzga como
siendo el camino del éxito, la prosperidad y el bienestar. El espíritu del mundo entra a veces en nuestros corazones para sugerirnos que seguir este u otro camino sería desastroso. Dar oído a esa voz es ser conformado a este siglo.
“Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional.” .
Y, desde el principio, en cuanto al gobierno de la vida, el sentido principal es el oído. La sangre debe ser aplicada a la oreja; es decir que ésta ha de estar bajo la sangre para que sea el medio por el cual Dios gobierne. Significa que debemos tener un oído espiritual. Como hijos de Dios, tenemos, por el nuevo nacimiento, la facultad de oír lo espiritual y debemos cuidar de ejercitarla como el Señor quiere.
Esto nos muestra que el oído debe estar atento. Muchas personas tienen oído, oyen, pero no escuchan.
El Señor nos dice muchas cosas y no escuchamos lo que está diciendo, aunque sabemos que está hablándonos. Debe haber en nosotros un “lugar quieto” para el Señor. El enemigo quiere llenar nuestras vidas de otras voces: peticiones, deberes e intereses para que nos sea imposible disfrutar de un oído atento al Señor. El oído debe desarrollarse, crecer en capacidad. El niñito tiene oído pero, aunque escuche, no siempre entiende lo que oye. El nene oye, pero no comprende el significado del sonido. A medida que crece va conociendo el significado de esos sonidos. De igual manera, el oído espiritual, el oído consagrado, debe tener las mismas marcas de desarrollo y progreso. Además, este oído debe ser obediente para que, oyendo, obedezcamos. Es así que Dios gobierna la vida desde el comienzo.
LA OBRA DE NUESTRAS MANOS
Luego llegamos a la mano:
“...tomó Moisés de la sangre , y la puso.........sobre el dedo pulgar de la mano derecha”.
El orden es así: primeramente la oreja, después la mano. El Señor ha de tener el lugar de honor y poder en las actividades de nuestra vida, en la obra de nuestras manos. Todo esto puede parecer muy sencillo, pero es menester escuchar lo que el Señor nos quiere decir a este respecto. Lo principal es que, en cualquier cosa que hagamos o tengamos la intención de hacer, en todo nuestro servicio, debe morir el “yo”; no sirviendo a nosotros mismos ni al mundo, no sirviendo para nuestra propia gratificación, nuestro placer, ventaja, honor, gloria, posición, exaltación o reputación. En la muerte de Aquel que se dio por nosotros, hemos muerto a todo eso; desde ahora, nuestra mano, en todo lo que hace, sea en los asuntos de este mundo o en los muchos quehaceres diarios, en cualquier actividad que tenga que ocuparse, nuestra mano ha de estar muerta a sí misma, y por otro lado trabajar con miras a los intereses del Señor.
“Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas. Eclesiastés 9:10
Recordemos cómo nos advierte el apóstol acerca del servicio hecho a los hombres como para agradar a los hombres y no al Señor. Hablaba sobre todo a los esclavos de entonces, los cuales tenían que hacer muchísimas cosas que no eran del agrado de ellos, pero él les dijo: Cumplid vuestro servicio, no como para esos hombres que son vuestros amos, sino como para el Señor. (Véase Colosenses 3:17. 22-24).
Debemos preguntarnos por qué ocupamos un cierto lugar, o qué es lo que nos lleva a desear tal lugar o trabajo particular. ¿Cuál es el motivo principal en nuestra ambición de servir? Deberíamos poder decir, delante de Dios, que toda consideración personal o mundana está muerta, y que ahora nuestro servicio no es del que se siente obligado a cumplirlo, sino el servicio de uno que voluntariamente se ofrece para hacer aun las cosas difíciles, penosas, las que no son agradables ni interesantes, haciéndolo todo para agradar al Señor.
Escriba en su corazón estas palabras: el Señor no le puede elevar y dar otro trabajo más útil, más provechoso y más glorioso para Él, mientras no le haya usted rendido su servicio fiel, enteramente como para El, en ese lugar y trabajo humilde, despreciado, monótono o desagradable. Ello significa la entrega del yo a la muerte continuamente. Es el camino al ascenso.
Es el camino por el que llegamos a una posición en la que el Señor recibe de nuestras vidas más de lo que pensamos. Hay un ministerio sacerdotal en hacer como para el Señor lo que nos es difícil y desagradable; pero en el momento en que lo hacemos no vemos que somos sacerdotes. La idea de llevar vestiduras sacerdotales cuando estamos barriendo el piso o fregando los platos, está muy lejos de nuestra imaginación. Sin embargo, damos un testimonio efectivo sin saberlo. Tal vez se vea un día. Alguien nos dirá: Tuve la prueba de que Jesucristo es una realidad, sencilla mente cuando vi cómo hacía usted las cosas que supe no le gustaban, porque las hacía de tal manera que me convenció de que Cristo es una viva realidad. Esto no es imaginación, es lo que verdaderamente acontece. El Señor esta atento a todo lo que hacemos.
EL ANDAR DIRIGIDO
Ahora consideremos el pie.
“.....tomó Moisés de la sangre, y la puso....sobre el dedo pulgar del pie derecho”
Esto indica que el Señor debe tener la dirección de nuestra vida, que todas nuestras salidas y entradas han de ser guiadas únicamente por los intereses del Señor. No siempre se nos manda que andemos. El andar es a veces más fácil; es el detenernos y esperar lo que cuesta. Deseamos tanto ir adelante que a menudo el Señor tiene dificultad en hacernos ir por Su camino. En todo caso, tenemos aquí un mensaje sencillo, una palabra directa. En nuestro andar, tanto en el quedarnos como en el salir, debemos estar muertos a todo lo que no es del Señor. Nuestra vida propia ha sido entregada, abandonada, es decir lo que era la vida vivida por y para nosotros mismos. Ahora vivimos en otro nivel.
EL SUPREMO EJEMPLO
Apliquemos, esto al Señor, nuestro Sumo Sacerdote. ¿Tuvo El alguna vez oído para sí mismo, o para el mundo? ¿No estaba atento Su oído al Padre solamente? Pensemos en cada paso de Su vida. Satanás vino a Él en el desierto y empezó a hablarle. No sabemos cómo sucedió. Sabemos que el Señor tuvo que haberlo contado en secreto a algunos de Sus discípulos, ya que nadie estaba con Él en aquel momento. Él estaba solo. No sabemos si Satanás se presentó en forma física y le habló con voz perceptible, pero es probable que no fuese así y que actuara más bien por medio de sugestiones interiores, acosando insistentemente al Señor en Su corazón con ciertas consideraciones, mostrándole Su propio interés. No cabe duda que Satanás le habló de un modo u otro, y Él oyó lo que Satanás le decía; pero Su oído estaba “crucificado” y el poder de esa voz fue paralizado por Su consagración al Padre. Él triunfó efectivamente sobre esta base: No tengo oído para ti. Mi oído es sólo para Mi Padre.
Satanás se le presentó de otras maneras, no siempre abiertamente, a veces de un modo encubierto. Es así que en una ocasión se sirvió de un discípulo amado, diciéndole: “Señor ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca” (Mateo 16:22). El Señor se volvió y le dijo: “¡Quítate de delante de Mí, Satanás! me eres tropiezo”(v.23). Reconoció esa voz como la de la consideración y preservación de sí mismo. Él estaba muerto a todo eso; este camino de la Cruz era el camino del Padre para Él. Tenía oído para el Padre solamente, y así fue en todo el camino.
¿Fue esto cierto en cuanto a Su servicio? ¿Hubo acaso un momento en que obrara buscando Su propia voluntad, Su propia gloria? ¡No! Si había algo en que pudiera servir a los intereses del Padre, ahí estaba El dispuesto, aunque estuviese cansado, rendido, agotado; nunca buscando Su propia gloria ni lo que sentía; y no dudo que a veces sufriera intensamente. Leemos de Él que estuvo “cansado” (Juan 4:6). Sabemos cómo es cuando estamos cansados; cuánto nos gustaría no solamente sentarnos al borde del pozo, sino quedarnos allí, aunque haya algo que hacer. Si somos del Señor, hemos de ser gobernados por los intereses del Señor y barrer todas las sugestiones hechas con el fin de que nos cuidemos, que pensemos en nosotros mismos. Fue así para el Señor en todo Su camino. Tanto si tenía que marchar como si tenía que pararse, todo Su andar sometió Él al Padre.
En cierta ocasión Sus hermanos quisieron persuadirle a que fuese a la fiesta, pero Él no cedió a las insistencias ni a los argumentos de ellos. El único criterio para Él era: ¿Qué piensa Mi Padre de esto? En las bodas de Caná, Su madre insistía diciéndole que no tenían vino. Su respuesta inesperada fue: “¿Qué tienes conmigo, mujer?” (Juan 2:4). Dicho de otra manera: ¿Qué dice Mi Padre acerca de esto? Fue así durante toda Su vida; por un lado, muerto a Sí mismo y al mundo, y, por otro, vivo para Dios solamente. ¡Qué vida fructífera la suya, vivida para la satisfacción de Dios!
Hay una unión con Cristo en la consagración. “Por ellos Yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” “Así que, hermanos, os ruego... que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” .Ahí está lo que es nuestro sacerdocio, nuestra consagración.
¿Prestaremos oído a este mensaje? ¿Lo llevaremos al Señor en oración? ¿Nos postraremos delante de Él con este mensaje? Tal vez sea el mensaje que ponga fin a algún conflicto, alguna lucha, y que elimine la inquietud, la irritación, la falta de paz y gozo. Es posible que hayamos estado preocupados pensando que hablamos malgastado nuestra vida y que esto nos haya afligido. ¿Le gobiernan sus propias ideas, su propia concepción de las cosas, lo que otros piensan de usted, lo que la gente u otros harían en su lugar? No son esas voces las que debemos escuchar, sino preguntarnos: ¿Qué dice el Señor? Es en esto que debe usted esperar y descansar. Puede ser que no lo entienda ahora, pero es cierto que una vida basada en esto, alcanzará el propósito de Dios. ¿Deseamos que Dios tenga éxito en nuestras vidas? Dios puede hacer por medio nuestro algo de lo cual nos creíamos absolutamente incapaces a causa de nuestro temperamento y constitución. Hasta ahora había usted pensado que su carácter, lo que es usted por naturaleza era lo que debía indicar el rumbo de su vida. No es así. Vengamos, pues, al Señor a este respecto y, si es necesario, consideremos de nuevo nuestra consagración.
T. Austin-Sparks