Jn. 19: 17-22, Ap.19: 11-16)


El título de este estudio no representa, para el creyente, ningún tipo de problema para saber a quién ha de adjudicarlo. Estoy seguro de que todos coincidimos en que nadie, salvo nuestro Señor Jesucristo, merece tan augusto nombre. No es exclusivamente Rey, ni tampoco es el Rey más grande que hallan visto los siglos, ni es un emperador soberano sobre todos; no, su Nombre es infinitamente más grande que todo eso. Él es Rey de Reyes.
A lo largo de toda la historia ha habido multitud de reyes como gobernantes, prácticamente en todos los países del mundo, e incluso en los más remotos pueblos o tribus, la autoridad ha estado casi siempre representada por un rey. Desde los más grandes imperios hasta las más humildes aldeas, las dinastías reales se han perpetuado a lo largo de los siglos. Ahora bien, deberíamos analizar las circunstancias que deben darse para que un rey, reine.

En primer lugar vemos que un rey, tal y como se concibió en su origen, me refiero a los primeros reyes a los que hace referencia la historia universal, como los reyes de los imperios babilonios, persas, medas, y su equivalente egipcio, los faraones, o las interminables dinastías chinas, etc... (ver, ampliar y corregir si es necesario), estos reyes, digo, eran dueños y señores de vidas y haciendas. Eran reyes absolutistas en cuya mano estaban todos sus súbditos y cuyas decisiones podían llevar a la muerte, en caso de guerra, a miles de soldados. Guerras que a veces se declaraban por una simple discusión con el rey vecino. La práctica totalidad de la riqueza del país estaba en su poder. La última palabra en cualquier juicio la tenía él. Podía condenar con o sin juicio. Su palabra era ley. Si alguien osaba oponerse a sus designios, el ejército, que estaba bajo su directo mandato, sofocaba, habitualmente con mucha crueldad, cualquier tipo de rebelión. Muchos clamores justos de los pueblos antiguos han sido ahogados en un baño de sangre. Si pensáis que exagero, repasad conmigo un poco de historia y comprobaréis que quizás me quede corto.

Otra de las características que han tenido los reyes, es que se creía que habían sido puestos en autoridad por mandato divino, con lo cual tenían sujeto al pueblo por una doble vía. En primer lugar porque las armas estaban a su disposición y, en segundo lugar, porque su origen divino les hacía aún más dignos de respeto. Sus vidas suntuosas estaban sostenidas por el arduo trabajo del pueblo, y mientras ellos habitaban en lujosos palacios de oro y mármoles preciosos, vestían soberbios ropajes, portaban joyas inapreciables y comían suculentos banquetes, los habitantes del reino se sentían felices si habían podido alimentar a toda su familia ese día. Además de tener que estar dispuestos a los caprichos de su rey, también lo mantenían con los onerosos impuestos que pesaban sobre sus espaldas.

No quiero decir con esto que todos los reyes de la antigüedad fueron crueles y sanguinarios y oprimían al pueblo. No, esa no es mi intención, pero mantengo que las cosas eran así, y mientras los reyes, buenos o malos, vivían espléndidamente, el pueblo sobrevivía a duras penas.

Ahora bien, otro aspecto que distinguía a los reyes era, y es, su carácter hereditario. Quiero decir que, tradicionalmente, reciben el reino por herencia. Si bien es cierto que algunos se hicieron reyes a sí mismos mediante las rebeliones y los asesinatos, lo normal es que a la muerte del rey, generalmente el padre, el trono le era dado al hijo.

Así pues hemos establecido que el rey verdadero se distingue por su poder absoluto. Bajo la autoridad real está el gobierno del reino, de los ejércitos y hasta de la Ley, y todo ello le viene dado por herencia.

También debemos notar que el rey no era rey hasta haber sido coronado. De hecho, uno de los protocolos más impresionante de la realeza es el acto de la coronación. Se hace fiesta nacional, cierran todos los comercios, se suele obsequiar al pueblo con alguna medida de gracia como pudiera ser algún tipo de rebaja en los impuestos, e incluso en alguna ocasión se ha manifestado el favor real con una amnistía general, haciendo borrón y cuenta nueva para todos aquellos que tenían cosas pendientes con la justicia.

Se engalanan las calles, suenan todas las campanas del reino anunciando tan fausto acontecimiento. Se envían emisarios que den la buena nueva a los mandatarios de los países cercanos, y lejanos. Las invitaciones se reparten entre otras realezas. El palacio donde se ha de celebrar la coronación se viste de seda y oro. El banquete para tal ocasión es digno de figurar en los anales de la historia del país. Todos los medios de comunicación, prensa, radio y televisión, se hacen eco de tan magna noticia. No hay otra comidilla entre los ciudadanos: el príncipe, va a ser Rey.

Los símbolos que distinguen al rey son, el trono, el cetro y la corona. Y por supuesto un reino con súbditos a los que gobernar. Todos ellos manifiestan la autoridad y realeza de los que éste está investido.

De igual forma el pueblo de Dios tiene un Rey. Un rey que fue coronado en el día más glorioso que ha visto esta humanidad. Un rey con trono, cetro, y corona. Un rey con reino y con súbditos. Un rey con auténtico poder, autoridad y dominio. Un rey al que ni aún Salomón con toda su gloria se le puede comparar. Un rey del cual no hay nadie digno de desatar la correa de su calzado. Un rey mas sublime que los cielos. Un rey cuya naturaleza es misericordia, paz, benignidad, amor, humildad, mansedumbre, justicia... Un rey que está adornado con todas las virtudes imaginables. Un rey que se hizo pobre, para nosotros ser enriquecidos con su pobreza. ¡Cuántas cosas no podríamos hablar de este magnífico Rey, celestial Rey, incomparable Rey! ¿No te quebranta el corazón tan solo el pensar lo que éste glorioso Rey ha hecho por ti? Para poder hablar con un rey terrenal tienes que pedir audiencia con meses de antelación y, casi te aseguro, no la vas a conseguir. Para hablar con éste, tu Rey, solo tienes que clamar en tu corazón. Está disponible para su pueblo noche y día; haga frío o calor; en la paz de tu habitación o en el bullicio de la calle. Siempre te escucha, siempre contesta, aunque sea con un silencio. Así pues podemos comunicarnos con Él, mediante la oración, en cualquier momento y circunstancia de nuestra vida; (otra cosa muy distinta es "verle" a Él, tema que, si Dios lo permite, trataremos en otro lugar). ¿Existe alguien parecido en los cielos o en la tierra? Ciertamente no. ¿Quién como tú, bendito Salvador?

Si grande fue el día en que nació nuestro Señor Jesucristo, majestuoso fue el de su muerte. El día de su alumbramiento hubo un remover en los cielos donde una cohorte de ángeles y arcángeles cantaron las alabanzas de Dios (Lc. 2:8-14). Fijémonos bien en los acontecimientos que sucedieron en el nacimiento del Rey.

En primer lugar se creía, al menos por parte de José, que era hijo de una mujer infiel; en otras palabras una mujer adúltera. Nos dice el texto evangélico que: "José su marido, como era justo, y no quería infamarla, quiso dejarla secretamente."

Era evidente que él no era el padre y durante un tiempo pensó, al menos hasta que el ángel le aclaró el origen del embarazo de María, que su amada le había engañado. Así, pues, tenemos que el principio del nacimiento de Jesús, fue deshonroso. El rey de mayor linaje que haya nacido en este mundo fue tomado por ilegítimo. No nació en un palacio esplendoroso, rodeado de médicos y criados, entre tules y sedas, sino en un humilde corral de bestias, teniendo por cuna un pesebre y envuelto en burdos pañales. Tan majestuoso acontecimiento no se anunció a los grandes dignatarios de los países limítrofes, sino a sencillos pastores que cuidaban los rebaños. ¿Quién podría pensar que la Luz de los hombres vendría a este mundo de tinieblas de forma tan indigna? Desde luego que "sus pensamientos son mas altos que nuestros pensamientos".

Estoy completamente seguro que, por humilde que haya sido tu nacimiento, jamás habrá alcanzado las cotas de modestia del Rey de reyes. Ejemplar aún en ese punto.

Pasado un tiempo, como de treinta años, y después de un ministerio público de tres, llegó el tiempo de la coronación del Maestro. Su tiempo de Señorío y Magisterio (Jn. 13:13) estaba a punto de acabarse, y un día infinitamente más glorioso se acercaba a su vida: el gran día de ser proclamado Rey.

Tal es la importancia de este día que los cuatro evangelistas lo narran con profusión de detalles. Mateo relata el nacimiento sucintamente y de una forma más extensa Lucas. Pero ved con cuántas palabras, todos ellos, hablan de su crucifixión. El día más grande que hayan visto los mortales, el día de la coronación del Rey de reyes.

Sobre sus hombros fue puesto un manto escarlata, en su mano un cetro, y sobre su cabeza una corona; símbolos todos de su realeza (Mt. 27:28-29). Aún más, ante él se arrodillaron, ¡y le llamaron Rey! Por fin había llegado el día para el cual Jesús había nacido (Jn. 18:37). Solamente faltaba colocarlo en el trono desde donde todo el mundo pudiera verle en su gloria más excelsa. Se encontró el lugar adecuado sobre el monte Gólgota y lo pusieron sobre el más majestuoso trono que se pueda imaginar. Todo el pueblo lo aclamaba (Mt. 27:39-44, Mr. 15:29-32, Lc. 23:35-39) e incluso colocaron un cartel en la parte más alta del trono donde, en tres idiomas, dos de los cuales eran los más importantes de la época, estaba escrito: "ESTE ES JESÚS, REY DE LOS JUDÍOS"

Pueblo de Dios, ¿podríamos concebir nosotros un protocolo más perfecto? "Porque mis pensamientos son mas altos que vuestros pensamientos".

En otro lugar, en los cielos, miríadas de ángeles arcángeles, serafines, querubines..... miraban absortos este glorioso acontecimiento. Allí no había algarabía, sino que un absoluto silencio cubría de asombro a todas las huestes celestiales. Su Señor y Rey estaba siendo coronado en la tierra y poco faltaba para ser coronado en el cielo. El Dios Soberano había concebido una coronación única y exclusiva para los súbditos de aquí abajo.

Buscad en la Escritura y comprobaréis que no existe lugar donde se nos muestre ninguna otra coronación del Señor Jesús. Ningún otro manto, ningún otro cetro, ninguna otra corona que, en esta tierra, le fueran dados a Jesús, aparte de los que nos indica el relato evangélico.

Verdaderamente es un Rey muy peculiar. Nació entre animales y murió entre ladrones, aunque nunca hizo maldad ni hubo engaño en su boca. El que hizo los cielos y la tierra tenía una forma muy particular de ensalzar a su Hijo. Dejó la diestra de Dios en los cielos que por naturaleza y linaje le correspondían. Desnudado de toda su gloria celestial, se encarnó en un ser mortal. El inmortal se hizo hombre y después se entregó para tu salvación y la mía; y porque Él nos amó de tal forma, es que tú y yo le amamos. Mientras que, como hemos visto, el rey natural se encontraba en lo alto y descansaba sobre los hombros del pueblo que lo mantenían arriba, éste, nuestro Rey, lleva sobre sus hombros a todo su pueblo y lo mantiene a salvo de los enemigos. Su pueblo no le sustenta a Él. Él sustenta a su pueblo. No come banquetes llenos de viandas, sino que conduce a sus súbditos a lugares apacibles donde puedan comer (Sal. 23). Es más, es capaz de no comer hasta no haber terminado sus obligaciones de Rey (Jn. 4:31-34). Incluso El mismo es alimento para su pueblo (Jn. 6:35). No ha mandado hacer nada que no halla hecho él primero. Ha vencido, personalmente, a todos sus/nuestros enemigos. Venció al pecado en todas sus formas, venció a Satanás y, por último, triunfó sobre la muerte. Todas ellas son victorias de las que nosotros nos beneficiamos. Los reinados de los reyes terrenales, son por un tiempo mas o menos prolongado, pero nuestro Rey tiene un reinado que no tendrá fin (Lc. 1:33, Is. 9:7).

No hay, en el cielo ni en la tierra, rey mas amado y aborrecido, pero llegará el día, quiéranlo o no, que toda rodilla se doblará en el nombre de Jesús, y toda lengua confesará que Jesús es el Señor. Porque Jesucristo, nuestro Señor y Rey, reina. En todo lugar él reina. Nuestro Señor ha sido coronado como Rey de los cielos, Rey de la tierra, y Rey de debajo de la tierra. ¡ALELUYA! (Fil. 2:6-11).

Quizás me digas: ¡Qué imaginación tiene este hermano, parece un cuento de niños, una fantasía. Pero quiero que sepas que la Escritura nos muestra otro lugar donde ésta grandiosa coronación aparece. Me refiero al libro de Ester. No se sabe a ciencia cierta si es un relato real o es ficción; pero lo que sí es cierto es que se considera una narración inspirada. En este libro, repito, aparece un modelo de la coronación que muchos años después sería realidad. Hay grandes similitudes entre ambos pasajes. No es momento de comentar aquí el libro de Ester, pero sólo haremos un pequeño recordatorio de ésta parte.

Una noche en la que el rey Asuero no podía dormir, pidió que le leyeran el libro de las crónicas del reino, y halló que un tal Mardoqueo había denunciado un complot para matarle. Enterado de que no se le había honrado en forma alguna, el rey deseó hacerlo. Para tal fin habló con su segundo, el inicuo Amán que, por cierto, había acudido a la casa real para pedirle al rey que colgara de una gran horca a Mardoqueo. Asuero le consultó qué debería hacerse con el hombre cuya honra deseaba el rey. Pensando Amán que se refería a él mismo, pidió prácticamente todo. Lo transcribo a continuación porque creo que no tiene desperdicio: "Y respondió Amán al rey: Para el varón cuya honra desea el rey, traigan el vestido real de que el rey se viste, y el caballo en el que el rey cabalga, y la corona real que está puesta en su cabeza; y den el vestido y el caballo en mano de alguno de los príncipes más nobles del rey, y vistan a aquel varón cuya honra desea el rey, y llévenlo en el caballo por la plaza de la ciudad, y pregonen delante de él: Así se hará al varón cuya honra desea el rey.

Entonces el rey dijo a Amán: Date prisa, toma el vestido y el caballo como tú has dicho, y hazlo así con el Judío Mardoqueo, que se sienta a la puerta real; no omitas nada de todo lo que has dicho."

Todos los exégetas y estudiosos bíblicos, coinciden en señalar que Mardoqueo representa al Señor Jesús y Amán a Satanás.

¿Veis el paralelismo? Le llevó a la plaza de la ciudad, un lugar desde donde todos pudieran ver y oír la honra dada a Mardoqueo. Por supuesto que nada estaba mas lejos de su corazón que proclamar alabanzas a su más acérrimo enemigo, pero la orden del rey era irrevocable, y Amán, con todo y ser Amán, tiene, y tendrá siempre, que obedecer las órdenes del Supremo. En otro lugar de la Palabra, concretamente en Hechos 4:27 y 28 se nos dice que todos en Jerusalén se unieron contra Jesús para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera. Dicho de otra forma "obedecieron" las órdenes de Dios. De haber sabido Amán que su consejo sería aplicado a Mardoqueo, de seguro que no habría pedido honra tan grande, pero lo ignoraba; como ignoraba también lo que estaba haciendo cuando instigó la crucifixión de nuestro Señor Jesucristo (1ª Cor. 2:7-9). Si él hubiera sabido la gloria que vendría para el Señor Jesús tras la "coronación", por cierto que no lo habría hecho.

Así es siempre, Satanás es un simple instrumento en las manos de Dios. Instrumento utilizado para cincelar y modelar tu vida y la mía para que seamos semejantes al Hijo.

Aún así pudieras seguir pensando que sigue siendo un cuento de niños y, tendría que darte la razón porque: "En aquella misma hora Jesús se regocijó en el Espíritu, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó". Comprobaréis que no deja de ser un cuento (revelación) para niños.

Ahora bien, la corona, al margen de ser un símbolo de la realeza, es un utensilio que ciñe la cabeza, ósea que ciñe tus pensamientos; en otras palabras es algo que ocupa tu mente de manera primordial. Esta corona de Jesús era de espinas y, si observas en Gén. 3:17-18, lo único que daría la tierra, ésta tierra, después de la salida de nuestros primeros padres del Paraíso, a causa de la maldición, eran cardos y espinos. Te diré que, hasta que vino el Hijo del Hombre, que fue la primera cosecha (primicia) para Dios, ésta tierra no daba sino cardos y espinos.

Para que lo entiendas mejor, tú y yo somos los cardos y espinos y, por tanto, el único fruto que da esta tierra a los ojos de Dios. Así pues, Tú y yo fuimos los que ceñimos la cabeza del Santo y taladramos su frente y sus sienes. Tu pecado y el mío lo sentaron en aquel "trono" y, por el gozo puesto delante de él (tu salvación y la mía), sufrió la cruz menospreciando el oprobio (Heb. 12:2).

Pero Él quiso, voluntariamente, ser coronado de aquella corona; pero Él quiso, voluntariamente, sentarse en aquel trono (Jn. 10:17-18).

No creas que fue el único que "vio" ésta luz. El fundamento de la coronación, Pablo también lo entendió y descubrió que, para ser coronado allá en el cielo, debería previamente ser coronado aquí en la tierra. En dos notables citas de las cartas de Pablo, en Fil 4:1 y 1ª Tes. 2:19, se nos muestra que el pueblo de Dios era su propia corona. También él estaba ceñido por una corona de espinas. Pablo se gozaba por lo que padecía por el pueblo de Dios, porque tenía puesta la mirada en el galardón (2 Tim. 4:8).

En Colosenses 1:24 nos dice: "Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia". Literalmente sufría por el pueblo de Dios, dicho de otra manera, estaba ceñido con la corona, que era la iglesia de aquel entonces.

Ahora bien, me dirás: ¿Que importancia tiene este "descubrimiento" para el desarrollo de mi vida espiritual?. Mucho, por cierto. Porque has de saber que, ineludiblemente, si quieres ser coronado allá en los cielos, debes primero ser coronado aquí en la tierra. Poner la vida por otros es condición indispensable para recibir la Vida. Entregar la vida, que no significa perder esta vida física, sino más bien ponerla a disposición del Maestro para que él la conduzca como le plazca, aunque en alguna ocasión pudiera ser que Dios nos la pidiera literalmente (véanse los mártires habidos de todas las denominaciones a través de la historia de la Iglesia). Entregar la vida, repito, puede hacerse bien por el Señor, como enseña claramente Mt. 10:39, o bien por los hermanos, tal y como aparece en Jn. 15:13.

No todos son llamados al martirio por causa del Maestro, pero lo que es ciertísimo es que si quieres ser coronado allí, como he indicado anteriormente, debes antes serlo aquí. No importa si tu quebranto o el mío no llegan a tal altura espiritual porque, si hemos creído, verdaderamente, en Cristo, él nos pondrá en alguna de las muchas moradas que ha preparado para nosotros.

Pablo se sentó voluntariamente en el "trono de gloria", y nos dice expresamente: "Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo mas vive Cristo en mí" (Gál. 2:20) y, en la misma epístola un poco mas adelante: "Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo".

Si quieres reinar con Él, ya sabes el Camino. "Porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas". Amen y amen, Señor Jesús.

Epafrodito

 

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