El horizonte de la muerte marca de tal manera la vida de los hombres, que con razón la Escritura habló del “poder” de la muerte (cf. Ap 6,8; 20,6). Además —según te gusta recordar y predicar— la obra de Cristo fue resumida por la Carta a los Hebreos en estas palabras: «Así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó él de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo» (Heb 2,14).
Por eso algunos pensadores dijeron que la filosofía era una larga reflexión sobre la muerte, lo cual no deja de tener su razón. Mas a ti y a cuantos creen os espera el magnífico reto de construir un pensamiento desde el horizonte de la vida: no sólo una reflexión para que haya vida, pues no sois los creadores de la vida, sino un planteamiento desde la certeza de la vida, esto es, de que sí hay vida.

Una “cultura de la vida” no empieza con la tarea de construir ni con la tarea de preservar la vida. Empieza con el más hermoso de los exordios: la seguridad de que sí hay vida. Si no partes de esa convicción absoluta y radical todo tu discurso será una petición de consenso; mas ni la vida ni la creación misma surgieron de un consenso, sino del poder sabio y amoroso de Dios, pues está escrito: «¿Quién abarcó el espíritu de Yahveh, y como consejero suyo le enseñó? ¿Con quién se aconsejó, quién le explicó y le enseñó la senda de la justicia, y le enseñó la ciencia, y el camino de la inteligencia le mostró?» (Is 40,13-14). Y más adelante lees: «Pues ¿con quién asemejaréis a Dios, qué semejanza le aplicaréis?» (Is 40,18).

Los que quieran defender la vida, pues, no han de partir de una sugerencia, ni de un consenso, ni de una petición, ni de palabra alguna que pronuncien los labios humanos. Precisamente su error, a menudo, es que piden a moribundos adormilados y enviciados que den su acuerdo a los acentos y rimas de la canción de la vida. Ni los paladares ni las narices de estos pobres pueden aprobar el suave gusto y aroma del designio creador de Dios.

No te extrañen ni turben mis palabras. Lo que yo quiero es que te levantes sobre ti mismo, y en cierto modo sobre la Historia misma de los hombres y accedas con tu mente a ese potentísimo “¡Sea!” pronunciado por la boca de Dios en el proemio de la creación. Esa voz, que el mundo no conoce porque no lo reconoce a Él, no se ha extinguido, sino que tiene sus ecos en las recámaras de las creaturas racionales. Allí puedes escucharlo.

No fue la voz de los hombres sino esa voz divina la que rasgó la nada y sembró de vida el campo estéril de la no existencia. Sólo con la potencia de esa voz es posible descubrir la alegría de ser y sólo con ella es posible quebrantar la dura sordera del mundo. Así como Cristo con su voz poderosa levantó a Lázaro del sepulcro (Jn 11,43), así también hay una voz venida del Padre, la «palabra del juramento», como la llama la Carta a los Hebreos, que «hace el Hijo perfecto para siempre» (Heb 7,28).

Esta es la voz que constituye a Jesús Crucificado como “Señor y Cristo” (Hch 2,36). Por eso lees: «A Cristo, Dios le resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos. Y nos mandó que predicásemos al Pueblo, y que diésemos testimonio de que él está constituido por Dios juez de vivos y muertos» (Hch 10,40-42).

Así entiendes aquello que enseña Pablo, a saber que este Jesús ha sido «constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rom 1,4). Por eso «también nosotros os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús, como está escrito en los salmos: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy (Sal 110).» (Hch 13,32-33; cf. Heb 1,5). ¡Esta es la voz de la vida, la voz que necesitas para defender la vida! Por lo cual, amado, hay que predicar la vida no con voces de muertos, sino con una voz fuerte, como la de los Ángeles, según anunció Pablo: «El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar» (1 Ts 4,16; cf. Ap 5,2; 7,2; 14,6-7.9.15.18; 18,1-2; ).

Tal “fortaleza” significa pronunciar la vida desde la certeza de la resurrección que ya se ha realizado en Cristo, y por tanto con la generosidad del que puede perderlo todo. Cuando estés dispuesto a morir con la convicción íntima y humilde de resucitar Con cariño, estarás listo para predicar la vida. Lo demás es ruido de palabras.

Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.

Por Ángel

Lunes, 7 de febrero del 2000
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