Cuando amigos y conocidos se refieren a Ricardo José, lo hacen en los mejores términos, rememoran su amabilidad, disposición de ayudar a quien lo necesita; la sonrisa afable que le caracteriza, y el ser un buen hijo. Pero sus sueños de estudiar ingeniería y la condición de joven emprendedor, estuvieron a punto de romperse un sábado cualquiera, pasadas las nueve de la noche, cuando al regresar a casa el muchacho fue atacado con tres disparos de revólver. Por varias horas libró una batalla sin cuartel entre la vida y la muerte.

 
Todos en el barrio supieron quien protagonizó el atentado criminal. Lo vieron correr callejón arriba. A la luz de una lámpara, lo identificaron. Justo cuando huía. Y lo reconocieron también a la mañana siguiente cuando salía rumbo a su trabajo como agente de seguridad.

Nadie supo cuáles fueron sus razones para actuar así. Pero guardaron silencio, salvo la decisión de no volver a saludarle, como forma de expresar su rechazo.

Pasados los tiempos difíciles, cuando Ricardo José daba los primeros pasos ayudado con unas muletas, Olga Lucía –su madre—esperó al criminal a la hora que solía regresar. Siempre a las seis de la tarde. Se miraron sin decir palabras. El hombre intentó eludirla. Ella se interpuso rápidamente en su camino.

--Se que usted fue quien intentó matar a mi hijo...—le dijo.
--No se de qué me habla...—se defendió.
--Sí, usted sabe de qué le estoy hablando, porque usted fue. Todos lo vieron, pero no vengo a acusarlo. Despreocúpese. Vengo a decirle lo que le habría dicho así mi hijo no estuviera a salvo: Que lo perdono. No se por qué lo hizo, pero igual, lo perdono. Y se que mi hijo también...—enfatizó la mujer.

Acto seguido, se alejó. El hombre se quedó en la mitad de la acera, duramente golpeado por el peso de su conciencia. No sabía qué decir ni qué hacer...

La fuerza del perdón...

Guardar rencor hacia quien nos ofendió se convierte en una carga difícil de soportar. Conforme pasa el tiempo, se torna más pesada. Nos roba la paz. Lleva a que nuestras acciones y pensamientos estén volcados hacia el ofensor. El resentimiento toma forma. Se convierte en una sombra que nos sigue a todas partes.

Olga Lucía experimentó esta situación pero decidió liberarse. Lo hizo en una forma inusual. Perdonó a quien le causó el daño. Pudo recurrir a la venganza –muchos lo habrían hecho—pero sabía que no era el camino indicado. Por el contrario, habría agravado el asunto.

El apóstol Pablo enfrentó una situación similar. Pese a sus desvelos por ayudar al prójimo y predicar la Palabra de Dios, alguien en particular se empeñaba en tornarle la vida imposible. Lo difamaba. Desconocía su autoridad. Cuestionaba su ministerio. ¿Qué hizo Pablo? ¿Cuál fue su reacción? ¿Qué camino tomó? Las respuestas a este y otros interrogantes, las hallamos en la segunda carta a los Corintios, capítulo dos, versículos del cinco al once. A partir de ese texto, podemos aprender varios principios de vida cristiana práctica.

Una ofensa se extiende a muchos otros...

Imagino que usted como yo se dejó tentar alguna vez por la posibilidad de tirar una piedra en el centro mismo de un río tranquilo. ¿Lo hizo quizá en la adolescencia?¿Recuerda qué ocurrió? La piedra cayó, pero además, el impacto generó ondas a su alrededor que se extendieron progresivamente.

Igual ocurre con una ofensa. Alcanza no sólo a quien la recibe, sino a quienes se encuentran a su alrededor. ¿Ha visto familias enteras que no tienen trato con otras justo porque uno de sus integrantes alguna vez recibió una ofensa?

Sobre el particular, Pablo escribió: “Pero si alguno me ha causado tristeza, no me la ha causado a mi solo, sino en cierto modo (por no exagerar) a todos vosotros” (versículo 5).

En adelante, usted debe cuidarse de no ofender a los demás Mida el alcance de sus gestos y palabras. Recuerde que su alcance puede ser devastador.

Aunque cueste hacerlo, hay que perdonar...

Perdonar no es fácil. Nunca lo ha sido y, de seguro, no lo será. Pero es el camino más rápido para librarnos de la pesada carga que nos genera.

Frente a la ofensa que recibió Pablo, sus seguidores tomaron justicia por su mano. Y el apóstol les exhortó diciendo: “Le basta a tal persona (el causante de la ofensa) esta reprensión hecha por muchos; así que, al contrario, vosotros más bien debéis perdonarle y consolarle, para que no sea consumido de demasiada tristeza. Por lo cual os ruego que confirméis el amor para con él” (versículos 6-8).

Lo más posible en una persona común es que estuviera pensando en cómo vengarse. Pero Pablo les reconviene no solo a perdonarle sino a expresarle el amor de Cristo.

¿Rompe sus esquemas? Por supuesto que si ¿Siente que se le mueve el piso? Naturalmente. ¿La razón? A usted y a mi nos prepararon para aplicar la ley del Talión: “Ojo por ojo, diente por diente”.

Sin embargo. De acuerdo con el Evangelio, el perdón es una de las principales características del cristiano. Si usted profesa ser creyente, debe asumir esta pauta de vida práctica. Es ineludible.

El perdón debe ser real, no meras palabras

Es común que digamos a alguien que nos ofendió: “Te perdono” y seguir albergando resentimiento en nuestro corazón. Es un perdón sólo de palabra. Pero la advertencia del apóstol Pablo es que debemos hacerlo delante de Dios, sin lugar a ningún revés. Él dice: “... si algo he perdonado, por vosotros lo he hecho en presencia de Cristo” (versículo 10 b).

Es tanto como tener a mano una escritura de hipoteca de la propiedad de alguien. Esa vendría a ser la ofensa que recibimos y los sentimientos que despierta en nuestro ser. Y al optar por el perdón, la decisión es romper la hipoteca. No tenemos ya derecho a volver sobre el pasado. Perdonar es arrojar al fondo del mar lo que teníamos contra alguien.

El rencor abre las puertas al mal...

¿Quién gana cuando odiamos a alguien? ¿El reino de Dios acaso? ¿Por el contrario el mal? Por supuesto, guardar resentimiento y rencor sólo favorece al reino de las tinieblas como advierte el propio apóstol Pablo: “...para que Satanás no gane ventaje alguna sobre vosotros; pues no ignoramos sus maquinaciones” (versículo 11).

Al perdonar, le cerramos las puertas al diablo y a todas sus estratagemas.

La decisión de asumir el perdón es suya y nada más que suya. Nadie puede obligarle. Es una decisión personal. Pero puede estar seguro de que, si lo hace, será liberado de una pesada carga que le impide crecer como cristiano y como persona... ¡No se arrepentirá! ¡Pídale al Señor Jesucristo esa fuerza que necesita para perdonar...!

Por Fernando Alexis Jiménez

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